Authors: John Katzenbach
Adrián sólo tuvo que esperar una media hora antes de que el hombre al que había elegido de la lista de diecisiete delincuentes sexuales fichados apareciera en la puerta de su casa y se dirigiera rápidamente a su automóvil. Ese día aquel hombre estaba saliendo más temprano que de costumbre y lucía una corbata roja barata y una chaqueta azul de punto.
Desde donde había aparcado, al otro lado de la calle, Adrián observó a aquel hombre subirse a un pequeño automóvil japonés color beis. La casa de un solo piso donde el hombre vivía con su madre —según los datos que figuraban en la hoja que Adrián había impreso— era meticulosamente mantenida en buenas condiciones; se encontraba apartada de la calle y estaba recién pintada. Había flores azules y amarillas de principio de temporada en macetas de terracota roja puestas en hilera junto a la puerta principal.
El hombre —Mark Wolfe— llevaba un desgastado maletín de cuero negro y tenía el aspecto desaliñado de un oficinista. Podría ser perfectamente un vendedor de automóviles usados o estar clasificando cartas en correos. Casi de mediana edad, no era muy alto, de contextura frágil, con pelo rubio rojizo y gafas de montura negra. A Adrián le pareció como cualquier otra persona que va por la mañana a un trabajo aburrido pero regular, que asegura un sueldo pequeño pero necesario. Pero el hombre al que Adrián estaba observando no parecía pertenecer a ningún mundo que Adrián conociera. Se le veía apartado de todo. Vaciló, sin saber muy bien qué se suponía que debía hacer a continuación.
—¡No, vamos, acércate, rápido! Sigue al hijo de puta ese —lo urgió Brian—. Tienes que ver dónde trabaja. ¡Tienes que comprender quién es!
Adrián miró por el espejo retrovisor y vio la imagen de su hermano muerto. Ahora Brian era el abogado de edad madura, inclinado hacia delante, agitando las manos como si pudiera empujar a Adrián para que entrara en acción, instándole a ponerse en marcha. Su pelo largo estaba despeinado, descuidado, como si hubiera pasado la noche despierto en la mesa de trabajo. Llevaba en el cuello, floja, la corbata de seda a rayas de Brooks Brothers, y su voz sonaba decididamente impaciente, a urgencia.
De inmediato Adrián puso el automóvil en marcha y partió detrás del delincuente sexual. Vio a su hermano, que se dejaba caer en el asiento, agotado y aliviado.
—Bien. Maldición, Audie, tienes que dejar de ser... inseguro. Todo este asunto de Jennifer requiere actuar rápido. Tú lo sabes. Así que, a partir de ahora, cada vez que quieras observar a alguien, alguna cosa, algo que sirva de prueba, algún dato, con ese estilo lento, firme y cauteloso de un profesor y de un académico, bien, sólo recuerda decirte que debes acelerar el maldito ritmo. —La voz de Brian sonaba casi chillona, débil, como si estuviera reuniendo todas sus fuerzas desde muy adentro para poder hablar. En un primer momento Adrián se preguntó si su hermano no estaría enfermo... y luego recordó que su hermano estaba muerto.
Condujo el viejo Volvo hacia la calzada.
—Nunca he seguido a nadie antes —se excusó Adrián. El motor del Volvo hizo un ruido quejoso y reacio cuando apretó el acelerador.
—No es nada del otro mundo —replicó Brian con un suspiro, relajándose, como si el simple acto de ponerse en marcha hubiera hecho que disminuyera un poco la tensión que lo embargaba—. Si realmente quisiéramos permanecer ocultos, bien lo sabes, y hacer esto como profesionales, tendríamos que tener tres automóviles..., cuando uno lo pasa, el otro lo sigue..., y así sucesivamente. Funciona igual cuando se va a pie por la calle. Pero no vamos a ser tan pretenciosos. Sólo síguelo hasta donde vaya.
—¿Y entonces qué?
—Entonces veremos lo que haya que ver.
—¿Y si se da cuenta de que lo estoy siguiendo?
—Entonces veremos lo que haya que ver. No tiene demasiada importancia, de todos modos. Tarde o temprano vamos a hablar con ese tipo. —Adrián vio que Brian estudiaba la hoja impresa con el ordenador—. Ya veo por qué escogiste a este canalla —señaló Brian. Se rió un poco, aunque, hasta donde Adrián sabía, no había ningún chiste en ninguna de las páginas del sitio web del registro oficial.
—Es por las edades similares —explicó Adrián en voz alta, mientras giraba en una esquina y luego aceleraba para no perderlo—. Ha sido condenado o se ha declarado culpable por tres delitos distintos, en todos los casos con niñas jóvenes de entre trece y quince años.
Brian habló con la certeza del abogado que tiene los hechos y las pruebas de su lado:
—Un novio, sin duda alguna.
Eso fue exactamente lo que Adrián se dijo a sí mismo, con idéntico sarcasmo. La clave consistía en considerar científicamente a ese grupo de diecisiete hombres, concentrarse en la perturbación subyacente. La mayoría de ellos eran violadores condenados. Algunos estaban involucrados en problemas domésticos. Este hombre era diferente. Había habido un arresto por posesión de pornografía infantil. La acusación había sido retirada por una ex esposa respecto a una hijastra. Todas ratas. Pero una rata diferente.
—Él se exhibió ante ellas.
—Un «muestra el pito». Así es como los policías los llamaban —explicó Brian—. Por lo menos en la ciudad, ésa era la expresión que usaban. Dudo que sea muy diferente aquí, en este lugar perdido.
—Correcto, probablemente no sea diferente. Pero, Brian, mira la última condena y verás... —Adrián se detuvo. Miraba alternativamente al automóvil color beis frente a él y a Brian, que leía en el asiento trasero.
—Ah, estuvo un tiempo preso por... Bien, Audie, estoy impresionado. Parece que ya le estás tomando el pulso a este asunto.
—Retención indebida de persona.
—Sí —dijo Brian—. Te das cuenta de que se trata de una acusación menos grave que la de secuestro... pero está en el mismo orden de cosas, ¿no?
—Creo que sí.
Brian resopló.
—Niñas jóvenes, adolescentes. Y él quería apoderarse de una, ¿no? Me pregunto qué quería hacer luego. Bien, esto dice muchísimo. —Se rió otra vez—. Pero una cosa...
—Lo sé. No hay cómplice. Eso es lo que necesito comprender...
—No lo pierdas, Audie. Se dirige al pueblo.
El tráfico había aumentado. Algunos coches y una camioneta se interponían entre ellos y el automóvil color beis. Detrás de Adrián, un autobús escolar se había detenido cerca de su parachoques. Adrián maniobró hábilmente el automóvil para mantenerse cerca del hombre.
—Recuerdo cuando tenías aquel lujoso coche deportivo...
—El Jaguar. Sí. Era hermoso.
—Sería mucho más fácil seguirlo si estuviéramos en él.
—Lo vendí.
—Lo recuerdo. Nunca comprendí por qué. Parecías feliz de tenerlo.
—Conducía demasiado rápido. Siempre demasiado rápido. Demasiado imprudente. No podía estar detrás del volante sin lanzarlo no sólo más allá de los límites de velocidad, Audie, más allá de los límites de la cordura. Me volvía un salvaje a ciento cincuenta por hora, a ciento ochenta me volvía loco y realmente psicótico a doscientos. Y me gustaba eso de ir tan rápido. Me sentía en libertad. Pero evidentemente iba a terminar matándome. Estuve a punto de perder el control muchas veces. Sabía que estaba corriendo un riesgo demasiado grande, era demasiado peligroso, así que lo vendí. El error más grande que cometí. El automóvil era hermoso, y hubiera sido una manera mejor para... —Brian se detuvo.
Su hermano se cubrió la cara con las manos.
—Lo siento, Audie. Me olvidé. Eso es lo que Cassie hizo. —La voz de Brian parecía distante, suave—. Ella y yo no éramos parecidos en absoluto. Sé que crees que no nos llevábamos bien, pero no es verdad. Nos llevábamos bien. Sólo que veíamos algo el uno en el otro que nos asustaba. ¿Quién habría imaginado que ambos nos iríamos de la misma manera?
Adrián quería decir algo, pero no podía formar las palabras. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Lo único que podía escuchar era el dolor en la voz de su hermano, que se correspondía con el dolor que recordaba en la voz de su esposa.
—Tenía que haberme dado cuenta. Yo era el psicólogo. Yo era como un terapeuta. Tenía la preparación... Brian se rió.
—¿Cassie no te absolvió de esa culpa? Debió haberlo hecho. ¡Eh, presta atención! El tipo va a entrar ahí. Bueno, bueno... ¿No es acaso el tipo de lugar en el que uno esperaría que trabaje un bicho raro como él?
Adrián no respondió. Vio que el automóvil beis estaba entrando en una enorme tienda de electrodomésticos y materiales de construcción que ocupaba casi una manzana entera, justo en las afueras del pueblo. Observó mientras que el hombre condujo hacia la parte posterior, más allá de un cartel que decía: «Aparcamiento para empleados».
Adrián aparcó enfrente. Esperó quince minutos en silencio. Brian parecía dormido en la parte de atrás. Adrián trató de pensar en algo que pudiera comprar dentro para hacer parecer que su viaje tenía otro propósito. Pero sabía que lo único que realmente quería era asegurarse de que aquel hombre trabajaba allí.
—Vamos —ordenó Brian—. Tenemos que estar seguros de que es aquí donde estará todo el día.
Adrián salió y atravesó la enorme explanada, arrastrando los pies contra el asfalto. Contratistas, fontaneros, carpinteros y agobiados padres de familias del extrarradio, una muestra completa de los habitantes del pueblo, se dirigían hacia dentro. Siguió la corriente constante de gente, sin volverse para ver si Brian iba detrás, aunque se sentía solo, incluso en medio de la multitud.
Tuvo un momento de desesperación dentro de aquel enorme y caótico espacio. El sitio era inmenso, dividido en docenas de secciones. Adrián empezó a recorrer de un lado a otro los pasillos con azulejos, paneles de madera, lavabos de acero inoxidable, grifos, masilla, martillos y taladros eléctricos. Estaba a punto de rendirse cuando descubrió al hombre, trabajando en la sección dedicada a electrodomésticos. Observó durante un momento mientras Wolfe hablaba enérgicamente con un hombre y una mujer que parecían tener, ambos, alrededor de treinta años. El hombre estaba sacudiendo la cabeza, pero la mujer parecía animada, como si estuviera persuadida de que ellos dos, con las herramientas adecuadas y un correcto asesoramiento, pudieran cambiar la instalación eléctrica de su casa. El hombre tenía la mirada que los maridos jóvenes ponen a veces, cuando saben que se están metiendo en algo que les va a desbordar y a la vez son incapaces de impedirlo. Si la pareja supiera con quién estaba hablando, habría retrocedido horrorizada.
Observó durante algunos segundos más, y entonces, convencido de que podía regresar cuando terminara la jornada laboral de Wolfe, dio media vuelta y se fue. Se sentía como si hubiera conseguido algo, pero no estaba seguro de qué se trataba. Quizá sólo era el hecho de estar cerca de alguien que podía decirle qué debería estar buscando.
Pero arrancarle eso a aquel hombre era todo un desafío, y Adrián no sabía cómo iba a lograrlo.
* * *
Pasó el resto del día con gran expectativa. Más trabajo de investigación que lo condujo más adentro de lo que él consideraba una perversión. Más análisis de los motivos y los elementos que constituían la personalidad desviada. Pero nada que le dijera dónde encontrar a Jennifer. No tenía que prestar atención a Cassie o a Brian, que insistían en que debía moverse más rápido, que el tiempo se iba acabando, que cada segundo que pasaba quería decir que ella estaba más cerca de morir..., si todavía estaba con vida. Todas estas admoniciones eran verdaderas. O tal vez no lo eran. No tenía ninguna manera de saberlo y, por lo tanto, simplemente supuso que la oportunidad de salvarla todavía existía, porque la otra alternativa era demasiado horrible.
Pensó: Sálvala. Ab. Nunca has salvado a nadie, excepto a ti mismo. Sintió un miedo repentino de que si dejaba de buscar, Cassie, Brian e incluso Tommy desaparecerían y lo dejarían solo, sin nada más que los recuerdos desordenados, inconexos y la enfermedad que los iba retorciendo dentro de él hasta que parecieran una goma, estirándose hasta romperse.
En ese momento estaba solo, se preguntó dónde estaría Brian, se preguntó por qué Cassie no podía dejar la casa, por qué Tommy lo había visitado solamente una vez, y con la esperanza de que su hijo volviera, se encontró fuera de la tienda de artículos para el hogar otra vez. El día iba desapareciendo a su alrededor y temía tener dificultades para ver al hombre cuando saliera de su trabajo, pero el automóvil beis salió de la parte trasera de la tienda casi en el momento que había calculado. Adrián se colocó un automóvil más atrás y siguió vigilando al hombre a través del parabrisas, aunque eso se iba haciendo cada vez más difícil a medida que oscurecía.
Esperaba un regreso a la elegante casa. Tal vez una parada en una tienda de alimentación, pero eso sería todo en cuanto a retrasos. Se equivocó. El hombre salió de la carretera principal y entró al pueblo por una calle lateral. Esto sorprendió a Adrián y tuvo que girar peligrosamente en medio del tráfico, haciendo que alguien —probablemente un estudiante— hiciera sonar un grosero bocinazo.
El automóvil beis iba unos treinta metros por delante, en la calle posterior a la calle principal. El viejo Volvo se esforzaba por mantener la velocidad. Era una calle con algunas oficinas y edificios de apartamentos y una o dos galerías de arte, una iglesia congregacionalista y una tienda de reparación de ordenadores. El automóvil se metió rápidamente en un aparcamiento pequeño, deslizándose entre media docena de automóviles en el único hueco disponible.
—¿Qué está haciendo? —se preguntó Adrián en voz alta. Esperaba que Brian respondiera, pero no apareció—. ¡Maldición, Brian! —gritó—. ¡Necesito tu ayuda ahora mismo! ¿Qué debo hacer? —El asiento trasero permaneció mudo.
Sin dejar de maldecir, Adrián aceleró por la calle. El pueblo universitario tenía toda clase de restricciones de estacionamiento, pensadas para impedir que los estudiantes dejaran sus automóviles obstruyendo las aceras. En verano estaba vacío. Durante el curso escolar, estaba lleno de gente. Le llevó varios minutos encontrar un lugar libre en un aparcamiento situado a una calle de distancia.
Adrián se empujó para bajar del coche y cerró con un golpe la puerta al salir. Caminó lo más rápido que pudo hasta el lugar donde había visto al hombre por última vez. Encontró el automóvil beis, pero no había ni rastro del delincuente sexual. El aparcamiento estaba detrás de una casa majestuosa de madera blanca de dos pisos que había sido subdividida en consultorios. Supuso que el hombre estaba dentro, en algún lugar, de modo que se dirigió a la entrada principal, donde en otro tiempo había estado la puerta principal. Junto a la puerta, sobre la pared, había un cartel: «Servicios de Salud Emocional Valle». Tres médicos doctorados y tres terapeutas. Uno de ellos era Scott West.