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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (48 page)

BOOK: El quinto día
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Las ballenas seguían comiendo, se sumergían, ascendían...

En algún momento
Lucy
durmió, o por lo menos King creyó que dormía. Junto a sus dos ayudantes observó que las aguas se oscurecían: estaba anocheciendo. Una sombra apenas localizable sobresalía en el fondo: el cuerpo de
Lucy
, suspendido verticalmente en el agua .,que se hundía lentamente y volvía a subir con la misma lentitud. Muchos mamíferos marinos descansaban de ese modo: cada pocos minutos subían adormilados a la superficie, respiraban, volvían a hundirse y seguían durmiendo. No dormían más que cinco o seis minutos seguidos, pero, curiosamente, conseguían sumar esas breves fases y llegar a un sueño reparador.

Finalmente, todo se puso negro en los monitores. Sólo el espacio de coordenadas indicaba la distribución del grupo.

Oscuridad total.

No ver nada y, sin embargo, tener que seguir observando resultaba muy aburrido. De vez en cuando centelleaba algo, quizá una medusa o un calamar; si no, reinaba una tiniebla bíblica. Entretanto, en el segundo monitor seguían apareciendo cifras: información sobre el metabolismo de
Lucy
y el entorno físico. Los puntos verdes se movían lentamente en el espacio virtual. No todos los animales de una manada dormían durante la noche; de hecho las ballenas descansaban en los momentos más diversos. El monitor de los datos señalaba oscilaciones de altura y profundidad de las que se deducía que
Lucy
y el resto del grupo respetaban también ahora su conducta de inmersión y alimentación. Según la profundidad que alcanzaran, su temperatura oscilaba medio grado, pero de ahí no pasaba. El corazón de
Lucy
latía a ritmo constante, unas veces más lento y otras un poco más rápido. Los hidrófonos del URA registraban todos los ruidos subacuáticos posibles: murmullos y burbujeos, gritos de orcas y cantos de ballenas jorobadas, bramidos y gruñidos, el rugido sordo y lejano de la hélice de un barco... Nada que no conocieran.

Así que ahí estaba Ring, sentado frente al monitor negro y bostezando hasta que le crujían las mandíbulas.

Estaba cogiendo una a una las últimas patatas fritas.

De pronto sus dedos curvados y llenos de grasa se detuvieron. Apartó las patatas y entrecerró los ojos.

En la pantalla de los datos estaba pasando algo.

Hasta entonces la sonda había indicado una profundidad de entre cero y treinta metros. Ahora registraba cuarenta metros, y de pronto subió a cincuenta metros.
Lucy
estaba modificando su posición: nadaba hacia mar abierto y descendía. Las demás ballenas la seguían velozmente. Ya no estaban dando vueltas. ¡Era velocidad de migración!

«¿Adónde vas tan rápido?», pensó King.

Los latidos de
Lucy
se hicieron más lentos. Estaba bajando, y muy rápido. En ese momento sus pulmones probablemente no contenían más del diez por ciento de su reserva de oxígeno, tal vez incluso menos. El resto estaba almacenado en la sangre y en los músculos; un acopio perfecto de existencias para grandes profundidades.

Lucy
estaba por debajo de los cien metros.

Al llegar a esa profundidad dejaba de bombear sangre a las zonas no vitales de su cuerpo. Los excedentes de presión sanguínea se acumulaban en una red de venas en forma de ovillo y sumamente flexibles; los procesos musculares y metabólicos se llevaban a cabo sin necesidad de oxígeno. En el transcurso de millones de años, la interacción de una serie de procesos asombrosos se había encargado de que los antiguos habitantes de la Tierra pudieran oscilar sin dificultades cientos y miles de metros entre la superficie y el fondo, mientras que la mayoría de los peces corría peligro de muerte ya a los cien metros de diferencia entre ambos estratos.
Lucy
seguía descendiendo: ciento cincuenta metros, doscientos metros; cada vez se alejaba más de la superficie.

—¿Bill? ¿Jackie? —dijo King a sus ayudantes sin darse la vuelta—. Venid y mirad esto.

Sus dos ayudantes se acercaron a los dos monitores.

—Está bajando.

—Sí, y bastante rápido. Ya se ha alejado tres kilómetros de la costa. Todo el grupo está nadando hacia mar abierto.

—Tal vez están migrando de nuevo.

—¿Pero por qué a tanta profundidad?

—Durante la noche el plancton y el krill se hunden, ¿no es cierto? Sus alimentos preferidos se van al fondo.

—No. —King sacudió la cabeza—. Eso tiene sentido en otras ballenas, pero no en las que comen del suelo. No tienen motivos...

—¡Mirad! Trescientos metros.

King se reclinó en el asiento. Las ballenas grises no eran particularmente rápidas. No tenían ninguna dificultad en las carreras cortas, pero por lo general avanzaban a una velocidad de diez kilómetros por hora como máximo. Mientras no tuvieran motivos para huir o no migraran, avanzaban meciéndose con indolencia.

¿Por qué nadaban a esa velocidad?

Ahora estaba seguro de estar observando un comportamiento anómalo. Las ballenas grises se alimentaban casi exclusivamente de animales del lecho marino. Cuando migraban, jamás se alejaban más de dos kilómetros de la costa; la mayoría de las veces se quedaban bastante más cerca. King no sabía cómo les sentaría una profundidad de inmersión de trescientos metros, aunque probablemente no tendrían dificultades. Sólo que era inusual que las ballenas grises descendieran por debajo de los ciento veinte metros.

Él y sus ayudantes miraban absortos las pantallas.

De pronto resplandeció algo en el extremo inferior del espacio de coordenadas: un relámpago de color verde brilló un instante y desapareció.

¡Un espectrograma!, la representación óptica de las ondas sonoras.

Y después otra vez.

—¿Qué es eso?

—¡Ruidos! Una señal bastante intensa.

King detuvo el registro e hizo retroceder la imagen. Contemplaron la secuencia por segunda vez.

—Es una señal de una intensidad enorme —dijo—. Como de una explosión.

—Aquí no hay explosiones, y además, en ese caso, la escucharíamos. Eso es infrasonido.

—Ya lo sé. Sólo dije que era como de una...

—¡Ahí! ¡Ahí está de nuevo!

Los puntos verdes en el espacio de coordenadas se habían detenido. La desviación intensa se repitió por tercera vez; luego desapareció.

—Han parado.

—¿A qué profundidad están?

—Trescientos sesenta metros.

—Increíble. ¿Qué hacen allí abajo?

King dirigió la vista al monitor donde reproducían las imágenes del URA. Al monitor negro. Su boca se abrió y ya no pudo volver a cerrarse.

—Mirad eso —susurró.

La pantalla ya no estaba negra.

Isla de Vancouver

Para Anawak la compañía de Tippet era sumamente sedante.

Paseaban por la playa en dirección al Wickaninnish Inn. Habían hablado un rato sobre el proyecto medioambiental con el que estaba comprometido Tippet. En realidad, el
taayii hawil
, hijo de una familia de pescadores, era dueño de un restaurante, pero contla-o-qui-aht habían puesto en marcha una iniciativa para paliar los efectos de la deforestación. El proyecto Salmón Coming Home trataba de recuperar el complejo ecosistema de Clayoquot Sound, destruido en su mayor parte por la industria maderera. Ninguno de los tla-o-qui-aht confiaba en poder recuperar el antiguo bosque lluvioso, pero había suficientes cosas que hacer. Debido a la deforestación, el suelo del bosque se resecaba al sol y quedaba removido por las intensas precipitaciones. Luego desembocaba en ríos y lagos, que quedaban obturados junto con las piedras y los restos de árboles gigantes talados, de modo que los salmones ya no tenían espacio para desovar e iban desapareciendo; y a su vez esto privaba de su base de alimentación a otros animales. Por eso, en el proyecto de recuperación medioambiental Salmón Corning Home formaban a voluntarios para limpiar los ríos y abrir brechas en las rutas y vías paralizadas que bloqueaban sus migraciones. A lo largo de los cursos de agua levantaban muros de protección con residuos orgánicos y plantaban alisos, que crecían rápidamente. Poco a poco, los activistas recuperaban algo de lo que alguna vez había constituido el equilibrio entre el bosque, los animales y los seres humanos, con una energía infatigable y sin esperar resultados inmediatos.

—Sabes que gran cantidad de gente os ataca porque queréis volver a cazar ballenas —dijo Anawak después de un momento.

—¿Y tú? —preguntó Tippet—. ¿Qué opinas?

—No es muy sabio.

Tippet asintió ensimismado.

—Tal vez tengas razón. Al fin y al cabo, si las ballenas están protegidas, ¿por qué tendríamos que cazarlas? También entre nosotros hay muchos que están en contra de retomar la caza de ballenas. ¿Quién sabe aún cómo se caza una ballena? ¿Quién se somete al
uusimch
, la preparación espiritual? Por otra parte, hace casi cien años que no cazamos ballenas, y cuando hablamos de eso en la actualidad, estamos hablando de cinco o seis animales. Es una cuota insignificante. Nosotros somos pocos. Nuestros antepasados vivían de las ballenas. Los cazadores se sometían a rituales de meses e, incluso, años. Purificaban su espíritu antes de ir de caza para ser dignos del regalo de la vida que les hacía la ballena. Y tampoco lanzaban el arpón sobre la primera ballena que encontraban, sino sobre aquella que les estaba destinada ya la cual ellos estaban destinados por una fuerza secreta; una visión en la que la ballena y el cazador se reconocían mutuamente, ¿entiendes? Ésa es la espiritualidad que queremos conservar.

—Las ballenas aportan también importantes beneficios —dijo Anawak—. El gerente de pesca de los makah ha calculado que una ballena gris vale medio millón de dólares. Dijo que su carne y su aceite son muy estimados en ultramar, y se estaba refiriendo por supuesto a Asia. Pero a continuación destaca los problemas económicos de los makah y el alto nivel de desocupación. Eso no es muy hábil. Es incluso grosero. Ni rastro de espiritualidad.

—También es cierto, León. Míralo como quieras. Sea que los makah ahora quieran volver a cazar por sincero amor a la tradición o sencillamente por codicia, lo que está claro es que no han hecho uso de su privilegio y que durante ese tiempo los blancos han exterminado las poblaciones de ballenas. Y tampoco precisamente por razones espirituales, ¿no? Fueron los blancos los que comenzaron a contemplar la vida como una mercancía. Nosotros jamás hemos pensado así. Y ahora, después de que todos se han servido, uno de nosotros se anima a hablar de dinero y nos caen encima como si la supervivencia de la naturaleza dependiera únicamente de nosotros. ¿No lo has notado? Los pueblos originarios siempre viven dosificadamente de algo que los blancos luego despilfarran. Una vez que lo han despilfarrado, se frotan los ojos y quieren protegerlo. Entonces lo protegen de aquellos de quienes nunca fue necesario protegerlo, y presumen de ello. Países como Japón y Noruega son culpables de que se siga exterminando a las ballenas, pero pueden seguir saliendo sin obstáculos a disparar sus arpones. Nosotros jamás somos culpables del exterminio de ninguna especie, pero ahora somos los castigados. Siempre es así. En todo el mundo.

Anawak guardó silencio.

—Somos un pueblo desorientado —dijo Tippet—. Hemos mejorado muchas cosas. Y no obstante, a menudo pienso que estamos atrapados en un conflicto que prácticamente no podremos dominar solos. ¿Te he contado alguna vez que después de cada pesca, de cada negocio que hago con éxito, después de cada fiesta separo una pequeña parte y se la ofrendo al cuervo, porque el cuervo siempre tiene hambre?

—No, no me lo habías contado.

—¿Lo sabías?

—No.

—El cuervo ni siquiera es la figura central de los mitos de nuestra isla, para eso tienes que ir más arriba, hasta los haida y los tlingit. Entre nosotros abundan sobre todo las historias de Kánekelak, el chamán. Pero también adoramos al cuervo. Los tlingit dicen que habla por los pobres, como lo hizo Jesucristo. Así que separo un trocito de carne o de pescado para el insaciable cuervo, que en otro tiempo fue hijo de los hombres animales, y que fue introducido por su padre, Ashamed, en la piel de cuervo y llamado Wigyét. Wigyét fue enviado al mundo después de haber empobrecido a su aldea de tanto comer. Recibió una piedra para el camino, para que tuviera un lugar donde descansar, y esa piedra se convirtió en el territorio en el que vivimos. Empleando un truco, robó la luz del sol y la trajo a la tierra. Le doy al cuervo lo que es del cuervo. Por otra parte, sé que los cuervos son el resultado de un proceso de evolución histórica en cuyo comienzo hubo proteínas, aminoácidos y organismos unicelulares. Amo nuestros mitos de la creación, pero también miro la televisión y leo y sé lo que es un
big bang
. Los cristianos también lo saben, y, no obstante, hablan de los siete días de la creación y de los diez mandamientos. Sin embargo, se pudieron dar el lujo de reestructurar lentamente sus ideas y de encontrar a través de los siglos un camino para reunir armónicamente la mitología y la ciencia moderna. A nosotros, en cambio, nos lo han exigido en un lapso brevísimo. Hemos sido arrojados a un mundo que no era el nuestro y que jamás pudo serlo. Ahora regresamos a nuestro mundo y comprobamos que se ha vuelto extraño a nuestros ojos. Ésa es la maldición del desarraigo, León. Al final ya no te sientes en casa en ninguna parte, ni en el extranjero ni en tu tierra. Los indios han sido desarraigados. Los blancos están haciendo cuanto pueden para ayudarnos, pero ¿cómo nos van a ayudar si ellos mismos se han desarraigado? Destruyen el mundo que los ha creado. También ellos se han jugado su hogar y lo han perdido. De una u otra manera, lo hemos hecho todos.

Tippet miró largamente a Anawak. Luego, las arrugas volvieron a su rostro en una sonrisa.

—¿No ha sido una bella y patética conferencia, amigo mío? Ven, vamos a beber algo. Uy, qué tonto... si tú no bebes.

1 de mayo. Trondheim, Noruega

Habían quedado en encontrarse en la cafetería antes de subir juntos para aguantar la cháchara que los esperaba, pero Lund no apareció. Johanson tomó un café y observó cómo avanzaban por la esfera las agujas del reloj que estaba detrás del mostrador. Con ellas se arrastraban los gusanos, igualmente estoicos y determinados, sin detenerse. Con cada segundo penetraban más profundamente en el hielo, en aquel preciso instante, sin que hubiera posibilidad de detenerlos.

Johanson se estremeció.

«El tiempo no pasa, expira», susurró una voz en su interior.

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