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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (35 page)

BOOK: El quinto día
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—Olvida la teoría de la intoxicación —dijo King—. Si se tratara sólo de las orcas, quizá, pero las orcas y las ballenas jorobadas en estratégica armonía... No sé, León.

Anawak reflexionó.

—Conocéis mi postura —dijo en voz baja—. Estoy muy lejos de atribuir intenciones a los animales o de sobreestimar su inteligencia, pero ¿no tenéis la sensación de que quieren deshacerse de nosotros?

Lo miraron. Había esperado encontrarse con una réplica vehemente. Sin embargo, Delaware asintió.

—Sí. Menos las residentes.

—Cierto. Porque no han estado donde estuvieron las demás, donde pasó algo con ellas. Las ballenas que hundieron el remolcador... Creedme, la respuesta está mar adentro.

—Por Dios, León. —King se reclinó en su asiento y bebió un generoso trago de vino—. ¿Qué historia nos estás contando ahora? ¿Que los animales luchan contra la humanidad?

Anawak guardó silencio.

El tiempo pasaba, pero el vídeo de la mujer ya no les ofrecía nada nuevo.

Esa noche Anawak no podía conciliar el sueño. Mientras estaba tumbado en la cama de su pequeño apartamento de Vancouver se le ocurrió una idea: equipar por su cuenta a una de las ballenas que habían sufrido aquella extraña transformación. Fuera lo que fuera lo que se había apoderado de los animales, aún seguía dominándolos. Pero si colocaba una cámara y un transmisor en esa ballena tal vez podría obtener las respuestas que con tanta urgencia necesitaban.

La cuestión era: ¿cómo colocarle algo a una ballena jorobada enloquecida si incluso las pacíficas apenas se quedaban quietas?

Y además estaba el problema de la piel...

Equipar a un lobo marino y ponerle un transmisor a una ballena eran cosas totalmente distintas. Los lobos marinos y las focas eran fáciles de capturar en sus lugares de descanso. Los transmisores se adherían al pelaje con un pegamento biodegradable que se secaba en seguida, y al cabo de un tiempo se desprendían gracias a un mecanismo de desenganche que tenían incorporado. Los restos de pegamento acababan también por desaparecer, como muy tarde con el cambio anual de pelaje.

Pero las ballenas y los delfines no tienen pelaje. Prácticamente no hay nada más liso que la piel de las orcas y los delfines; al tacto parece un huevo recién pelado y está recubierta de un gel fino que evita la resistencia a la corriente y repele las bacterias. Además, la capa superior de la piel cambia constantemente: contiene unas enzimas que hacen que acabe desprendiéndose, de modo que, cuando estos animales saltan, la piel cae en grandes y linos jirones y, con ella, todos los parásitos y transmisores. Y la piel de las ballenas grises y jorobadas no ofrece menos problemas.

Anawak se levantó sin encender la luz y se dirigió a la ventana. Desde el apartamento, en uno de los edificios más antiguos de la ciudad con vistas a Granville Island, podía contemplar los destellos de la noche urbana. Repasó una tras otra todas las posibilidades. Naturalmente podía emplear algún truco. Los científicos norteamericanos, por ejemplo, fijaban con ventosas los transmisores y los aparatos de medición. Utilizaban varas largas para colocar la sonda a los animales que se aproximaban al barco o que avanzaban junto a la proa. Era un procedimiento complicado, pero no había que desecharlo. No obstante, los transmisores adheridos con ventosas no resistían muchas horas la presión de la corriente. Algunos optaban por fijarlos a la aleta dorsal. En cualquier caso, la cuestión era cómo podía acercarse un barco a una ballena sin que ésta lo atacara y lo hundiera al instante.

Podía narcotizar a los animales...

No, demasiado complicado. Además no sería suficiente con los tacógrafos. Necesitaban cámaras. Telemetría por satélite e imágenes de vídeo.

De pronto se le ocurrió una idea.

Había un método.

Requería un buen tirador. Las ballenas proporcionaban un blanco generoso; no obstante, era aconsejable alguien que supiera disparar muy bien.

Anawak se puso rápidamente en marcha. Corrió al escritorio, se lanzó a navegar en Internet y consultó distintas páginas. Se le había ocurrido otra posibilidad, un método sobre el que había leído algo. Estuvo revolviendo un rato en un cajón lleno de papeles hasta que encontró la dirección web del Centro de Investigación en Tecnología Submarina de la Universidad de Tokio.

Poco después ya sabía cómo debía actuar.

Tenía que combinar los dos métodos. El comité de crisis tendría que aportar una cantidad considerable de dinero, pero por el momento eso no parecía importarles, siempre que el gasto sirviera para aclarar los problemas.

Tenía un torbellino en la cabeza.

No logró conciliar el sueño hasta el amanecer. Su último pensamiento fue para el
Barrier Queen
y para Roberts. Éste no le había devuelto la llamada, a pesar de que había intentado contactar con él varias veces. Esperaba, al menos, que Inglewood hubiera enviado las muestras a Nanaimo.

¿Y qué había sido del informe?

No iba a permitir que se deshicieran de él constantemente.

¿Qué era lo que quería hacer al día siguiente?

«Me levantaré y lo anotaré —pensó—. Primero...».

En ese mismo instante se quedó dormido, completamente agotado.

20 de abril. Lyon, Francia

Bernard Roche se hacía reproches por haberse demorado tanto en analizar las muestras de agua, pero ya no podía cambiarlo. ¿Cómo iba a sospechar que un bogavante podía matar a una persona, o posiblemente a varias?

Veinticuatro horas después de que un bogavante contaminado le hubiera explotado en el rostro, Jean Jérôme, el cocinero del Troisgros, no había vuelto a despertar del coma. Aún no habían podido determinar las causas de la muerte. Sólo se sabía que su sistema inmunológico había fallado, al parecer como consecuencia de un fuerte
shock
tóxico. Aunque no se podía probar que el bogavante o la sustancia que albergaba en su interior le hubieran ocasionado la muerte, todo apuntaba a que era así. Entre el personal de cocina se habían registrado otros casos de enfermedad, el más grave el del aprendiz que había tocado y conservado aquella extraña sustancia. Todos ellos sufrían de vértigo, náuseas y dolores de cabeza y se quejaban de problemas de concentración. Sin duda era un asunto preocupante, sobre todo para el Troisgros, que, dadas las circunstancias, pasaba por serias dificultades. Pero lo que más intranquilizaba a Roche era que, desde la muerte de Jérôme, la población de Roanne había acudido al médico quejándose de afecciones similares. Sus síntomas eran menos marcados. No obstante, ahora que sabía lo que había pasado con el agua en la que habían depositado los restos del bogavante, Roche se temía lo peor.

La prensa no había armado mucho revuelo por consideración con el restaurante, pero por supuesto informó del caso. A Roche le llegaron también rumores de casos análogos registrados en otras ciudades. Al parecer, el Troisgros no era el único afectado. Se decía que en París habían muerto varias personas por consumir carne de bogavante en mal estado, aunque Roche sospechaba que esta explicación no se correspondía por completo con los hechos. Le llegaron noticias similares de Le Havre, Cherburgo, Caen, Rennes y Brest. Entretanto, había encargado a uno de sus ayudantes que investigara el asunto. Comenzaba a perfilarse un cuadro en el que los bogavantes bretones jugaban un papel poco honroso, de modo que Roche finalmente abandonó el resto de sus tareas y se concentró en el análisis de la muestra de agua.

Volvió a encontrar combinaciones inusuales que le resultaban un misterio. Necesitaba más muestras, así que entabló contacto con las ciudades afectadas. Por desgracia, a nadie se le había ocurrido conservar aquella sustancia. Aunque en ningún otro lugar habían explotado bogavantes como en Roanne, se hablaba de animales que habían sido desechados porque su carne no era comestible y de otros que, incluso antes de cocinarlos, presentaban un aspecto extraño porque brotaba algo de ellos. Roche se preguntaba por qué nadie había reaccionado de forma tan inteligente como el aprendiz, pero tenía que admitir que, al fin y al cabo, los pescadores, mayoristas y cocineros no eran investigadores de laboratorio. De modo que, en principio, lo único que podía hacer era especular. Llegó a la conclusión de que el cuerpo del bogavante no contenía un solo organismo sino dos. Por un lado estaba la gelatina, que se había desintegrado y al parecer había desaparecido por completo.

El otro organismo, en cambio, estaba vivo, aparecía en grandes concentraciones y a Roche le resultaba fatídicamente conocido.

Miraba absorto por el microscopio.

Miles de esferas transparentes se entrecruzaban en todas direcciones como pelotas de tenis. Si su suposición era acertada, en su interior se encontraba un
pedunculus
enrollado, una especie de trompa.

¿Eran estos seres los que habían matado a Jean Jérôme?

Roche tomó una aguja estéril y se hizo un ligero pinchazo en el pulgar. Salió una gotita de sangre. La inyectó cuidadosamente en la muestra del portaobjetos y volvió a mirar por las lentes del microscopio. Aumentados setecientas veces, los glóbulos de Roche parecían pétalos de color rubí. Se bamboleaban en el agua, cada uno de ellos repleto de hemoglobina. Rápidamente, las esferas transparentes se pusieron en movimiento. Giraron su trompa y cayeron como rayos sobre las células humanas. Los pedúnculos se clavaron como cánulas. Poco a poco, los siniestros microbios se iban tiñendo de rojo a medida que succionaban los glóbulos. Cada vez eran más los que se precipitaban sobre la sangre de Roche. En cuanto vaciaban un glóbulo, se dirigían al siguiente. Al mismo tiempo se hinchaban, exactamente como Roche había temido. Cada uno de aquellos seres absorbía hasta diez glóbulos.

Como máximo en tres cuartos de hora habrían concluido su obra. Roche siguió mirando fascinado y comprobó que el proceso iba más rápido, mucho más rápido de lo que había imaginado.

Terminó en quince minutos.

Roche se quedó inmóvil ante el microscopio. Luego anotó:

«Probablemente
Pfiesteria piscicida
».

El «probablemente» representaba un último resto de duda, aunque Roche estaba seguro de que acababa de identificar el agente patógeno que había desencadenado los casos de enfermedad y muerte. Lo que lo inquietaba era la impresión de estar ante una réplica monstruosa del
Pfiesteria piscicida
. Esto implicaba el superlativo del superlativo, porque para muchos el
Pfiesteria
era en sí un monstruo. Un monstruo que tenía exactamente una centésima de milímetro de diámetro. Uno de los predadores más pequeños del mundo. Y uno de los más peligrosos.

El
Pfiesteria piscicida
era un vampiro.

Había leído mucho sobre el tema. El primer contacto de la ciencia con el
Pfiesteria
había tenido lugar pocos años antes, en la década de los ochenta, cuando murieron cincuenta peces de laboratorio en la Universidad del Estado de Carolina del Norte. No parecía haber nada que objetar sobre la calidad del agua en la que habían estado nadando, si se exceptuaban las nubes de diminutos seres unicelulares que retozaban en el acuario. Cambiaron el agua e introdujeron nuevos peces. No sobrevivieron ni un día. Algo los iba asesinando con gran eficiencia. Mató carpas doradas, lubinas rayadas y tilapias africanas, generalmente en pocas horas, a veces en unos minutos. Los científicos observaron que las víctimas se retorcían con espasmos antes de morir penosamente. Aquellos enigmáticos microbios aparecían de repente, atacaban y volvían a desaparecer con la misma celeridad.

Poco a poco se fue ampliando la información. Una botánica identificó al siniestro organismo como un flagelado de una especie desconocida hasta el momento. Era un dinoflagelado, una alga. Había muchos. Casi todos eran inocuos, pero se sabía que algunos eran verdaderos lanza venenos: contaminaban criaderos enteros de moluscos. Otros soltaban las «mareas rojas», mucho más peligrosas, que teñían el mar de rojo sangre o de color marrón. Y además atacaban a los moluscos y los crustáceos. Pero, comparados con el organismo recién descubierto, eran prácticamente inofensivos.

El
Pfiesteria piscicida
era diferente de sus semejantes. En primer' lugar, atacaba activamente. En cierto modo recordaba a las garrapatas, no por su forma, sino porque procedía con la misma paciencia. Acechaba en el fondo del mar, en apariencia inerte.

Cada uno de ellos está encerrado en una cápsula, una especie de quiste que lo protege. De ese modo pueden subsistir sin alimento durante años. Hasta que pasa un banco de peces cuyos excrementos caen al lecho marino y despiertan el apetito del unicelular aparentemente muerto.

Lo que sucede entonces sólo se puede describir como un ataque relámpago. Miles de millones de algas salen de sus quistes y ascienden desde las profundidades del mar. Los dos flagelos del extremo de su cuerpo les sirven de sistema propulsor: uno rota como una hélice, el otro los lleva en la dirección deseada. Cuando se adhieren a los peces, liberan un veneno que les paraliza los nervios y al mismo tiempo hacen pequeños agujeros en su piel. Luego introducen la trompa en las heridas y absorben las entrañas de la presa moribunda. Una vez satisfechas, se desprenden de su víctima y regresan al fondo para volver a encapsularse.

Las algas tóxicas son un fenómeno normal. Algo así como los hongos en el bosque. De hecho su existencia está documentada en textos muy antiguos, incluso en la Biblia. En el Éxodo se describe un fenómeno que parece ajustarse con una precisión desconcertante a una «marea roja»: «Y todas las aguas del Nilo se convirtieron en sangre; los peces del río murieron, y éste quedó apestado de modo que los egipcios no pudieron beber el agua del Nilo; hubo sangre en todo el país de Egipto.» Es decir, que no había nada extraño en los ataques de los unicelulares a los peces. La novedad radicaba en cómo actuaban y en su brutalidad. Era como si todos los mares del mundo hubieran sucumbido ante una enfermedad cuyo síntoma más espectacular llevaba en principio el nombre de
Pfiesteria piscicida
. Ataques tóxicos a la fauna marina, enfermedades nuevas en los corales, praderas de pastos marinos infectadas: todo esto reflejaba el estado en el que se hallaban los mares, debilitados por ingentes cantidades de sustancias nocivas, así como por la sobrepesca, la explotación brutal de las costas y el recalentamiento global del planeta. Se discutía si las invasiones de algas asesinas eran algo nuevo o un fenómeno recurrente, pero lo que estaba claro era que se habían extendido de un modo jamás visto y que la naturaleza demostraba ser extraordinariamente creativa en cuanto a la generación de nuevas especies. Los europeos mostraban su satisfacción porque el
Pfiesteria
se mantenía alejado de sus latitudes; sin embargo, en las costas de Noruega murieron miles de peces y los criaderos de salmón quedaron al borde de la ruina. El asesino se llamaba esta vez
Chrysochromulina polylepis
, una especie de diligente hermano menor del
Pfiesteria
, y nadie se atrevía a predecir a qué habrían de enfrentarse en aquella ocasión.

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