Authors: John Katzenbach
Se sentía estúpido. Sentía que no sabía nada y estaba atrapado en una especie de fango cerebral.
—Tendría que guiarme yo mismo para salir... —empezó, pero Tommy lo interrumpió.
—Un guía. Alguien que sabe cómo encontrar el norte geográfico. Tú sabes quién es —dijo Tommy—. Pero no va a ser fácil que él te diga lo que necesitas saber. Hace falta ayuda. Hace falta persuasión.
Adrián asintió con la cabeza. Cerró el ordenador y lo metió en un bolso. Buscó su chaqueta y se la puso. Miró el reloj de pulsera y verificó la hora. Eran las seis y media. No sabía si era de día o de noche, pero esperaba darse cuenta cuando saliera. No sabía por qué lo sabía, pero estaba seguro de que Tommy no lo iba a acompañar. Tal vez venga Brian, pensó. Buscó a Cassie, ya que no le vendría mal una palabra de apoyo y estímulo. Ellos dos eran mucho más valientes que yo, pensó. Mi esposa. Mi hijo.
Un instante después pudo sentir que Cassie lo arrastraba.
—Aquí estoy, aquí estoy —se excusó él, como si ella estuviera impaciente. Recordó que cuando eran jóvenes, a veces él estaba trabajando, absorto en algún estudio psicológico, o en algún texto científico, o tratando de elaborar alguno de sus poemas, y ella entraba en la habitación donde él estaba para cogerlo de la mano sin decir palabra y con una leve inclinación de cabeza y una risa lo llevaba a la cama para hacer relajadamente el amor. Pero esta vez había otra necesidad mucho más urgente y podía sentir que ella lo arrastraba insistentemente en esa dirección.
* * *
Estaba oscuro y podía escuchar voces que se alzaban encolerizadas a través de la puerta. Los gritos parecían provenir principalmente de Mark Wolfe, mientras su madre gemía lastimeramente a modo de respuesta. Escuchó atentamente durante varios minutos, de pie fuera, dejando que el frío de la noche se deslizara dentro de su piel. La puerta amortiguaba la pelea lo suficiente como para que él pudiera darse cuenta de la intensidad de la discusión, pero no del tema, aunque suponía que tenía algo que ver con el ordenador que llevaba en el bolso.
Adrián se preguntó si debía esperar una pausa, y luego simplemente llamó a la puerta. De inmediato los gritos cesaron. Golpeó otra vez y dio un paso hacia atrás. Esperaba que la cólera lo sacudiera como una ola en la playa cuando la puerta se abriera. Oyó la cerradura que se abría y la luz lo bañó cuando la puerta se abrió de golpe.
Hubo un momento de silencio.
—Hijo de puta —exclamó Mark Wolfe.
Adrián asintió con la cabeza.
—Tengo algo que le pertenece —le informó.
—A la mierda. Démelo. —Mark Wolfe lo agarró, como si al sacudir a Adrián por la chaqueta pudiera recuperar el ordenador.
Adrián no sabía quién le estaba gritando instrucciones en la oreja —¿Brian? ¿Tommy?— pero se tambaleó hacia atrás, evitando que el delincuente sexual lo agarrara, y de pronto se dio cuenta de que tenía la automática nueve milímetros de su hermano en la mano, y le estaba apuntando directamente a Wolfe.
—Tengo preguntas para hacer —dijo Adrián.
Wolfe retrocedió. Miró el arma. La presencia de la nueve milímetros pareció arrojar un manto de calma sobre su rabia.
—Apuesto a que usted ni siquiera sabe cómo usar eso —lo desafió con voz ahogada.
—Sería poco prudente por su parte poner a prueba esa teoría —respondió Adrián en tono pedante. Le sorprendía todo el hielo que había en cada una de sus palabras. Pensó que debía estar asustado, nervioso y tal vez afectado por su enfermedad, pero parecía curiosamente concentrado. No era una sensación del todo desagradable.
El arma captaba toda la atención de Wolfe. Parecía encontrarse indeciso entre echarse hacia atrás y salir de la línea de fuego, o saltar hacia delante y tratar de quitársela por la fuerza. Estaba inmóvil como la imagen detenida de una cámara. Adrián levantó un poco el arma y apuntó a la cara de Wolfe.
—Usted no es policía. Usted es profesor, por el amor de Dios. Usted no puede amenazarme.
Adrián asintió con la cabeza. Se sentía extraordinariamente sereno.
—Si yo le disparara, ¿cree usted que a alguien le importaría un rábano? —le preguntó—. Soy viejo. Tal vez estoy un poco loco. Cualquier cosa que me ocurriera a mí sería irrelevante. Pero su madre..., bueno, ella le necesita, ¿no? Y usted, señor Wolfe, usted todavía es joven. ¿Cree que por algo así vale la pena morir? Usted no sabe ni siquiera qué es lo que quiero.
Wolfe vaciló. Adrián se preguntaba si el delincuente sexual alguna vez había visto un arma. Adrián parecía haber entrado en algún extraño mundo paralelo, ajeno a la atmósfera enrarecida del mundo académico que él conocía. Éste era mucho más real. La sensación debería ser agresiva y aterradora, pero no lo era. Creyó que podía sentir a su hermano muy cerca.
—Usted vino aquí y robó el ordenador de mi madre. —Adrián no dijo nada—. ¿Qué clase de monstruo es usted? Ella está enferma. Eso se nota. No tiene control sobre sí misma... —Se detuvo. Gruñó como un perro lastimado—. Quiero que se lo devuelva. Usted no tiene derecho a llevarse el ordenador de mi madre.
—¿El ordenador de quién?
Adrián usó el cañón del arma para señalar al bolso.
—Tal vez debería llevárselo a la detective Collins. Puedo hacerlo. Sé que ella tiene más experiencia en estas cosas que yo. Estoy completamente seguro de que ella va a descubrir para qué lo ha estado usando usted. Estará realmente interesada en los archivos Rosatejidos y los archivos matara-Sandy, ¿no? De modo que, realmente, usted elige. ¿Qué debo hacer?
Wolfe permanecía en la entrada, tambaleándose indeciso sin decidirse a atacar. Adrián podía ver que su cara se retorcía. Pensó que los hombres que llevaban vidas secretas, ajenas a la existencia cotidiana, odiaban tener que abrir cualquier ventana que pudiera mostrar quiénes eran realmente y qué querían de verdad. Todos esos pensamientos perversos que lo inundaban por dentro, ocultos a la mirada de las autoridades, de los amigos, de la familia. Se daba cuenta de que Mark Wolfe estaba al borde de la furia. Adrián vio que tragaba con fuerza, el rostro todavía con expresión de cólera, pero con la voz ya controlada.
—Muy bien. Es mía. Es privada. —Wolfe escupía cada palabra.
—Usted puede recuperarla —le dijo Adrián—. Pero primero quiero algo de usted.
—¿De qué se trata? —gruñó de mala gana el delincuente sexual.
—Quiero que me dé información —respondió Adrián.
El bebé empezó a llorar otra vez. Lastimeramente. Mucho más fuerte que antes.
Jennifer fue arrancada de su semisueño por el sonido que traspasaba las paredes. No sabía durante cuánto tiempo había estado dormitando..., podrían haber sido doce minutos o podrían haber sido doce horas. El día y la noche ya no se diferenciaban. La oscuridad constante, impuesta por la venda, había destruido su sentido del tiempo. Estaba constantemente desorientada. Era como esos momentos de vigilia en los que algún sueño particularmente vivido y preocupante parece permanecer en la conciencia. Tembló, alerta al sonido.
Entonces hizo algo que nunca había hecho antes. Agarró con fuerza al Señor Pielmarrón y bajó los pies de la cama, como lo haría cualquiera al despertarse por la mañana. A pesar de estar unida a la pared por la cadena, empezó a moverse, como si al dar un paso en una dirección o en otra pudiera acortar la distancia y calcular de dónde venían los llantos del bebé.
Se vio a sí misma como un animal que trataba de identificar alguna amenaza sólo olfateando el aire. Se dijo que debía usar los pocos sentidos de que disponía lo mejor que pudiera. No se dio cuenta de inmediato de la importancia que tenía esta pequeña actividad, pero pareció fortalecerla.
El volumen de los gritos aumentó. Y entonces, con la misma rapidez, cesaron, como si la tristeza que los había provocado hubiera sido eliminada. Se movió de un lado a otro, siempre encadenada a la pared, pero en el espacio vacío entre el inodoro y la nada, la cabeza todavía inclinada hacia donde ella calculaba que era el origen del llanto y de pronto tuvo conciencia de un nuevo sonido, algo muy diferente.
Eran risas. Más que eso, eran niños que se reían.
Se detuvo tratando de contener la respiración. Los ruidos de los juegos parecían alejarse y acercarse, como si dieran unos pasos hacia ella y luego se retiraran. Recordó las épocas en que era retenida en un aula del colegio de primaria por alguna travesura, castigada mientras el resto de la clase salía corriendo al recreo. Los ruidos de los juegos entraban por una ventana abierta demasiado alta para que ella pudiera ver, pero fuertes como para poder imaginar a los niños jugando. Fútbol. Tú la llevas. Saltar a la cuerda. Colgarse de las barras en el gimnasio. Todos los juegos rápidos que ocupan los recreos.
Jennifer no estaba segura de si los sonidos eran reales o simplemente algo que provenía de su memoria. Estaba confundida; sabía que estaba en un sótano apartado, pero repentinamente parecía que también estaba atrapada en algún colegio que sólo existía en su pasado.
Mientras se inclinaba hacia el ruido, como si fuera arrastrada hacia él, las risas de pronto desaparecieron. Vaciló. ¿He oído realmente eso?
Inclinó la cabeza, y otra vez pudo escuchar los sonidos débiles de los juegos. Parecieron aumentar de volumen. Se dijo que aquello no podía ser real. Pero mientras escuchaba, los sonidos parecían tan nítidos que no estaba segura. Estaba dominada por las dudas.
Los ruidos parecían estar tan cerca que creyó poder tocarlos. Le hacían señas, invitándola a participar. Extendió su mano libre tentativamente. Se dijo a sí misma que si pudiera apoderarse de un sonido directamente en el aire, acariciarlo, manipularlo, podía de alguna manera volverse parte del sonido. Era un error imaginar que el sonido podía sacarla de allí. Pero parecía tentador y posible. Estiró la mano hacia delante, con los dedos extendidos con esperanza. Sabía que estiraba la mano en la nada, sólo en el aire viciado del sótano, pero no podía evitarlo. El sonido estaba tan cerca...
Donde no esperaba nada... una sensación suave, como de papel.
Jennifer ahogó un grito, retiró la mano. Era como tocar un cable con electricidad. ¡Ahí hay alguien! Esa certeza atravesó su conciencia.
Escuchó un susurro bajo, áspero. Venía de la oscuridad, como el relámpago que atraviesa un cielo caluroso de verano. Era como una cicatriz encima del bebé distante y los ruidos del patio de recreo. Uno nunca está solo.
Entonces hubo una explosión en la oscuridad de su visión, cuando la mujer le dio un fuerte puñetazo en la mandíbula. El dolor rojo y el golpe repentino arrojaron a Jennifer hacia atrás, para caer en la cama, casi tirando al suelo al Señor Pielmarrón. El puñetazo la anonadó más que cuando el hombre la había golpeado en la cara en la calle de su casa, porque esto constituía un tipo totalmente diferente de sorpresa. Estaba lleno de desprecio. Era brutal.
Jennifer no supo si sollozar o no. Se acurrucó en posición fetal sobre la cama. Podía sentir el gusto salado de las lágrimas y de la poca sangre que le salía del labio. La habitación se había vuelto caliente y eléctrica.
—Ésta es la segunda vez que usted me obliga a golpearla, Número 4. No me obligue otra vez. Puedo hacer cosas mucho peores. —La voz de la mujer continuó con el tono monótono al que Jennifer había llegado a acostumbrarse. No lo comprendía. Si la mujer estuviera enfadada o frustrada, su voz habría sido aguda o tensa, pero Jennifer no podía comprender cómo podía parecer tan serena.
Así es como habla un asesino, pensó. Su cuerpo entero se estremeció de miedo. Aguardó, esperando otro golpe, pero éste no llegó. En cambio escuchó que la puerta se cerraba con un ruido sordo.
Se quedó en esa posición, escuchando, tratando de separar los sonidos, aunque su corazón palpitante y el zumbido en la cabeza casi opacaban todo lo demás. Necesitó hacer un esfuerzo tremendo —podía sentir que los músculos del abdomen y de las piernas se tensaban— para detener los avances de la desesperación. Tal vez la mujer simplemente cerró la puerta y estaba todavía junto a la cama, con la mano recogida, lista para dar otro golpe.
Jennifer se ahogó en el aire viciado. Podía percibir diferentes partes que requerían de su atención. La parte herida. La parte asustada. La parte desesperada. Y finalmente, la parte de la lucha. Esta última se las arregló para acallar a las otras, y Jennifer sintió que su pulso se serenaba. Todavía sentía la barbilla magullada, pero el dolor se desvanecía.
La ropa que lleva se arruga cuando se mueve, recordó Jennifer. Sus pies hacen ruidos cuando se arrastran sobre el suelo de cemento. Siempre respira hondo antes de hablar, especialmente cuando susurra. Lentamente, con determinación, Jennifer eliminó sus propios sonidos para concentrarse en escuchar sólo los de la mujer.
El silencio la sobrecogió. Estaba sola a pesar de lo que la mujer había dicho. A pesar de la cámara que ella sabía que estaba mirándola. Las risas felices del patio de recreo en segundo plano desaparecieron. Hubo un momento de tranquilidad y más tarde escuchó otra vez al bebé que lloraba en la distancia, para luego detenerse súbitamente.
* * *
El hombre de negocios de Tokio bebió el whisky tibio y suave que había sido rebajado con agua mucho antes de que los cubitos de hielo se derritieran en el vaso. La botella de la que había sido servido era costosa, pero dudaba de que el licor fuera algo más que una marca local, barata, y frunció el labio con desagrado. Tenía un iPhone en una mano y la bebida en la otra. Estaba sentado en una galería al aire libre, en un sillón de mimbre que se metía en su piel desnuda. La prostituta tailandesa estaba situada diligentemente entre sus piernas, atendiéndolo con un entusiasmo claramente falso, como si nada en el mundo fuera más erótico que complacerlo. El odió cada falso quejido y gemido que hacía. Odió el sudor que brillaba sobre su propio pecho. No sabía el nombre de la muchacha, ni le importaba saberlo. Se habría aburrido tocándola, si no hubiera sido por las imágenes que estaba mirando en la pantalla del teléfono.
El hombre de negocios era de edad madura y en su casa tenía una desaliñada esposa y una hija que tenía más o menos la misma edad que la muchacha tailandesa que se ocupaba de él con la lengua y que la Número 4, pero no pensaba en su propia hija.
Observaba la pequeña pantalla del iPhone. Serie # 4 le estimulaba. El repentino puñetazo en la cara de la Número 4 lo había excitado. Había sido inesperado y dramático, y le había pillado por sorpresa. Se movió en su asiento y bajó la mirada de la pantalla hacia el pelo negro azabache de la joven tailandesa. Unió a ambas en su mente, la prostituta y la Número 4. Se dio cuenta de que apretaba su propia mano en un puño, mientras consideraba la posibilidad de golpear a la niña sólo para ver lo que se sentía.