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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (22 page)

BOOK: El quinto día
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—Guárdate el blues para la prensa —le dijo.

La autopsia duró más de una hora, durante la cual Fenwick, asistido por King, abrió la orea en canal, extrajo las vísceras, el corazón, el hígado y los pulmones, y explicó la estructura anatómica. Vació el contenido del estómago, en el que había una foca a medio digerir. A diferencia de las residentes, las oreas migratorias y las
offshore
comían leones marinos, delfines comunes y delfines mulares, y también podían arremeter en manada contra ballenas barbadas grandes.

Entre los espectadores, los periodistas científicos eran una minoría. En cambio, había representantes de periódicos y revistas y de los principales canales de televisión. En lo esencial, el elenco con el que habían especulado, en el que por otra parte casi no podían presuponer conocimientos especializados. Por eso, Fenwick explicó en primer lugar los rasgos específicos de la constitución física.

—La forma es la de un pez, pero sólo porque la naturaleza adoptó esta estructura para un ser que emigró de la tierra al agua. Esto sucede a menudo, lo llamamos convergencia. Especies muy diversas forman estructuras convergentes, es decir, de igual efecto, para satisfacer determinadas exigencias del medio.

Quitó partes de la gruesa capa más externa de la piel y dejó al descubierto la grasa que estaba debajo.

—Otra diferencia: los peces, los anfibios y los reptiles son poiquilotérmicos, es decir, animales de sangre fría, lo que significa que su temperatura corporal se adecua a la temperatura ambiente. Hay caballas, por ejemplo, tanto en el cabo Norte como en el mar Mediterráneo, pero en el cabo Norte tendríamos una temperatura corporal de cuatro grados, y en cambio las caballas del Mediterráneo llegan a los veinticuatro grados. Sin embargo, no pasa lo mismo con las ballenas. Son animales de sangre caliente, animales de sangre caliente como nosotros.

Anawak observó a los presentes. Fenwick acababa de decir una nadería que funcionaba siempre: la expresión «como nosotros» hacía que la gente prestara atención. Ahí estaba otra vez, el límite estrecho dentro del cual los seres humanos comenzaban a darle valor a la vida.

Fenwick continuó:

—Ya estén en el Ártico o en la bahía de California, las ballenas mantienen una temperatura corporal constante de treinta y siete grados. Para ello, están provistas de una gruesa capa de grasa. ¿Ven esta masa blanca de grasa? El agua reduce la temperatura, pero esta capa impide que se pierda la temperatura corporal.

Miró al grupo de gente. Sus manos, enguantadas, estaban rojas y pegajosas por la sangre y la grasa de la orea.

—Al mismo tiempo, esa misma capa de grasa puede significar la sentencia de muerte para una ballena. El problema de todas las ballenas que encallan es su peso y justamente esa capa de grasa, que en sí es maravillosa. Una ballena azul de treinta y tres metros y ciento treinta toneladas pesa cuatro veces más que el saurio más grande que haya existido sobre la faz de la Tierra; pero también hay orcas de nueve toneladas. Seres de estas características sólo son posibles en el agua, de acuerdo con el principio de Arquímedes, según el cual todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso del fluido desalojado. Por eso, en tierra, las ballenas son aplastadas por su propio peso, y el efecto aislante de la capa de grasa se encarga del resto, porque el calor absorbido del ambiente no se vuelve a emitir. Muchas de las ballenas que encallan, mueren por un
shock
causado por un exceso de calor.

—¿Ésta también? —preguntó una periodista.

—No. En los últimos años hemos visto cada vez más animales con el sistema inmunológico debilitado que murieron por alguna infección. J-19 tenía veintidós años y no se podía considerar un animal joven. Pero una orca sana puede vivir unos treinta años, de modo que ésta se puede considerar una muerte prematura. Además, no se ve ninguna herida de lucha, así que yo apostaría por una infección bacteriológica.

Anawak se adelantó un paso.

—Si quieren saber por qué suceden cosas así, también se lo podemos explicar —dijo, procurando hablar en un tono objetivo—. Hay toda una serie de estudios toxicológicos que muestran que las orcas de las costas de la Columbia Británica están completamente contaminadas con PCB y otros tóxicos ambientales. Este año hemos comprobado la existencia de más de ciento cincuenta miligramos de PCB en el tejido adiposo de una orca. Ningún sistema inmunológico humano habría tenido la menor posibilidad de sobrevivir.

Los rostros de los presentes se volvieron hacia él. Vio en sus ojos una mezcla de conmoción y excitación. Acababa de entregarles una historia. Sabía que ahora los tenía bien pillados.

—Lo malo de estos tóxicos es que son liposolubles, es decir, se transmiten a las crías con la leche materna. Los bebés humanos llegan al mundo con sida, los científicos informamos de ello, y todo el mundo se horroriza. Horrorícense más aún e informen sobre lo que han hallado aquí: prácticamente no hay una especie en el mundo que esté tan envenenada como las oreas.

—Doctor Anawak —un periodista carraspeó—. ¿Qué pasa si los seres humanos comen carne de estas ballenas?

—Absorben una parte de los tóxicos.

—¿Con consecuencias letales?

—A largo plazo... posiblemente.

—Entonces ¿podemos decir que las empresas locales que vierten tóxicos al mar sin escrúpulos, como la industria maderera, también son indirectamente responsables de la enfermedad y la muerte de la gente?

King le lanzó una rápida mirada. Anawak vaciló. Era un asunto espinoso. Por supuesto que aquel hombre tenía razón, pero el acuario de Vancouver procuraba evitar toda confrontación directa con la industria local y seguir, en cambio, la vía diplomática. Tildar a la élite económica y política de la Columbia Británica de potencial banda de asesinos endurecería los frentes, y Anawak no quería contradecir a King.

—En todo caso, comer carne contaminada es un peligro para la salud humana —contestó, evasivo.

—Contaminada conscientemente por la industria...

—Estamos buscando soluciones al respecto, junto con los responsables.

—Entiendo. —El periodista anotó algo—. Pienso en particular en su gente, doctor...

—Mi gente es ésta —replicó Anawak con brusquedad.

El periodista lo miró sin entender. ¿Cómo iba a entender? Probablemente, había hecho una buena investigación.

—No me refiero a eso —dijo—. De donde viene usted...

—En la Columbia Británica ya no se come mucha carne de ballena o de foca —lo interrumpió Anawak—. En cambio, hay muchos síntomas de intoxicación entre los habitantes del círculo polar. En Groenlandia e Islandia, en Alaska y más al norte, en Nunavut, pero, naturalmente, también en Siberia, Kamchatka y en las islas Aleutianas, es decir, en todos los lugares donde los mamíferos marinos contribuyen a la alimentación diaria. El problema no es tanto dónde intoxican a los animales, el problema es que los animales migran.

—¿Cree que las ballenas son conscientes de la intoxicación? —preguntó un estudiante.

—No.

—Pero en sus publicaciones usted habla de una cierta inteligencia. Si los animales comprendieran que algo no está en orden con su alimentación...

—Los seres humanos fuman hasta que se les amputa una pierna o mueren de un cáncer de pulmón. Son perfectamente conscientes de la intoxicación, y a pesar de eso siguen fumando; y los hombres son claramente más inteligentes que las ballenas.

—¿Cómo puede estar tan seguro? Puede que sea justo al revés.

Anawak suspiró. Lo más amablemente posible, dijo:

—Debemos ver a las ballenas como ballenas. Están muy especializadas, pero es justamente esa especialización la que las limita. Una orca es un torpedo viviente con una forma hidrodinámica ideal, pero le faltan las piernas y las manos prensiles, no dispone de mímica ni de visión bipolar. Lo mismo vale para los delfines comunes y los delfines mulares, para todo tipo de ballenas dentadas o barbadas. No son seres casi humanos. Las orcas son tal vez más inteligentes que los perros; las ballenas blancas son tan inteligentes que son conscientes de su individualidad, y los delfines poseen sin duda un cerebro único. Pero pregúntese, por favor, qué es lo que los animales, en última instancia, logran con eso. Los peces viven en el mismo hábitat que las ballenas y los delfines, su modo de vida es similar en muchos aspectos y, sin embargo, los peces se las arreglan con poquísimas neuronas.

Anawak casi se alegró de oír el leve zumbido de su teléfono móvil. Le hizo señas a Fenwick para que prosiguiera con la autopsia, se apartó un poco y contestó.

—León —dijo Shoemaker—. ¿Puedes escaparte de lo que estás haciendo?

—Tal vez. ¿Qué pasa?

—Ha vuelto.

Anawak enloqueció de furia.

Cuando unos días antes volvió a toda velocidad a la isla, Jack Greywolf y sus Seaguards ya se habían esfumado dejando tras de sí dos barcos con turistas enfadados, que se quejaban a gritos de haber sido fotografiados y observados como ganado. A duras penas había logrado Shoemaker calmar a la gente. A algunos había tenido que invitarlos a un segundo viaje gratis. Después de eso, las aguas parecieron calmarse. No obstante, Greywolf había logrado lo que quería: causar alboroto.

En Davies habían analizado todas las posibilidades. ¿Debían proceder contra los protectores ambientales o ignorarlos? Recurrir a la vía oficial hubiera significado proporcionarles un foro. Para las organizaciones serias, la gente como Greywolf era una espina en el ojo igual que para los observadores de ballenas, pero al final siempre había un juicio que proporcionaba una imagen distorsionada a la ya de por sí desinformada opinión pública. En caso de duda, muchos se inclinaban por simpatizar con las consignas de Greywolf.

Extraoficialmente podrían haber entablado una fuerte discusión. Los diversos antecedentes penales de Greywolf mostraban adonde conducían las discusiones con él, pero de ellos dependía dejarse intimidar por eso o no. Sólo que no era muy útil. Ellos tenían muchas cosas que hacer, y quizá Greywolf lo dejaba en ese incidente. Así que habían decidido ignorarlo.

Tal vez, pensó Anawak mientras atravesaba el Clayoquot Sound bordeando la costa con la lancha motora, ése había sido el error. Posiblemente podrían haber calmado las ínfulas de Greywolf escribiéndole por lo menos una carta en la que expresaran su descontento. Algo que le indicara que lo estaban teniendo en cuenta.

Su mirada pasó por encima de la superficie del agua. El bote iba a toda velocidad y no quería arriesgarse a asustar a las ballenas, y menos aún a herirlas. Varias veces vio en la distancia colas inmensas y, en una ocasión, unas aletas de color negro brillante cortaron las olas a pocos metros de él. Durante el viaje habló por radio con Susan Stringer, que estaba en el
Blue Shark
.

—¿Qué están haciendo? ¿Tienen una actitud agresiva?

Se oyó un ruido seco por el aparato de radio.

—No —dijo la voz de Stringer—. Están haciendo fotos, como la última vez, y nos insultan.

—¿Cuántos son?

—Dos botes. Greywolf y otro más en uno, tres más en el otro. ¡Oh, Dios! Ahora, además, empiezan a cantar.

Un ruido rítmico le llegó débilmente entre los zumbidos del aparato.

—Greywolf está tocando el tambor —dijo Stringer—, y los demás están cantando. ¡Cantos indios! No me lo puedo creer.

—Manteneos tranquilos, ¿me oyes? No os dejéis provocar. Tardaré sólo unos minutos.

A lo lejos aparecieron las manchas claras de los botes.

—¿León? ¿Qué tipo de indio es este capullo? No sé qué está haciendo, pero si está invocando a los espíritus de sus antepasados, quiero saber por lo menos quién va a aparecer.

—Jack es un impostor; no es indio.

—¿No? Yo pensaba que...

—Su madre es mestiza. Eso es todo. ¿Quieres saber cómo se llama en realidad? O'Bannon. Jack O'Bannon. Nada de Greywolf.

Se hizo una pausa mientras Anawak se acercaba a los botes a toda velocidad. Notaba también el ruido de los tambores por la superficie.

—Jack O'Bannon —dijo Stringer despacio—. Genial. Creo que voy a...

—No harás nada. ¿Me ves llegar?

—Sí.

—No hagas nada. Sólo espera.

Anawak dejó a un lado el aparato y con una amplia curva se alejó de la zona de la costa en dirección al mar, hasta tener un panorama claro de toda la escena. El
Blue Shark
y el
Lady Wexham
estaban en medio de un grupo muy disperso de ballenas jorobadas. Por todas partes se veían nubes de respiración y colas que se sumergían. El casco blanco del
Lady Wexham
, de veintidós metros de eslora, brillaba con fuerza a la luz del sol. Dos pequeños botes de pesca deportiva, desvencijados y pintados de un rojo brillante, rodeaban el
Blue Shark
a tan escasa distancia que parecían querer abordarlo. El golpe de tambor se hizo más fuerte, y a éste se unió un canto monótono.

Si Greywolf se había dado cuenta de que Anawak se acercaba, no lo demostró. Estaba quieto en el bote, tocaba un tambor indio y cantaba. Por su parte, su gente —dos hombres y una mujer— cantaba con él, y de vez en cuando lanzaban imprecaciones y maldiciones. Al mismo tiempo fotografiaban a los ocupantes del
Blue Shark
y les arrojaban algo que brillaba. Anawak entrecerró los ojos. Eran peces. No, restos de pescado. La gente se agachaba, otros se los devolvían. A Anawak le entraron ganas de embestir el bote de Greywolf y contemplar cómo el gigante caía por la borda, pero se contuvo. No era una buena idea proporcionar a los turistas un espectáculo semejante.

Se acercó lo máximo que pudo y gritó:

—¡Déjalo de una vez, Jack! Vamos a hablar.

Pero Greywolf siguió tocando incansablemente el tambor. Ni siquiera se dio la vuelta. Anawak miró los rostros nerviosos y estresados de los turistas. En el aparato de radio sonó la voz de un hombre.

—Hola, León. Es un placer verte.

Era el patrón del
Lady Wexham
, que se encontraba a unos cien metros de distancia. La gente de la cubierta superior estaba apoyada en la baranda y contemplaba las zodiacs sitiadas; algunos sacaban fotos.

—¿Va todo bien? —quiso saber Anawak.

—Todo perfecto. ¿Qué hacemos con estos tipos de mierda?

—Todavía no lo sé —contestó Anawak—. Voy a intentarlo por la vía pacífica.

—Ya me dirás si tengo que abalanzarme sobre ellos.

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