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Authors: John Katzenbach

El Profesor (62 page)

BOOK: El Profesor
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Su vista estaba desenfocada y oscurecida, como si de pronto hubiera caído la noche. Se preguntaba si Jennifer habría dado el primer paso hacia la seguridad del establo. Esperaba que Cassie, Brian y Tommy la condujeran el resto del camino, porque sabía que él ya no podía más. Cerró los ojos y escuchó un sonido maligno. Un clic-clic. No sabía que se trataba del ruido que hace una escopeta cuando se expulsa un cartucho usado y se coloca uno nuevo en la recámara, pero sabía que era el sonido de la muerte.

* * *

Mientras Adrián se lanzaba a correr por el espacio abierto, Michael había instalado ya la cámara en el capó de la camioneta. Había colocado el botón en automático, para que continuara filmando. Era como un toque personal del director, una imagen en un ángulo agudo. Cuando avanzó, el plano que estaba tomando la cámara era el de su espalda. Sabía que él seguía siendo anónimo. Lo único que la clientela iba a poder ver sería su espalda. Hizo un solo disparo con su escopeta calibre 12. Los perdigones de acero golpearon a Adrián en los muslos y las caderas, levantándolo y dejándolo caer al suelo con la fuerza de un violento placaje merecedor de tarjeta roja de un jugador profesional de fútbol americano.

Michael expulsó cuidadosamente el cartucho usado y levantó el arma hasta el hombro, apuntando con calma a la figura caída en el suelo frente a él. Pongamos fin a esta función, pensó.

No escuchó a la persona detrás de él hasta que la orden en voz muy alta atravesó el aire.

—¡Policía! ¡No se mueva! ¡Suelte el arma!

Se quedó estupefacto. Vaciló.

—¡He dicho que suelte el arma!

Esto sencillamente no formaba parte de lo que había imaginado. Los pensamientos se amontonaban en su cabeza. ¿Dónde está Linda? ¿Quién es ésta? La Número 4 está acabada. ¿Qué está ocurriendo? La catarata de preguntas rebotaba hacia recónditos lugares en su interior, lugares que estaban vacíos y eran irrelevantes. En vez de hacer lo que se le ordenaba, Michael giró bruscamente sobre sí mismo, dirigiendo el cañón de la escopeta hacia el extraño ruido de alguien tratando de darle órdenes a él. No tenía ninguna otra intención que no fuera disparar de inmediato a quienquiera que fuese para volver a ocuparse del mucho más urgente e importante asunto de terminar Serie # 4.

No tuvo la menor posibilidad de hacer nada.

Terri Collins estaba agachada en posición de tiro cerca de la parte posterior de la camioneta. Tenía ambas manos sobre su pistola, y había apuntado cuidadosamente. A ella le dio la impresión de que Michael se movía a cámara lenta al cambiar de posición la ancha espalda sobre la que había apuntado para mostrar en ese momento su pecho. No podía comprender por qué no había dejado caer la escopeta. No tenía la menor posibilidad de hacer nada.

La detective no había tenido ocasión en todos sus años como miembro de la fuerza policial de sacar su arma de la funda en otro momento que no fuera durante las prácticas en el polígono de tiro. Ahora, esta primera oportunidad era en serio, y ella trataba de recordar todo lo que se suponía que debía hacer, y debía hacerlo bien. Sabía, según su entrenamiento, que no existía una segunda oportunidad. Pero el arma parecía tener voluntad propia para ayudarla. Parecía apuntar y disparar por su cuenta; apenas tenía conciencia de haber apretado el gatillo. No cometas ningún error. Derriba al sujeto. La pistola de la detective rugió. Disparó cinco veces, tal como le habían enseñado.

Los proyectiles de acero chocaron contra Michael. La fuerza de los disparos a corta distancia lo levantó para arrojarlo hacia atrás. Estaba muerto antes de que sus ojos pudieran ver por última vez el cielo.

Terri Collins exhaló con fuerza. Dio un paso adelante, mareada. La cabeza le daba vueltas, y sentía los nervios filosos como navajas. Había clavado los ojos en la figura delante de ella. Un enorme charco de sangre había reemplazado su pecho. La imagen del hombre al que había matado la hipnotizaba. Podría haber permanecido inmóvil en esa posición, a las órdenes de un hipnotizador, si no hubiera sido por un súbito grito.

Linda se dio cuenta de la muerte de su amante desde su posición en el otro extremo de la granja. Una única y espantosa imagen. Vio a la mujer policía de pie, por encima de Michael. Vio la sangre. Era como si lo más importante de su vida hubiera sido arrancado salvajemente de su corazón. Corrió veloz hacia él, sus ojos llenos de lágrimas y pánico, gritando:

—¡Michael! ¡Michael! ¡No! —Mientras corría, seguía disparando las últimas cargas de la AK-47.

Balas de gran potencia se estrellaron sobre Terri Collins. Chocaron contra su chaleco, haciéndola girar como la peonza de un niño. Pudo sentir que su propia arma salía volando de su mano cuando una de las balas le golpeó la muñeca. Otra le dio mientras caía, justo encima de la parte superior del chaleco, cortándole la garganta como un cuchillo.

Aterrizó sobre la espalda, los ojos fijos en el cielo. Podía sentir sangre caliente que le gorgoteaba sobre el pecho, ahogándola, y cada vez le costaba más seguir respirando. Sabía que debía estar pensando en sus hijos, en su hogar y todo lo que iba a echar de menos, pero entonces el dolor la cubrió como una sábana, negra e irreversible, sobre los ojos. No tuvo tiempo para decirse a sí misma No quiero morir antes de exhalar su último suspiro.

Linda todavía seguía corriendo. Arrojó a un lado la ametralladora y sacó la pistola que Michael le había puesto en el cinturón. Quería seguir disparando, como si el hecho de disparar sobre la mujer policía muerta para matarla una y otra vez pudiera hacer retroceder el tiempo y lograr que Michael volviera a la vida.

Fue directamente a su lado. Se echó sobre su amante, abrazándolo para luego levantarlo, como la María de Miguel Ángel acunando al Jesús crucificado. Le pasó los dedos por la cara, tratando de quitarle la sangre de los labios, como si eso pudiera curarlo. Dejó escapar un aullido de dolor.

Y entonces el dolor fue reemplazado por una rabia ciega. Sus ojos se entrecerraron con un odio sin freno. Se puso de pie y empuñó su pistola. Podía ver el lugar del suelo donde yacía el anciano. No sabía quién era ni cómo se las había arreglado para llegar allí, pero sabía que él era el culpable absoluto de todo. No sabía si estaba vivo o no, pero sabía que no merecía seguir con vida. Sabía también que la Número 4 tenía que estar cerca. Mátalos. Mátalos a los dos. Y luego puedes matarte para estar con Michael para siempre. Linda levantó el arma y apuntó cuidadosamente hacia el cuerpo del anciano.

Adrián sólo podía ver lo que ella estaba haciendo. Si hubiera podido moverse, gatear de algún modo para ponerse a salvo o coger su propia arma y apuntar, lo habría hecho, pero no podía hacer nada de eso. Lo único que podía hacer era esperar. Pensó que estaba bien si recibía un disparo y moría ahí mismo, siempre que Jennifer se salvara. Eso era lo que él mismo había querido hacer desde el principio. Pero su suicidio había sido interrumpido cuando vio que la raptaban en su calle, y eso no había sido correcto, eso había estado muy mal, y por lo tanto había hecho todo lo que su esposa muerta, su hermano muerto y su hijo muerto habían querido. Todo aquello había sido parte de su propia muerte, y no le molestaba de ninguna manera. Había hecho todo lo que había podido y tal vez Jennifer ya podía correr y escaparse, para luego crecer y seguir viviendo. Todo había valido la pena.

Adrián cerró los ojos. Escuchó el rugido de la pistola. Pero la muerte no llegó unas milésimas de segundo más tarde.

Todavía podía sentir la tierra húmeda contra su mejilla. Podía sentir su corazón que seguía bombeando y el dolor de sus heridas que le recorría todo el cuerpo. Hasta podía sentir su enfermedad, como si de manera insidiosa se estuviera aprovechando de todo lo que había ocurrido y en ese momento estuviera requiriendo toda la atención. Todos los músculos que él había usado para mantenerla en su lugar se habían soltado. No entendía por qué, pero podía sentir que los recuerdos se alejaban y la razón lo abandonaba. Quería escuchar a su esposa sólo una vez más, a su hijo, a su hermano. Quería un poema que le facilitara el paso a la locura, a la falta de memoria y a la muerte. Pero lo único que podía escuchar dentro de sí era una cascada de demencia que caía estruendosamente, borrando las pocas partes de Adrián que se aferraban a la vida.

Abrió y cerró los ojos para mantenerlos luego abiertos. Lo que vio parecía una alucinación mayor que las de su familia muerta. Linda estaba boca abajo en el suelo. Lo que quedaba de su cabeza manaba sangre.

Y detrás de ella estaba Mark Wolfe. Tenía en la mano la pistola de la detective Collins. Adrián quería reírse, porque pensaba que morir con una sonrisa tenía un cierto sentido. Cerró los ojos y esperó.

El delincuente sexual inspeccionó la carnicería alrededor de la casa y dijo:

—Santo cielo, santo cielo, santo cielo —una y otra vez, aunque las palabras no tenían nada que ver con la fe ni con la religión, pero sí con la conmoción. Levantó la pistola de la detective una segunda vez, sin realmente apuntar a nada, antes de bajarla, porque era obvio que no iba a necesitarla otra vez. Vio el ordenador portátil sobre el techo de la camioneta y la cámara grabando fielmente todo lo que había en su ángulo de visión.

El silencio parecía total. Los ecos de los disparos se fueron desvaneciendo.

—Santo cielo —repitió otra vez. Bajó la mirada hacia la detective Collins y sacudió la cabeza.

Caminó lentamente hacia el cuerpo de Adrián. Se sorprendió cuando los ojos del anciano se abrieron. Wolfe se daba cuenta de que estaba gravemente herido, y no creía que pudiera sobrevivir. De todas maneras, habló de un modo alentador cuando se agachó junto a él:

—Usted sí que es un pájaro viejo y fuerte, profesor. Manténgase firme.

Wolfe escuchó el ruido de las sirenas que se acercaba rápidamente.

—Ésa es la ayuda, que ya está llegando —le informó—. No se rinda. Estarán aquí en un momento. —Estaba a punto de añadir: Usted me debe mucho más que veinte mil dólares, pero no lo hizo. En cambio, lo que se amontonó en su mente en ese preciso momento fue un estallido de orgullo y un descubrimiento realmente maravilloso: Soy un grandioso héroe. Un gran héroe. He matado a alguien que ha matado a una policía. Nunca más van a volver a fastidiarme sin razón, independientemente de lo que haga. Soy libre.

Las sirenas sonaron más cerca. Wolfe apartó la mirada del profesor herido, y lo que vio hizo que incluso su propia boca se abriera de asombro. Una muchacha adolescente completamente desnuda apareció detrás del destartalado establo. No hizo ningún intento de cubrirse, aparte de apretar su osito de peluche cerca de su corazón.

Wolfe se puso de pie y se echó a un lado cuando Jennifer cruzó el espacio abierto y se arrodilló junto a Adrián, mientras el primer coche patrulla de la policía del Estado entraba por el camino a la granja. Wolfe vaciló, pero luego se quitó su abrigo liviano. Lo envolvió alrededor de los hombros de Jennifer, en parte para cubrir su desnudez, pero sobre todo porque quería tocar la piel de porcelana de la joven. Su dedo le rozó el hombro, y suspiró cuando sintió la conocida, profunda y desenfrenada descarga eléctrica.

Detrás de ellos, los patrulleros se detenían haciendo que los neumáticos chirriaran mientras bajaban oficiales agitando armas, gritando órdenes y tomando posiciones detrás de las puertas abiertas de los vehículos. Wolfe tuvo el buen sentido común de arrojar al suelo la pistola de la detective y levantar las manos en una rendición que no era en lo más mínimo necesaria.

Jennifer, sin embargo, parecía no escuchar ni ver otra cosa que no fuera la respiración ronca que provenía del anciano. Le cogió la mano y la apretó con fuerza, como si pudiera pasarle un poco de su propia juventud simplemente a través de la piel.

Adrián abrió y cerró los ojos nublados para luego dejarlos abiertos y mirarla como un hombre que despierta de una larga siesta, sin saber muy bien si seguía soñando. Sonrió.

—Hola—susurró—. ¿Quién eres?

Epílogo

El día del último poema

El profesor Roger Parsons leyó todo el trabajo de final de semestre, luego lo leyó por segunda vez, y finalmente escribió, con lápiz rojo, «Sobresaliente, señorita Riggins», al final de la última página. Se tomó un segundo para pensar lo que iba a escribir después. Tenía la mirada en el cartel de la película El silencio de los corderos, enmarcado, auto-grafiado y colgado en la pared de su oficina. Había estado dando su curso de Introducción a la Psicología Anormal para posibles candidatos a especialistas en Psicología durante casi veintidós años, y no podía recordar un trabajo final mejor. El título era Conducta auto destructiva en jóvenes adolescentes y la señorita Riggins había deconstruido varios tipos de actividades antisociales comunes entre los adolescentes y las había ubicado en matrices psicológicas que estaban mucho más elaboradas de lo que él podía esperar de un estudiante de primer año.

La joven, sentada siempre en la primera fila del aula, la primera en hacer preguntas rápidas y acertadas al final de cada clase, evidentemente había leído todos los artículos sugeridos y muchos más libros de los que él había puesto en la lista del programa de estudios del curso. De modo que escribió: «Por favor, venga a verme en cuanto pueda para hablar de su futuro en la carrera de Psicología. Además, tal vez le interese realizar prácticas clínicas en verano. Generalmente esto es para estudiantes de cursos superiores, pero podríamos hacer una excepción esta vez».

Luego le dio la calificación máxima. Recordaba que en muy pocas ocasiones había dado una nota tan alta en todos sus años de docencia y nunca antes en un curso introductorio. El trabajo de la joven señorita Riggins estaba evidentemente a la altura de los que esperaba recibir de los estudiantes de distintos niveles que cursaran sus seminarios avanzados sobre anormalidades.

El profesor Parsons puso el informe encima de la pila que pensaba devolver después de la próxima clase, que sería la última antes de que comenzara el receso de verano. Le costó leer otro trabajo y empezar otra vez con el proceso de evaluación. Y cuando lo hizo, una gran mueca le cubrió el rostro a la vez que dejaba escapar un gruñido, pues el siguiente trabajo tenía un error de ortografía ya en la segunda oración del párrafo inicial.

—¿Nunca han oído hablar del corrector ortográfico? —farfulló—. ¿No se molestan en releer su trabajo antes de entregarlo? —Con un gesto teatral, puso un dramático círculo rojo sobre el error.

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