—Una isla muy bonita... —dijo Danny despacio. Mascaba chicle mientras hablaba, lo cual hacía que sus palabras sonaran como si se abrieran paso en una zona pantanosa—. ¿Qué tengo que hacer?
—¿No le han informado? —preguntó Anawak, asombrado.
—Sí, claro. Me han dicho que tengo que disparar a una ballena. Pero me llamó la atención. Pensé que estaba prohibido.
—Y así es. Venga, se lo explicaré en el avión.
—Espera. —Shoemaker le tendió un periódico abierto—. ¿Lo has leído?
Anawak echó una ojeada al titular.
—¿«El héroe de Tofino»? —dijo, incrédulo.
—Greywolf sabe venderse, ¿verdad? El hijo de puta se hace el modesto en la entrevista, pero lee lo que dice después. Te van a dar ganas de vomitar.
—«... sólo cumplí con mi deber de ciudadano canadiense —murmuró Anawak—. Es cierto que arriesgué mi vida, pero quería compensar de alguna manera los daños que ha ocasionado la observación de ballenas irresponsable. Hace años que mi grupo viene alertando de que se somete a los animales a un estrés peligroso de efectos impredecibles...» ¿Se ha vuelto loco?
—Sigue leyendo.
—«Seguramente no se le puede reprochar a la estación Davies que se haya comportado mal. Pero tampoco ha actuado bien. Dedicarse al lucrativo negocio del avistamiento de ballenas para turistas con el pretexto de la protección medioambiental no es mejor que las falaces justificaciones de los japoneses, cuyas flotas persiguen en el Ártico a especies de ballena amenazadas. También en este caso se habla oficialmente de objetivos científicos; sin embargo, en el año 2002 terminaron como
delicatessen
en los mercados mayoristas más de cuatrocientas toneladas de carne de ballena que, según los estudios genéticos practicados, pertenecían sin ningún género de dudas a los supuestos objetivos de investigación científica.» —Anawak dejó caer el diario—. Vaya capullo.
—¿Acaso no es cierto lo que dice? —quiso saber Delaware—. Por lo que sé, los japoneses se están burlando de nosotros con su supuesto programa de investigación.
—Claro que es verdad —resopló Anawak—. Y eso es lo pérfido: Greywolf nos relaciona con esas prácticas.
—Por más que me esfuerzo, no comprendo adonde quiere llegar —dijo Shoemaker sacudiendo la cabeza.
—¿Qué va a querer? Darse importancia.
—Bueno, él... —Delaware hizo un leve movimiento con las manos—. En cierto modo... es un héroe.
Sonó como si sus palabras se abrieran paso sigilosamente. Anawak la miró con un destello de furia.
—¿Ah, sí?
—Sí. Salvó a varias personas. A mí tampoco me parece bien que ahora arremeta contra vosotros, pero por lo menos fue valiente y...
—Greywolf no es valiente —gruñó Shoemaker—. Esa rata sólo actúa por cálculo. Pero esta vez se ha equivocado. A los makah no va a hacerles mucha gracia que quien se dice su hermano de sangre ataque con tanta vehemencia la caza de ballenas, ¿no crees, León?
Anawak guardó silencio.
Danny movió su chicle de derecha a izquierda.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó.
En ese momento el piloto les gritó algo por la puerta abierta del avión. Anawak giró la cabeza y vio que el hombre les hacía señas. Sabía lo que eso significaba: King había llamado. Era hora de partir. Haciendo caso omiso del comentario de Shoemaker, le dio una palmada en el hombro al gerente y dijo:
—¿Podrías hacerme un favor, cuando vuelvas a la estación?
—Claro. —Shoemaker se encogió de hombros—. Gracias a ciertas circunstancias, dispongo de mucho tiempo libre.
—¿Puedes averiguar si en las últimas semanas se ha publicado alguna noticia sobre las averías del
Barrier Queen
? ¿O si ha aparecido algo en Internet o en televisión?
—Sí, por supuesto. ¿Por qué?
—Por nada.
—Algún motivo tendrás.
—Porque creo que no se ha publicado nada sobre el asunto.
—Hum.
—Por lo menos yo no lo recuerdo. ¿Y tú?
Shoemaker echó la cabeza hacia atrás y parpadeó, cegado por el sol.
—No. Sólo alguna noticia un tanto confusa sobre las catástrofes navieras en Asia. Pero eso no quiere decir nada. Desde que comenzaron los ataques prácticamente no leo los periódicos. Sin embargo, tienes razón. Ahora que lo pienso, se informa muy poco sobre todo el asunto.
Anawak dirigió una mirada sombría al avión.
—Sí... —dijo—. Vamos.
Cuando el aparato despegó, Anawak le dijo a Danny:
—Va a disparar una sonda al
blubber
de la ballena.
Blubber
es la denominación científica de la capa de grasa, donde el animal no siente dolor. Durante años nuestro mayor problema era que no podíamos colocar transmisores en las ballenas de modo que permanecieran adheridos a la piel. Pero hace poco un biólogo de Kiel tuvo la idea de disparar una ballesta con flechas especiales en las que dispuso un transmisor y un aparato de medición. La punta penetra en la grasa y la ballena lleva a pasear los aparatos unas cuantas semanas sin notarlo.
Danny lo miró.
—¿Un biólogo de Kiel? No está mal...
—¿Cree que no funciona?
—No, no. Sólo me preguntaba si se han cerciorado de que la ballena no sufre daño alguno. Este trabajo requiere muchísima precisión. ¿Cómo sabe que la punta no penetra más allá de la grasa?
—Por los cerdos —dijo Anawak.
—¿Cerdos?
—Probaron la ballesta con lomos de cerdos. Repitieron el experimento hasta que supieron exactamente hasta dónde penetra la punta. Está todo perfectamente calculado.
—Comprendo... —dijo Danny arqueando las cejas por detrás de sus gafas—. ¡Biólogos!
—¿Y qué sucedería si disparáramos a alguien una flecha de ésas? —preguntó Delaware desde el asiento trasero—. ¿La punta penetraría solamente un poco?
Anawak se giró hacia ella.
—Sí, pero más de lo necesario: lo mataría.
El DHC-2 describió una curva. Debajo de ellos brilló la laguna.
—Al final teníamos distintas opciones —dijo Anawak—. En todas ellas, lo más importante era poder observar a las ballenas durante un tiempo. La colocación de la sonda con ballesta resultó ser el método más seguro. El tacógrafo almacena el ritmo cardíaco, la temperatura corporal y ambiental, la profundidad, la velocidad de nado y algunas cosas más. En cambio, equipar a las ballenas con cámaras resulta mucho más difícil.
—¿Por qué no podemos dispararles cámaras con la ballesta? —preguntó Danny—. Sería fácil.
—Porque nunca se sabe cómo impacta la cámara. Además, a mí me gustaría ver a las ballenas. Quiero observarlas, y eso sólo es posible si la cámara está un tanto alejada en lugar de encima del animal.
—Por eso ahora utilizamos el URA —explicó Delaware—. Es un robot nuevo, de Japón.
Anawak hizo una mueca, divertido. Delaware hablaba como si hubiera inventado ella misma el aparato.
Darmy miró a su alrededor.
—No veo ningún robot.
—No está aquí.
El avión había llegado a alta mar y volaba al ras de las olas. Normalmente siempre había pequeños barcos de vapor, zodiacs o kayaks navegando frente a la isla, pero ahora ni los marineros más intrépidos se animaban a salir. Sólo los cargueros grandes y los ferries, que no tenían nada que temer de las ballenas, avanzaban mar adentro. De modo que la superficie del agua estaba desierta, salvo por un enorme barco. Por su aspecto, parecía que nada ni nadie podría hundirlo, y menos aún ponerlo en dificultades. El avión se alejó de los acantilados en dirección al barco.
—El URA está en el
Whistler
, ese remolcador de ahí —dijo Anawak—. Cuando hayamos encontrado a nuestra ballena, nos demostrará de lo que es capaz.
En la popa del
Whistler
estaba Terry King. Protegiéndose los ojos con la mano para que no lo deslumbrara la intensa luz del sol, vio que el DHC-2 se acercaba rápidamente. Unos segundos después el avión pasó volando muy bajo por encima del remolcador y describió una gran curva.
King cogió el aparato de radio y llamó a Anawak por la frecuencia de prueba. Habían bloqueado una serie de frecuencias para objetivos militares y científicos.
—¿Todo en orden, León?
—Te escucho, Terry. ¿Dónde las viste por última vez?
—Al noroeste. Estaban a menos de doscientos metros de nosotros. Hace cinco minutos vimos a unas cuantas, pero se mantienen alejadas. Deben de ser entre ocho y diez. Hemos identificado a dos: una participó en el ataque al
Lady Wexham
; la otra hundió la semana pasada una trainera frente a Ucluelet.
—¿No han intentado atacaros?
—No. Parece que el
Whistler
les resulta demasiado grande.
—¿Y cómo se comportan entre ellas?
—Pacíficamente.
—Bien. Probablemente son de la misma manada. Pero deberíamos concentrarnos en las identificadas.
King siguió con la vista el DHC-2, que se hizo más pequeño, se inclinó lentamente y regresó describiendo un gran arco. Luego miró hacia el puente del
Whistler
. El barco, una embarcación de rescate en alta mar, era de Vancouver y pertenecía a una empresa privada; medía más de sesenta metros de eslora y aproximadamente quince de manga. Con una fuerza de tracción de 160 toneladas, era uno de los remolcadores más potentes del mundo. Sin duda era demasiado grande y demasiado pesado para que una ballena representara un peligro para él. King calculaba que el salto de una ballena jorobada sobre su popa no le provocaría más que una violenta sacudida.
No obstante, estaba inquieto. Si las ballenas al principio habían atacado cuanto encontraban en el agua, ahora parecían saber muy bien dónde podían causar más daños. Hasta entonces, además de las persistentes orcas, ballenas grises y ballenas jorobadas, habían arremetido contra los barcos rorcuales y cachalotes. Al parecer, todos ellos habían ido aprendiendo de los ataques. King estaba seguro de que no atacarían al remolcador. Pero precisamente eso era lo que más lo intranquilizaba. La creciente capacidad de diferenciación de las ballenas no cuadraba con su rabia. Vislumbraba inteligencia detrás de la acción de los mamíferos, y se preguntó cómo reaccionarían ante el robot.
King llamó al puente.
—En marcha.
Encima de él volaba en círculos el DHC-2.
Después de identificar a diversos atacantes con ayuda de vídeos e imágenes, habían comenzado a buscar activamente a los animales. Desde hacía tres días el remolcador navegaba en torno a la isla de Vancouver. Y por fin los habían encontrado. Aquella mañana vieron un grupo de ballenas grises entre las que distinguieron dos colas que habían visto en los vídeos y fotografías de los ataques.
King se preguntaba si lograrían descubrir la verdad a tiempo. Se estremeció al pensar en las protestas cada vez más fuertes de las cofradías de pescadores y las compañías navieras, para las que la cautelosa comisión de asesoramiento científico no llegaba lo bastante lejos. Exigían el empleo de la fuerza militar: un par de ballenas muertas y el resto de los animales comprendería que no debían atacar a los humanos. Su propuesta era ingenua pero sobre todo peligrosa, porque caía en terreno fértil. Por el momento, los mamíferos marinos estaban socavando la confianza por la que tanto habían luchado los ecologistas y defensores de la ética. El comité de crisis todavía podía contrarrestar las protestas con el argumento de que, mientras no se conocieran las causas del cambio de comportamiento en los animales, la violencia no conducía a nada. En todo caso, lo que se combatía eran los síntomas. King no sabía qué decisión tomaría el gobierno en última instancia, pero era evidente que los pescadores y cazadores ilegales de ballenas estaban a punto de actuar por su cuenta. Lo único que superaba la desorientación general respecto de cómo se debía proceder era el disenso entre las partes. Un caldo de cultivo ideal para las iniciativas individuales.
¿Tendrían guerra en el mar?
King contempló el robot en la popa.
Estaba ansioso por ver cómo actuaba el URA, que les habían enviado desde Japón en muy poco tiempo y sin apenas gestiones burocráticas. Había sido desarrollado unos cuantos años antes. Los japoneses insistían en que el robot servía para la investigación, no la caza. Sin embargo, los ecologistas occidentales se mostraban escépticos. Aquella construcción cilíndrica de tres metros de longitud, completamente equipada con aparatos de medición y cámaras ultrasensibles, era para ellos una máquina diabólica que permitía detectar comunidades enteras de ballenas de cara a un posible levantamiento de la moratoria internacional sobre la caza de ballenas aprobada en 1986. Después de localizar con éxito ballenas jorobadas frente a las islas Kerama, en Japón, y de seguirlas por un período bastante largo, el URA había sido bien acogido en el Simposio Internacional de Mamíferos Marinos celebrado en Vancouver. No obstante, seguía suscitando recelos. No era un secreto que Japón compraba sistemáticamente el apoyo de países pobres con el objetivo de hacer levantar la moratoria. El gobierno japonés se justificaba diciendo que esos convenios eran «acuerdos diplomáticos»; mientras tanto, suministraba considerables fondos a la Universidad de Tokio, a la que pertenecía el Centro de Investigación en Tecnología Submarina que había creado el robot.
—Tal vez hoy puedas hacer algo razonable —dijo King en voz baja al URA—. Salva tu reputación.
El aparato resplandecía al sol. King se acercó a la borda y contempló el mar. Desde el aire tenían una muy buena visión de las ballenas, pero desde el barco podían identificarlas mejor. Al cabo de un rato fueron emergiendo algunas ballenas grises y comenzaron a surcar las olas.
En el aparato de radio sonó la voz del puesto de observación del puente.
—A la derecha, detrás de nosotros, está
Lucy
.
King se giró, levantó los prismáticos y alcanzó a ver una cola roma, de color gris piedra, que se hundía.
¡Era
Lucy
!
Así se llamaba una de las ballenas identificadas, un ejemplar colosal de catorce metros de longitud.
Lucy
había arremetido contra el
Lady Wexham
; tal vez había sido ella la que había rajado la pared delgada del casco, de modo que había entrado agua y el barco se había inundado.
—Confirmado —dijo King—. ¿León?
Seguían comunicándose por la frecuencia de prueba. Los ocupantes del DHC-2 escuchaban lo que transmitía el
Whistler
.
—Confirmado —dijo Anawak por el aparato.