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Authors: John Katzenbach

El Profesor (33 page)

BOOK: El Profesor
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Adrián pareció pensar en eso.

—Jennifer necesita más tiempo —dijo—. Espero que lo tenga.

Terri se dio cuenta de que el anciano no le desagradaba. Estaba persuadida de que era sincero en sus esfuerzos por ayudar. Esto le llegó como una suerte de revelación; por lo general los civiles sólo logran interponerse torpemente en el camino de la ejecución de la ley. Es mucha la gente que ha visto demasiada televisión y cree que efectivamente sabe algo. Obstáculos, no ayuda, pensó ella. Esto era una parte de su entrenamiento y de su experiencia. Pero, por otra parte, el anciano que estaba sentado a su lado —que parecía pasar de la observación aguda a la insistencia absorbente y luego a un planeta diferente— no era como la mayor parte de los entrometidos y bienintencionados a los que estaba acostumbrada. Detuvo el vehículo delante de la casa del profesor.

—Servicio de puerta a puerta —anunció ella.

—Gracias —dijo Adrián al bajar—. Quizá usted quiera llamarme con cualquier información que pueda conseguir...

—Profesor, déjeme el trabajo policial a mí. Si hay algo en lo que yo crea que usted puede ayudar, lo llamaré.

Le pareció que el anciano estaba alicaído. Jennifer ha desaparecido, pensó ella, y él se culpa a sí mismo. Hay una diferencia entre el policía —para quien las más grandes tragedias son una parte de su rutina diaria— y las personas que sienten que han sido convertidas en algo especial al verse involucradas en un delito. Es algo que sobrepasa tanto su vida cotidiana que no solamente los fascina, sino que puede volverlos obsesivos. Pero para una policía como Terri aquello no era más que algo normal. Trágico, pero normal.

Adrián se alejó del automóvil y miró cuando desapareció calle abajo.

—Es una buena policía —comentó Brian—. Pero está limitada. El detective superinteligente, innatamente instintivo y pseudointelectual es un truco de los autores de novelas de misterio. Los policías en realidad se dedican directamente a resolver problemas. Pim, pam, pum, no La dama o el tigre.

Adrián caminó con dificultad hacia la puerta principal.

—¿Estabas en casa? —preguntó.

—Por supuesto —admitió Brian. Su tono era de modestia, como si estuviera esperando otra pregunta. Adrián giró hacia su hermano muerto. Era el abogado Brian, jugueteando con su corbata de seda, colocándose la raya perfecta del traje de dos mil dólares. Brian levantó la vista—. Aprendiste algo.

—Pero la detective dijo...

—Vamos, Audie, desde el principio esto no era para encontrar al culpable. Por lo menos no todavía. Se trata de descubrir dónde buscar a Jennifer. La única manera de hacer eso es imaginar quién se la llevó. Y por qué.

Adrián asintió con la cabeza.

—Sí.

—Y ésa no es, seguramente, la manera en la que piensa una agradable detective de un pequeño pueblo universitario, aun cuando parezca muy competente.

A Adrián le pareció que eso era verdad. Hacía frío. Se preguntó dónde se escondía la calidez de la primavera. El aire parecía engañoso, como si prometiera una cosa y entregara algo diferente. Pensó que era una época del año poco de fiar.

—¡Audie!

Se giró hacia Brian.

—Se está haciendo más difícil —dijo—. Es como si con cada hora, con cada día, algo de mí se escapara.

—Por eso estamos aquí.

—Creo que estoy demasiado enfermo.

—Diablos, Audie —se burló Brian—, yo estoy muerto y eso no me detiene.

Adrián sonrió.

—¿Qué viste en la casa de ese canalla?

—Una anciana que sufre... —se detuvo. ¿Qué fue lo que vio?—. Vi a un hombre que actuaba dócilmente, como si no tuviera nada que esconder, que probablemente quiere esconderlo todo.

Brian mostró una gran sonrisa y le dio una palmada en la espalda a su hermano.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que me faltó ver algo.

Brian se llevó la mano a la frente, al lugar exacto donde debió haber puesto el cañón del arma que Adrián guardaba dentro del cajón superior de su mesa. Movió la mano como si disparara, pero no pareció pensar que eso fuera irónico.

—Creo que ambos sabemos qué hacer —dijo Brian.

* * *

Adrián se encogió sobre su asiento en el automóvil, con la esperanza de que su visita anterior no hubiera hecho que Mark Wolfe estuviera más alerta ante la idea de que alguien pudiera estar observándolo. Había sombras matutinas que dibujaban espacios oscuros donde el sol naciente era bloqueado por árboles que acababan de empezar a llenarse de hojas. A Adrián le pareció que el mundo más allá de su ventanilla no estaba del todo desnudo, pero tampoco vestido. A veces pensaba en el cambio de las estaciones como un momento en el que la fuerza natural aguardaba un permiso, un visto bueno, para tomar forma y convertir el día de invierno en primavera.

No sabía cuántos cambios había dejado atrás. Ni sabía tampoco por cuánto tiempo más iba a poder percibirlos. Se movió en su asiento para hacerle una pregunta a Brian, pero su hermano ya no estaba con él. Se preguntaba por qué no podía hacer aparecer sus alucinaciones cuando las necesitaba. Sería alentador tener a alguien con quien hablar y deseaba que el tono confiado de su hermano le ayudara a tomar sus propias decisiones.

Creía que lo que pensaba hacer era de dudosa legalidad. Si no era contra la ley, debería serlo. Inmoral, también, cosa en la cual su hermano, el famoso abogado, iba a ser de gran ayuda. Los abogados estaban siempre más cómodos en los matices grises de la moral.

—¿Brian?

Silencio. Esperaba esto. Se quedó observando la puerta principal. Pensó que Mark Wolfe debía de estar a punto de salir. Estaba temblando.

Pensó en su hermano. Cuando eran pequeños, siempre le había sorprendido que Brian fuera tan intrépido. Si Adrián y sus amigos estaban haciendo algo —nadando, jugando a la pelota, armando lío—, Brian siempre se unía a ellos y era el primero en ofrecerse para cualquier travesura que estuvieran preparando. Adrián recordó una vez en que sus padres les regañaron a los dos juntos. Brian recibió una bronca y le enviaron a su habitación. A Adrián le sermonearon. «Se supone que debes cuidar de tu hermano menor» y «Adrián, cómo pudiste dejar que él...». Le había resultado imposible explicar que, incluso con su diferencia de edad, Brian era el líder. Al revés, pensó. Nuestro crecimiento fue al revés. Y luego dijo en voz alta:

—Pero eso todavía no me explica el tiro que te pegaste.

Adrián pensaba que todo en su vida era un misterio excepto su trabajo. ¿Por qué lo amaba Cassie? ¿Por qué murió Tommy? ¿Cuál había sido el problema de Brian? ¿Por que él no había podido ver lo que iba a hacer? Pensaba también que su enfermedad tenía un aspecto bueno. Todas estas dudas, toda la tristeza que lo había acechado, iban a desaparecer en una niebla de pérdidas. Dejó escapar un suspiro. Ya estoy muerto, pensó.

Oyó que se cerraba la puerta de un automóvil. Una mirada rápida y vio que Mark Wolfe salía por el sendero de entrada de su casa, como había hecho el día anterior. El delincuente sexual partió.

Adrián miró su reloj. Había sido un regalo de su esposa cuando cumplieron veinticinco años de casados. Sumergible, aunque rara vez lo metía en el agua. A prueba de golpes, aunque nunca se cayó. Pila para toda la vida... Bien, se dijo a sí mismo, muchas probabilidades de que siga dando la hora después de que yo me haya ido. Adrián tenía planeado esperar quince minutos. El minutero resultaba casi hipnótico mientras recorría de manera implacable la esfera del reloj.

Cuando estuvo seguro de que Mark Wolfe se había alejado de camino a su trabajo, a la tienda de artículos para el hogar, Adrián se bajó del automóvil y caminó rápidamente hacia la casa. Llamó con fuerza a la puerta y luego tocó el timbre. Cuando la puerta se abrió un poco y los ojos ligeramente ausentes de la madre miraron por la rendija, Adrián se acercó.

—Mark no está aquí—dijo de inmediato.

—Está bien —replicó Adrián. Empujó con insistencia la puerta—. El me ha pedido que viniera y pasara un rato con usted.

—¿En serio? —Confusión. Adrián aprovechó. Le pareció que conocía la enfermedad de la mujer mejor que la suya propia.

—Por supuesto. Somos viejos amigos. Se acuerda, ¿no? —No esperó una respuesta. Simplemente entró en la casa y de inmediato se dirigió a la sala de estar; se quedó de pie casi en el mismo lugar donde había estado la noche anterior.

—No lo recuerdo a usted —dijo la mujer—. Y Mark no tiene muchos amigos.

—Ya hemos hablado antes.

—¿Cuándo?

—Ayer. Recuerde.

—No...

—Y usted dijo que volviera porque había muchas cosas de las que hablar.

—Yo dije que...

—Hablamos de muchas cosas. Como de su ganchillo. Usted quería mostrarme algunas labores de ganchillo.

—También me gusta hacer punto. Me gusta hacer mitones. Se los regalo a los niños del barrio.

—Apuesto a que es Mark quien sale a regalárselos.

—Sí. Él los distribuye. Es un buen hijo.

—Por supuesto que sí. Es el mejor hijo que se puede tener. Le gusta hacer felices a los niños.

—Con mitones en invierno. Pero ahora...

—Estamos en primavera. No más mitones. No hasta el próximo otoño.

—Me olvidaba, ¿cómo es que son amigos usted y Mark?

—Me gustaría que usted me hiciera unos mitones.

—Sí. Hago mitones para los niños.

—Y Mark los distribuye. ¡Qué buen hijo!

—Sí. Es un buen hijo. ¿Cuál era su nombre?

—Y ve la televisión con usted.

—Tenemos nuestros programas. A Mark le gustan los programas especiales. Vemos todos los programas cómicos temprano, juntos, y nos reímos, porque se meten en tantos problemas en todos esos programas... Y luego me hace ir a la cama porque dice que sus programas empiezan después.

—Así que ven los programas que a usted le gustan juntos y luego ve los programas que a él le gustan en ese televisor grande.

—Él lo compró para nosotros. Es como tener personas reales de visita aquí. No vienen muchos amigos.

—Pero yo soy su amigo y he venido.

—Sí. Usted parece viejo como yo.

—Lo soy. Y ahora somos amigos, ¿no?

—Sí. Supongo.

—¿De qué tratan los programas que él ve?

—No me deja verlos.

—Pero a veces usted no puede dormir, ¿no es cierto? Y usted viene aquí... Ella sonrió.

—Sus programas son... —Dejó escapar una carcajada—. No debo decir esas palabras.

Ella tenía una mirada tímida e infantil en su cara. Adrián la observó mientras rebotaba en su asiento en un movimiento que era a la vez de anciana, de enferma y de niña. Él se daba cuenta de que se había enterado de algo y se esforzaba por precisarlo interiormente. Podía sentir a su esposa, a su hijo, a su hermano, todos rodeándolo, todos allí, pero sin estar allí, tratando de decirle de qué se trataba, estimulando su capacidad de percepción. Miró a la mujer. Dos locos, pensó. Yo puedo comprenderla a ella, pero ella no puede comprenderme a mí.

Adrián pensó que todo aquello era una lengua extranjera y esto lo llevó hacia Tommy, que murió en algún lugar lejano. Apenas podía pensar en él, sólo veía imágenes a través de una pantalla. Y esto le hizo volverse hacia la enorme pantalla de televisión y recordar algo que la mujer había dicho y algo que recordó que su hijo le había dicho a él, sólo que no era realmente su hijo, sino el fantasma de su hijo. Tejer, pensó. Ella teje.

—¿Dónde está el ordenador que usa usted? —le preguntó—. ¿Lo guarda con la labor?

La mujer sonrió.

—Por supuesto. —Fue y cogió la bolsa con hilos y muestras de tela que estaba junto al sillón reclinable, precisamente donde Adrián la había visto la noche anterior. La llevó donde estaba él. Debajo de una madeja de hilo rosa y rojo había un pequeño ordenador portátil Apple. Había cables conectados.

Miró hacia el televisor. Utiliza el ordenador con esa enorme pantalla de televisión después de haber mandado a su madre a la cama.

—Le voy a llevar esto a Mark —dijo él—. Lo necesita en su trabajo.

—El lo deja aquí—informó ella—. Siempre lo deja aquí.

—Sí, pero la mujer policía que vino va a querer verlo, de modo que él se lo va a llevar después del trabajo. Eso es lo que quiere.

Adrián sabía que todas sus mentiras iban a funcionar, aun cuando la anciana se mostraba reticente. Sentía que era una maldad lo que estaba haciendo. La frase infantil «Como quitarle un caramelo a un niño» cruzó por su mente.

Cogió el ordenador y se dirigió hacia la puerta. ¿La contraseña? Mark Wolfe no le había parecido estúpido a Adrián. Y recordó la mirada despectiva que la detective Collins tenía en su cara cuando cogió el ordenador que el delincuente sexual le había entregado tan fácilmente. «El-hombre-de-los-caramelos». ¡Qué obvio/, pensó para sí. Una contraseña tan cargada de connotaciones que cualquiera que examinara el ordenador creería que lo iba a conducir a alguna prueba delatora, cuando lo único que iba a recorrer era un inocente y oscuro callejón sin salida.

Con el ordenador en sus manos —el ordenador de la madre, el verdadero—, miró a la mujer de pelo gris y mirada salvaje.

—¿Mark tuvo alguna vez una mascota cuando era un muchacho... ?

—Teníamos un perro llamado Butchie...

Adrián sonrió. «Butchie». Esa es una posibilidad.

—Mark tuvo que hacer que lo mataran. A Butchie le gustaba cazar cosas y morder a las personas.

Igual que a su hijo. De pronto pareció que la anciana se iba a poner a llorar. Adrián pensó un momento, y luego, con sumo cuidado, le hizo otra pregunta:

—¿Y cuál era el nombre de la hija del vecino, se acuerda, la que vivía en la casa de al lado? ¿O era más allá en esta misma calle? Cuando Mark era adolescente.

La cara de la anciana cambió en un instante. Frunció el ceño.

—Esto es como un juego de memoria, ¿no? Ya no puedo recordar muchas cosas, me olvido todo...

—Pero a esa niña usted la recuerda, ¿no?

—No me gustaba.

—Su nombre era...

—Sandy.

—Ella fue la que metió a Mark en problemas por primera vez, ¿no? —La mujer asintió con la cabeza. Se preguntaba si Mark Wolfe tenía sentido de la ironía. Adrián se dirigió hacia la puerta con el ordenador bajo el brazo, pero se detuvo antes de abrir la puerta, y preguntó—: ¿Cómo se llama usted?

Ella sonrió.

—Me llamo Rose.

—Como una hermosa flor.

—Solía tener las mejillas muy rojas cuando era joven y me casé con... —Se interrumpió. Se llevó la mano a la boca.

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