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Authors: John Katzenbach

El Profesor (32 page)

BOOK: El Profesor
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—Sí. Gran cosa.

Terri vaciló.

—¿Cómo va eso?

—Eso no es asunto suyo —espetó Wolfe.

Adrián creyó que la detective iba a responder con ese tono autoritario que tanto la caracterizaba, pero se quedó impresionado cuando Terri Collins mantuvo una voz burocrática, serena, inexpresiva:

—Se le exige que responda a mis preguntas, le gusten o no; de otro modo estaría violando los términos de su libertad. Estoy más que dispuesta a llamar a su oficial de libertad condicional ahora mismo y preguntarle de qué manera evalúa su negativa a responder. Da la casualidad de que tengo su número de teléfono en mi libreta. —Adrián supuso que aquello era una fanfarronada, pero escuchó un tono de intransigencia que indicaba que, en realidad, la detective no necesitaba recurrir a ninguna otra cosa aparte de la amenaza de una llamada telefónica y que tanto ella como el delincuente sexual lo sabían.

Wolfe dudó.

—El doctor dice que se supone que mi terapia es confidencial. Ya sabe, entre él y yo.

—En la mayoría de los casos es así. Pero no en el suyo.

Wolfe vaciló. Miró a su madre, que se había sentado en un sillón delante de la enorme pantalla como si Adrián, la detective Collins y su hijo no estuvieran en la habitación. Estaba a punto de coger el mando a distancia.

—¡Mamá! —reaccionó él rápidamente—. Ahora no. Vete a la cocina.

—Pero ya es la hora —se quejó.

—Pronto. Todavía no.

La mujer se levantó de mala gana y salió de la habitación. Se la podía escuchar haciendo ruidos en la cocina. A esto siguió el ruido de un vaso que se hacía añicos en el fregadero y un aullido de frustración interrumpido por un torrente de obscenidades. El hijo miró hacia allí con el ceño fruncido, pero, como anticipándose a su respuesta, la madre gritó:

—Ha sido sólo un accidente. Yo lo recogeré.

—Maldición —exclamó Wolfe—. Eso es lo único que tenemos: accidentes. —Se volvió y miró furioso a Terri Collins—. Usted ya ve lo difícil que es esto. Ella está enferma y yo tengo que... —Se detuvo. Comprendía que a Terri no le preocupaban en lo más mínimo las dificultades de vivir con alguien en las redes de esa enfermedad.

—Su terapia —insistió ella bruscamente.

—Voy todas las semanas —respondió Mark Wolfe sombrío—. Estoy mejorando. Eso es lo que el doctor me dice.

—Dígame qué quiere decir con eso —ordenó Terri.

Wolfe pareció un poco inseguro.

—Mejorar es estar mejor —respondió.

—Va a tener que ser más preciso, Mark —insistió Terri.

Apaciguador, pensó Adrián, eso de usar el nombre de pila.

—Bien —comenzó a decir Wolfe—, no estoy seguro de qué...

Terri lo miró con dureza. Una inconfundible mirada de detective que quería decir: Tienes que mejorar tu respuesta. Adrián pensó que aquello no era demasiado diferente de la mirada silenciosa que él había usado con estudiantes prometedores que no habían satisfecho todas sus expectativas.

—Me está ayudando a controlar mis deseos —explicó Wolfe.

Deseos, creía Adrián, era un pobre sustituto de ganas.

—¿De qué manera?

—Hablamos.

—¿Cómo ha dicho que se llamaba su terapeuta?

—No lo he dicho.

—¿Por qué no?

Wolfe se encogió de hombros.

—Veo al doctor West en el pueblo. ¿Quiere su número de teléfono y dirección?

—No —respondió Terri—. Ya los tengo.

Adrián escuchaba atentamente. Terapia de conducta cognitiva. Terapia de aversión. Terapia de realidad. Terapia basada en la aprobación. Programas de doce pasos. Estaba familiarizado con la variedad de programas de tratamiento y la poca probabilidad de éxito con una parafilia como el exhibicionismo. Lo que él quería oír era cómo un terapeuta de la New Age como Scott West trataba a alguien que padecía una enfermedad tan antigua como la propia vida.

—¿Dónde conoció al doctor West?

—En su consultorio.

—¿Alguna vez se han encontrado en otro lugar? El delincuente sexual cometió el error de vacilar brevemente.

—No.

Terri hizo una pausa. Mirada severa.

—Probaré de nuevo... ¿Alguna vez...?

—Una vez me llevó en su automóvil.

—¿Adónde?

—Dijo que era parte de la terapia. Dijo que era muy importante para mí demostrarme a mí mismo que tenía control sobre...

—¿Adonde lo llevó?

El delincuente sexual apartó la mirada.

—Me hizo pasar por delante de un par de colegios.

—¿Qué colegios?

—El instituto de secundaria. Un colegio de primaria a dos calles. No recuerdo el nombre.

—¿No lo recuerda? Otra vez el delincuente sexual vaciló. —Colegio Kennedy —respondió.

—¿No el colegio Wildwood, ni el Fort River?

—No —espetó Wolfe—. No pasamos por ésos.

Terri Collins hizo otra pausa.

—Pero se sabe los nombres, y apuesto a que también sabe las direcciones.

Wolfe volvió la cabeza, pero no trató de moverse. No respondió a la pregunta porque estaba claro que los sabía. Adrián imaginaba que también podría decirles los horarios de todos los días, a qué hora llegaban los estudiantes, a qué hora se iban, cuándo llenaban el patio a la hora de los recreos. La detective escribió lentamente un par de notas antes de continuar.

—Así que pasaron por delante de esos centros de enseñanza. ¿No se detuvieron?

—No.

Adrián supo que estaba mintiendo.

—Usted fue acusado de retención indebida de una persona... —comenzó Terri, pero el delincuente sexual la interrumpió.

—Mire, sólo llevé en el coche a esa niña. Eso es todo. Jamás la toqué...

—En el coche con la bragueta abierta. —Wolfe frunció el ceño y no respondió—. ¿Alguna vez ha ido a la casa de su médico?

Esto debió de sorprender al delincuente sexual.

—¡No! —espetó.

—¿Sabe usted dónde vive?

—No.

—¿Alguna vez ha visto a su familia?

—No. Eso no forma parte de la terapia.

—Dígame de qué hablan.

—Me pregunta qué es lo que pienso y lo que siento cuando veo... —Se detuvo en ese punto para respirar hondo—. Quiere que hable de todo lo que se me cruza por la cabeza. Le digo la verdad. Es difícil, pero estoy aprendiendo a controlarme a mí mismo. No necesito... —Otra vez se detuvo.

Adrián se sentía casi hipnotizado por la manera en que Terri interrogaba a fondo al delincuente sexual sin darle ninguna indicación de lo que realmente estaba buscando. Pero cuando escuchó el último comentario de Wolfe, algo se alzó en el fondo de su propia imaginación. Trató de recordar sus propios estudios, los momentos clínicos en el laboratorio. Un estímulo, pensó. Un sujeto podía tener una serie normal de respuestas ante una situación hasta que un estímulo extra era introducido en la ecuación. Entonces la capacidad de controlar las emociones cambiaba, y a veces se perdía.

En un cine, cuando el malo armado con un cuchillo salta fuera de la oscuridad, todos gritamos. Cuando un automóvil derrapa fuera de control sobre el asfalto mojado, el ritmo cardíaco, la actividad glandular, las ondas cerebrales, todo aumenta a medida que luchamos contra el pánico. Fuera de control. Se preguntó si su esposa había tenido miedo cuando condujo su automóvil contra aquel roble. No, pensó, sentía alivio porque estaba haciendo lo que creía que quería. Adrián inclinó la cabeza, tratando de escuchar la voz de su esposa. No estaba allí, pero había algo.

Tenía la sensación de que había una mano sobre su hombro, tratando de hacer que se diera la vuelta y mirara algo. La sensación se agudizó, como si lo estuvieran agarrando apremiantemente. Sin embargo, miró al exhibicionista. Ponle frente a una escena normal en la que hay escolares y su fantasía se desatará. Otras personas ven a niños jugando donde Mark Wolfe veía objetos de deseo. Adrián quería odiar en vez de comprender. El odio es mucho más fácil.

—Mire, detective, estoy mucho mejor. El doctor West me ha ayudado realmente. Usted tal vez no lo crea, pero es verdad. Pregúntele a él.

Terri asintió con la cabeza.

—Lo haré. ¿Comprende usted que fue una infracción pasar en automóvil frente a esos centros de enseñanza incluso con su terapeuta?

—Él me dijo que no lo sería. Dijo que mi oficial de libertad condicional lo había aprobado. Y no nos detuvimos.

Terri asintió con la cabeza otra vez. Ella no se lo cree, se dio cuenta Adrián. Y tiene razón en no hacerlo.

—Muy bien, voy a verificarlo. Hemos terminado con esto. —Cerró su libreta, le hizo un gesto a Adrián, pero entonces se detuvo y le preguntó abruptamente—: ¿Quién es Jennifer Riggins?

Mark Wolfe se mostró perplejo.

—¿Quién?

—Jennifer Riggins. ¿Dónde está? —No conozco a ninguna...

—Si me miente, volverá a la cárcel.

—No conozco ese nombre. Nunca lo he oído antes.

Terri sacó su libreta otra vez y escribió algo.

—¿Sabe usted que es delito mentirle a un oficial de policía?

—Le estoy diciendo la verdad. No sé de quién está hablando.

Adrián vio muchas cosas en la cara del delincuente sexual. Es extraordinario, pensó, cómo mezcla verdades y mentiras.

—Creo que volveré a hablar con usted otra vez —anunció Terri—. No tiene planes de viajar, ¿verdad? —Ésa no era realmente una pregunta. Era una orden. Se volvió hacia Adrián—. Está bien, profesor, hemos terminado aquí por esta noche.

Adrián sabía que tenía cien preguntas para hacer, pero no podía pensar en ninguna en ese momento. Dio un paso adelante y sintió como si alguien a su lado estuviera susurrándole en la oreja. Brian, tiene que ser él. Se detuvo.

—¿Tiene usted ordenador? —espetó.

Terri se detuvo en la puerta. Pensó que ésa era una buena pregunta.

—Respóndale, Mark. ¿Tiene usted un ordenador?

El delincuente sexual asintió con la cabeza.

—¿Para qué usa el ordenador?

—Nada especial. Correo electrónico y para enterarme de los resultados deportivos.

—¿Quién le envía correos electrónicos?

—Conozco a algunas personas. Tengo amigos.

—Seguro que sí —replicó Terri—. Me lo llevaré.

—Necesita una orden judicial.

—¿En serio?

Wolfe vaciló.

—Lo traeré. Está en mi habitación.

—Iremos con usted. Siguieron a Wolfe por la cocina.

—¿Puedo hacer ganchillo ya? —preguntó la anciana—. ¿Quiénes son tus amigos? —Él miró furioso a su madre y abrió la puerta de su dormitorio. Adrián vio alguna ropa de trabajo desparramada. Algunas revistas pornográficas usadas, un par de libros y una mesa pequeña con un ordenador portátil. Wolfe atravesó la habitación, se acercó al portátil, lo desenchufó y se lo entregó a Terri.

—¿ Cuándo podré... ?

—En uno o dos días. ¿Cuál es su contraseña?

Wolfe vaciló.

—¿Cuál es su contraseña? —preguntó ella otra vez.

—El-hombre-de-los-caramelos —respondió.

Terri cogió el ordenador.

—Sí. Ya veo —dijo—. Está mejorando.

Mientras ella se ponía el ordenador bajo el brazo, Adrián pensó que se lo había entregado sin demasiada resistencia. No tenía sentido. De todas maneras, se volvió rápidamente y trató de retener lo más que pudiera acerca de lo que la habitación podría decir del hombre que la ocupaba. Deseó haber podido leer los títulos de los libros. También sospechó que podría haber un cajón lleno de DVD. Pero la habitación tenía aspecto de sencillez, de vacío. Una cama individual, una cómoda, la mesa y una dura silla de madera. Nada que dijera demasiado.

Sólo que, supuso, tal vez significara algo. Cuando giró para retirarse, inmediatamente detrás de la detective y el exhibicionista, escuchó un susurro: Sustituto. La idea llegó tan rápidamente que se deslizó a través de su mente casi como arena por entre sus dedos. Dio media vuelta, pero no había nadie ahí. No comprendía la palabra, pero le siguió molestando mientras seguía los pasos de la detective y del delincuente sexual hacia la puerta de calle.

* * *

El viejo profesor y la detective viajaban en silencio.

Ella había dejado el ordenador en el asiento de atrás, sabiendo que no era realmente una prueba de nada y probablemente no iba a ser más que una pérdida de tiempo revisar sus archivos. La relación entre el delincuente y Scott West era lo que la preocupaba, pero no podía dejar de ver la firme posibilidad de que se tratara de una simple coincidencia. Sabía que había mentiras en lo que Mark Wolfe le había dicho, pero sus antenas no habían recogido el tipo de mentira que pudiera conducirla en una dirección u otra. Tamborileó con los dedos sobre el volante, mientras conducía por la oscuridad hacia la casa del anciano.

El se mostraba excepcionalmente silencioso.

—¿Qué es lo que le inquieta? —preguntó ella de repente.

Él pareció guardar los recuerdos o imágenes que estaba procesando antes de responder.

—Jennifer —respondió en voz baja—. ¿Cuáles son las posibilidades de que la encontremos, detective?

—No muchas —replicó ella—. En nuestra sociedad no es tan difícil desaparecer como la gente piensa. O que hagan que uno desaparezca.

Adrián pareció pensar profundamente.

—¿Usted cree que hay algo en ese ordenador...?

Lo interrumpió:

—No.

Él se giró a medias en su asiento, como si la respuesta necesitara alguna ampliación. Ella lo complació.

—Tendrá algunas cosas preocupantes. Tal vez algo de pornografía común. No me sorprendería encontrar algo de pornografía infantil escondida en algún archivo. Tal vez alguna otra cosa que indique que el buen doctor West no está haciendo un trabajo de terapia del todo eficaz como probablemente él imagina. Pero ¿algo sobre Jennifer? ¿Cuál sería la conexión? No. No lo creo. Buscaré. Pero no soy optimista.

Adrián asintió lentamente con la cabeza.

—Me pareció que toda la conversación fue provocativa —dijo. Su voz era apenas poco más que un susurro—. Nunca antes había hablado con un hombre de esta manera. Fue instructivo.

—¿Escuchó algo que pueda ayudar? —Terri hizo esta pregunta más por educación que porque creyera que él pudiera en realidad haber notado algo importante.

* * *

—¿Eso es lo que hacen los detectives? —preguntó Adrián—. ¿Procesan la información muy rápidamente? Ella se rió.

—No es como una clase, profesor. A veces no hay mucho tiempo y uno tiene que ver las respuestas con mucha rapidez. En los casos de homicidio les gusta hablar de las primeras cuarenta y ocho horas. A decir verdad fue un maldito programa de televisión el que dijo eso. El margen es más pequeño en algunos delitos, un poco más grande en otros. Pero uno tiene que ver con mucha rapidez, si no las respuestas, por lo menos el lugar donde encontrarlas. —Terri suspiró—. Ya hemos llegado mucho más allá de esos márgenes en el caso de Jennifer.

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