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Authors: John Katzenbach

El Profesor (37 page)

Las ideas de dolor y de placer se mezclaban desordenadamente en su cabeza y estiró la mano para abrir sus dedos y pasarlos entre el pelo de la niña. Quería retorcerlo para que gritara. Pero se detuvo. La Número 4, se dio cuenta, apenas había hecho un pequeño ruido cuando fue golpeada. En otras ocasiones, la Número 4 había llorado y alguna vez gritó o llegó a lanzar un chillido, pero esta vez, cuando fue golpeada, había caído hacia atrás, manteniendo un silencio estoico.

Su disciplina era algo que había que admirar profundamente. Se reclinó en su asiento y cerró los ojos. Por un momento trató de imaginar que la niña tailandesa se había esfumado y que era la Número 4 quien se ocupaba de su entrepierna.

Respiró con fuerza. Se sintió estimulado en todo su cuerpo y se entregó a las fantasías con una renovada pasión.

* * *

—¡La Número 4 tiene la mandíbula de un boxeador profesional! —exclamó—. Maldición. —Linda estaba molesta. Le dolía la mano y Michael no se mostraba tan comprensivo como ella esperaba. Al golpear a Jennifer se había cortado el dedo meñique contra los dientes de la adolescente. Le salía sangre de un corte cerca de la uña, y la chupó mientras se quejaba. Michael estaba sonriendo, cosa que a ella no le gustó.

Él revisaba el botiquín de la granja, buscando algún antiséptico y una tirita.

—Si cierras la mano y le das un puñetazo —sugirió—, sería mejor que usaras guantes protectores. Hay algunos en la mesa junto al ordenador principal. —Encontró lo que estaba buscando—. Esto puede dolerte —advirtió mientras hacía gotear un poco de agua oxigenada en el corte—. ¿Sabías que la boca es uno de los lugares del cuerpo más peligrosos y llenos de bacterias?

—Has pasado demasiado tiempo frente al Discovery Channel. —Linda hizo una mueca.

—¿Y que el dragón de Komodo en esa isla del Pacífico puede matarte de un mordisco no porque sea venenoso, sino porque la infección que produce en realidad no puede ser curada con los antibióticos modernos?

—¿Animal Planet? —Linda hizo otra mueca cuando el desinfectante cayó sobre la herida—. Entonces la próxima vez que tú creas que ella necesita ser disciplinada, tal vez sea mejor contratar una maldita lagartija.

—Lo siento —se disculpó Michael. Cambió inmediatamente el tono. Solícito. Sensible. Lamentándolo. Observó el corte ya limpio—. Es bastante profundo. Tal vez podrías coger la camioneta e ir a urgencias a que te den uno o dos puntos. Pero el hospital más cercano probablemente está a unos cuarenta y cinco minutos de viaje. Yo puedo controlar la situación aquí hasta que vuelvas.

Linda sacudió la cabeza.

—Si aplico un poco de presión —sugirió ella— cerrará la herida. —Linda ajustó una toalla pequeña sobre la herida y atravesó el dormitorio hacia una ventana—. No hay que salir de aquí —continuó Linda decididamente—. No a menos que necesitemos realmente algo. No tiene sentido dejar que nadie nos vea.

Permaneció en ese lugar por un momento, mirando por la ventana de la granja. Era la última hora de la tarde y una ligera brisa movía las hojas que habían empezado a brotar en la hilera de árboles que delimitaba el sendero de grava. A su derecha había un establo rojo desgastado por el sol y la lluvia donde habían guardado el Mercedes y lo habían cubierto con una lona impermeable. La camioneta abollada de Michael estaba aparcada fuera. Ella pensaba que ese vehículo hacía que parecieran gente corriente de aquella zona, como un par de vaqueros baratos y una camisa, cuando, en verdad, eran de seda y de alta costura.

Adoraba el mundo de ilusión en el que entraron para Serie # 4. Eran una agradable pareja joven que había alquilado una granja realmente aislada en un remoto e ignorado lugar de Nueva Inglaterra. Le habían dicho al agente inmobiliario que Michael estaba terminando de preparar su doctorado y que ella trabajaba en escultura. Esta mezcla de lo académico y lo artístico había puesto fin a cualquier pregunta acerca de la necesidad de soledad, que era su principal deseo. Nombres falsos. Falsos antecedentes. Prácticamente toda la transacción fue hecha por Internet. El único contacto físico había tenido lugar cuando Linda pasó por la oficina del agente inmobiliario y pagó en efectivo un alquiler de seis meses. Alguien con una mente suspicaz podría haber dudado del fajo de billetes de cien dólares que ella había sacado, pero en una economía devastada, la imagen del dinero en efectivo detenía casi cualquier pregunta.

Nadie había podido verlos descargar su costoso equipo audiovisual. No había nadie tan cerca como para poder escuchar los ruidos de las obras cuando Michael preparaba el estudio donde la Número 4 iba a ser filmada. Nada de vecinos moviéndose ruidosamente en las inmediaciones y trayéndoles algún guiso de bienvenida. Nada de amigos. Nada de conocidos. No participaban de ningún otro mundo que no fuera Serie # 4. Ella no quería que nada del mundo exterior se entrometiera en el suyo. Para Linda, la sensación de poseer y controlar un mundo por completo formaba parte del placer.

Levantó el dedo a la luz que venía a través de la ventana. Esperaba que no le quedara ninguna cicatriz. Una ráfaga de cólera se apoderó de ella, rabia de que la Número 4 le hubiera dejado sin querer una marca en la piel. Cualquier defecto en su cuerpo la asustaba. Esperaba ser siempre perfecta.

—Estoy bien —afirmó. Aunque no estaba segura de creer en lo que decía. En ese momento quería herir a la Número 4 de alguna manera inolvidable.

—Déjame vendarte el dedo —ofreció Michael.

Ella estiró la mano y él la cogió como un novio ante el altar. Con ternura. No más risas. Lo puso a la luz y lo secó pasándole algodón. Luego le levantó la mano, como si fuera un cortesano medieval, y la besó.

—Creo —dijo ella lentamente, dejando finalmente ver una sonrisa— que ha llegado la hora de que la Número 4 aprenda algo nuevo.

Michael asintió con la cabeza.

—¿Una nueva amenaza? —quiso saber él.

Linda sonrió.

—Una amenaza vieja, pero reinventada.

Capítulo 29

Adrian hizo un gesto con el arma hacia el interior de la casa. El peso del arma parecía fluctuar: ligero, casi etéreo en un momento; de hierro, pesado como un yunque, en otro. Trató de obligarse a repasar la lista para mayor seguridad: ¿Cargador completo en la culata? Listo. ¿Proyectil en su sitio? Listo. ¿Seguro quitado? Listo. ¿Dedo en el gatillo? Listo. ¿Listo para disparar?

Dudaba de que pudiera hacerlo, a pesar de sus amenazas y aun teniendo en cuenta la cantidad de daño que Mark Wolfe estaba claramente dispuesto a producir en niños inocentes. Escuchó la voz de Brian que le susurraba en la oreja: Si le disparas, te arrestarán y no quedará nadie para buscar a Jennifer; habrá desapareado para siempre.

El práctico argumento de abogado era de su hermano. El tono era el de su hermano. Pero sabía que Brian no estaba con él, no en ese momento. Estoy solo, pensó. Luego se contradijo: No, no estoy solo. Luchó contra su propia confusión.

Adrián observó la manera furtiva en que el abusador sexual pareció escabullirse retrocediendo hasta la sala de estar. Se sentía casi sobrecogido de estar en presencia de un hombre a quien le preocupaban tan poco las consecuencias de sus deseos. La gente normal tiene en consideración las consecuencias. Los Mark Wolfe de este mundo no. Piensan sólo en sus propias necesidades.

De pronto, la nueve milímetros pareció ponerse fría al tacto, y luego, un instante después, casi al rojo vivo, como si acabara de salir de un horno muy caliente. Apretó la culata. Pero tal vez yo soy igual. Continuó aleccionándose con cada paso hacia delante.

Aquel hombre tenía una gran sonrisa que Adrián pensó que era indicativa de una enfermedad que él sólo podía imaginar. Por lo menos su propia enfermedad tenía un nombre, un diagnóstico y un esquema identificable de demencia y desintegración. La compulsión de Mark Wolfe parecía entrar en una esfera diferente, una en la que la medicina perdía el control y era reemplazada por algo mucho más oscuro. Pero a la vez pensó que ambos estaban condenados.

—Está bien, viejo —dijo Wolfe con burlona familiaridad—. Deje de dar vueltas con el arma y dígame qué es lo que quiere saber. —Entró en la sala de estar. Había poco en su voz que indicara que se sintiera terriblemente amenazado por Adrián, a pesar del arma que se movía en el aire entre los dos—. Pero primero quiero ese ordenador.

Adrián vaciló.

—Es importante, ¿no?

—Lo es, profesor, es privado.

—¿Acaso no forma parte de las condiciones de su libertad, señor Wolfe, que usted no se permita ver algunas de las cosas que hay en este ordenador? ¿En qué clase de problemas se metería si mi amiga la detective revisara estos archivos, en vez de los archivos del ordenador que usted le dio?

Wolfe sonrió. Una sonrisa fija que no tenía nada que ver con el buen humor.

—Usted no estaría aquí, con esa arma en la mano, si no supiera ya la respuesta a esa pregunta.

Rose entró en la sala de estar detrás de él. Tenía un trapo de cocina en la mano y sonrió cuando vio a Adrián.

—Oh, Marky, tu amigo ha vuelto —exclamó con entusiasmo. Rose o bien no había visto la automática en la mano de Adrián o bien no comprendía por qué la tenía, o tal vez ni siquiera sabía lo que era, porque no lo mencionó.

Wolfe mantuvo sus ojos sobre Adrián.

—Así es, mamá —replicó lentamente—. Mi buen amigo el profesor ha venido a visitarnos otra vez. Y ha traído tu ordenador.

—¿Vamos a mirar juntos nuestros programas? —preguntó ella.

—Sí, mamá. Creo que por eso ha venido el profesor. Quiere sentarse con nosotros a ver la televisión. Puedes empezar a hacer punto ahora.

Rose sonrió y se dirigió a su sillón. En pocos segundos se había acomodado y el sutil castañeteo de las agujas de punto se integró al sonido ambiente de fondo.

—No le muestro mis cosas personales —explicó Wolfe—. Aunque eso no puede entrar en su cabeza. De todos modos hago que se acueste antes de conectarme.

Conmovedor, pensó Adrián. Esconde su enfermiza pornografía a su madre. ¡Qué hijo tan bueno!

—Bien... —comenzó Adrián.

—Usted tendrá que esperar —informó Wolfe—. Ésta es mi casa, y es la hora de mi programa.

Adrián asintió con la cabeza. Fue a sentarse en un destartalado sofá.

—Esperaremos juntos —aceptó. El arma seguía en su mano, apuntando al pecho de Wolfe.

—Usted lo sabe —comentó lentamente Wolfe, con una ligera sonrisa que le arrugaba la cara—, las personas como yo no son realmente peligrosas. Somos sólo... curiosos. ¿No se lo ha dicho el doctor West?

No es peligroso... ¡Qué mentira!, gritó Adrián interiormente. Pero en lo exterior mantuvo lo que él esperaba que fuera un inexpresivo rostro aséptico.

—No he hablado con el doctor West sobre usted —replicó Adrián. Un rápido gesto de sorpresa revoloteó en los ojos de Wolfe.

—Eso es interesante —comentó el abusador sexual. Se sentó pesadamente frente a Adrián y cogió el mando a distancia del televisor. Lo apuntó a la caja con el cable debajo de la ancha pantalla plana y farfulló—: Porque el buen doctor me parece que es casi igual que usted.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Adrián cuando un menú con diversos canales apareció en la pantalla.

—Quiere aprender —explicó Wolfe. Un rápido estallido de risa salió a través de sus labios—. Sólo que él no necesita apuntarme con un arma al pecho para encontrar lo que quiere. —Adrián se sintió mareado. Quería ayuda. Necesitaba ayuda. Pero todos sus visitantes muertos permanecían en silencio. No creía que esa sensación fuera a durar. Alguien me va a ayudar. Estaba seguro. No me dejarán estar solo demasiado tiempo.

—¿En qué piensa, profesor? —preguntó Wolfe repentinamente—. ¿Una reposición de MASH o tal vez del viejo Show de Mary Tyler Moore? Mi madre realmente no entiende el humor de Los Simpsons.

No esperó una respuesta. Apretó un botón y la pantalla se llenó de helicópteros verde oliva del Ejército dando vueltas en una ladera de California del Sur que simulaba ser Corea en 1950. La conocida música salió de los altavoces.

—Oh, bien —dijo Rose con entusiasmo—. Son Ojo de Águila y el mayor Burns. —Las agujas de hacer punto hicieron clic enérgicamente cuando se inclinó hacia el televisor.

—Puede recordarlos —informó Wolfe—. Puede recordar los nombres de los programas y de los actores. Pero no el nombre de su hermana. Ni el de ninguno de mis primos. Son todos desconocidos ahora. Por supuesto, no vienen con tanta regularidad como Alan Alda y Mike Farrell. Nadie lo hace. Sólo estamos nosotros dos. Completamente solos. Salvo por las personas en la pantalla. Son sus únicos amigos.

Adrián pensó: Podría haber dicho lo mismo de mí.

El delincuente sexual se movió un poco en su asiento para seguir la acción en el programa, ignorando a Adrián, como si él y el arma no estuvieran ya en la habitación. Pero Wolfe se puso tenso cuando Adrián cambió de sitio el bolso con el ordenador de Rose y lo puso en el suelo, entre sus pies. No sabía cuánto tiempo iba a poder sostener el arma quieta en la mano, y se preguntaba si no sería como el lastre de un submarinista, que podía arrastrarlo hacia algún abismo.

* * *

Estuvieron sentados toda la noche viendo viejas series de televisión. Los protagonistas de una serie de médicos en un hospital militar se convirtieron en personajes de una graciosa comedia familiar. A eso siguió otro programa de los viejos tiempos. Y otro. Durante dos horas, las payasadas llenaron la pantalla. Rose se reía con frecuencia, de vez en cuando coincidía con una secuencia cómica, pero también en cualquier otro momento. Mark Wolfe estaba relajado en su asiento, ajeno al arma que apuntaba en su dirección. Adrián se movió en el sofá, mitad prestando atención a las comedias, mitad atento a Wolfe. Nunca había retenido antes a nadie a punta de pistola. No le parecía estar haciéndolo bien, pero no estaba seguro de que eso fuera muy relevante.

Toda la escena parecía surrealista. Se sentía como si estuviera en algún escenario de una obra de teatro vanguardista, pero no había ningún apuntador para ayudarlo con el texto. La sintonía final de Cheers llenó la habitación y Mark Wolfe cogió el mando a distancia y apagó el televisor.

—Es suficiente por hoy, mamá —ordenó—. El profesor y yo tenemos que terminar con nuestros asuntos. Es hora de que te acuestes.

Rose parecía triste.

—¿Eso es todo por esta noche? —preguntó.

—Sí.

La mujer suspiró y volvió a meter la labor en la bolsa de tela. Levantó la vista.

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