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Authors: John Katzenbach

El Profesor (15 page)

BOOK: El Profesor
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—La secuestrada..., ¿qué sabes de ella?

—Joven. Adolescente. Con muchos problemas. Muy inteligente. Muy atractiva.

—¿Y la policía...?

—Está tratando de revisarlo todo. Son tremendamente minuciosos buscando pruebas, lo cual no sé si va a ser una gran ayuda.

Roger volvió a asentir.

—Sí. Tienes razón en ese aspecto. Los hechos podrían resolver un crimen cuando hay un cuerpo. Pero éste no es el caso, ¿verdad?

—Todavía no.

—Bien. ¿Y estás absolutamente seguro de que fueron un hombre y una mujer desconocidos quienes la secuestraron, y no necesariamente personas que la conocían?

—Sí. Seguro. O tan seguro como lo puedo estar.

El profesor más joven pensó de nuevo.

—¿Quieres que especule? Eso es lo que sería, pura especulación... —Adrián no respondió. Sabía que no era necesario—. Bueno, tiene que ver con sexo, por supuesto, muy probablemente. Pero se trata también de control. La pareja probablemente obtendrá placer erótico teniéndola como esclava. Alimentarán su propia excitación con el placer que obtiene el otro. Son muchos los factores posibles. Voy a necesitar mucha más información para poder darte un perfil más preciso...

—No tengo mucho más. No todavía.

Roger siguió pensando profundamente.

—Bueno, una cosa, Adrián..., y no me tomes demasiado al pie de la letra..., pero creo que yo, si estuviera en tu lugar, me concentraría en el propósito, tratando de dar sentido a una situación como la que describes.

Adrián se encontró mirando a la galería de criminales de los carteles de «Se busca» del FBI que estaban colgados en la pared. Por un momento, pensó que le estaban hablando, como un coro griego, antes de darse cuenta de que era el profesor Parsons quien seguía diciendo:

—Bueno, ¿cómo es que la víctima genera sentimientos de grandeza, importancia y sensación de poder en la pareja criminal? Más allá del juego sexual, ¿qué es lo que esperan ganar...? Porque algo debe de haber. Puede que esté oculto, puede que no. Poder. Control. Muchos factores psicológicos en este tipo de delito. Ninguno de ellos, por desgracia, es muy agradable.

—¿Y cómo tratará la policía de hallar la solución... ? Roger sacudió la cabeza.

—Es poco probable que lo hagan. Por lo menos no hasta que se encuentre un cuerpo. Sin embargo, en el caso de los seguidores del mormón con varias esposas el niño logró escapar. Sólo que por lo general eso no ocurre. Escapar es muy difícil para este tipo de rehenes. Desde la comodidad de nuestros hogares nos gusta pensar: Bueno, ¿por qué no escaparon y llamaron a la policía?, pero eso requiere pasos psicológicos que son muy difíciles de dar. No, no es nada fácil...

—Así que la policía...

Parsons agitó su brazo en el aire como si atrapara una pelota que hubiera rebotado en el vidrio.

—Cuando finalmente tienen un cuerpo, vivo o muerto, entonces pueden comenzar a investigar hacia atrás. Tal vez. Probablemente no. En ambas situaciones, no me permitiría esperar un resultado satisfactorio.

Adrián asintió con la cabeza. Hay algo más. Oyó la voz de su hermano que resonaba en su oído.

—Hay algo más —dijo Roger Parsons en voz baja, como si el muerto también le hubiera hablado a él. Adrián esperó una respuesta—. Hay un reloj funcionando en este tipo de crímenes.

—¿Un reloj?

—Sí. Mientras la víctima esté proporcionando emoción, excitación, pasión, lo que sea, es excepcionalmente valiosa para la pareja. Pero en cuanto eso cesa, o se cansan de ella, o bien agotan el fondo de estímulo que ella trae, entonces ya no vale nada. Y será descartada.

—¿Liberada?

—No. No necesariamente. —Hubo un silencio momentáneo, mientras los dos profesores meditaban las circunstancias expuestas. En este breve momento, ambos oyeron a la joven estudiante inhalar con fuerza, como si una brisa fría hubiera entrado en la pequeña oficina. Se volvieron hacia la señorita Lewis.

Tenía la cabeza agachada, como si sintiera timidez por lo que iba a decir, y sus mejillas habían enrojecido, casi como si tuviera vergüenza por la idea que le había venido a la mente. Su voz era suave y vacilante.

—Ian Brady y Myra Hindley —dijo—. En 1966. Inglaterra. Los asesinatos de Moors.

Roger Parsons aplaudió con entusiasmo.

—Sí —confirmó. Su voz llenó súbitamente la pequeña oficina—. Por supuesto, señorita Lewis. Bravo. Una espléndida observación. Adrián, podrías comenzar por ahí.

La estudiante logró esbozar una sonrisa al oír la alabanza de su profesor, aunque Adrián pensó que debía de ser duro, en cierto modo, conocer los nombres y los actos depravados de célebres asesinos en serie a tan tierna edad.

Capítulo 14

El joven pasó apresuradamente por la librería Negra y Criminal, cerca de una de las principales arterias de Barcelona. Un autor de novelas policiales estaba leyendo fragmentos de una de sus obras en un recinto abarrotado de público. Se sintió tentado de quedarse a escuchar la charla. Pero había sido un día terrible en la agencia de viajes donde trabajaba..., sólo quejas indignadas y cada vez menos negocios. Estaba cansado, frustrado después de intentar solucionar un problema tras otro sin que ninguna de sus intervenciones hubiera tenido éxito y lo único que quería para el resto de la jornada era estar solo con la Número 4.

Estaba tan dedicado a ella como lo había estado a sus antecesoras. Tal vez, pensaba, todavía más. Se preguntaba cómo era que había podido enamorarse tan rápidamente de una imagen que le llegaba a través del ordenador. Durante los primeros días de la nueva serie, se había encontrado con que fantaseaba con ella, tratando de imaginar lo que estaba haciendo, lo que estaba pensando, qué le iba a ocurrir ese día. Sentado en la mesa de su pequeña oficina, se había resistido a la tentación de entrar en whatcomesnext.com y seguirlo hora por hora; sus jefes no aprobaban el uso «personal» de los ordenadores Dell de la empresa, lo cual no impedía que algunos de sus compañeros de trabajo se permitieran juegos on line y ocasionales visitas a webs pornos cuando los supervisores no estaban atentos. Pero lo más importante era que no había nadie de los que trabajaban cerca de él con quien quisiera compartir a la Número 4. No quería que ninguno de ellos —los odiaba a todos— supiera de su existencia.

De modo que atravesó rápidamente la noche que se acercaba, ignorando a la gente que llenaba los cafés, que paseaba por las amplias calles, que se encontraba en las esquinas para hablar de los más recientes chanchullos de un club de fútbol, para quejarse de los políticos. Debió haberse detenido para comer algo —habían pasado horas desde su última comida— pero no tenía hambre. Podía sentir la urgencia en cada paso que daba, casi como si regresar a la soledad de su modesto apartamento fuera una emergencia.

Se dijo a sí mismo que tenía que ponerse al día. En realidad no importaba si no había pasado nada. Para el joven en aquella calle de Barcelona, hasta el menor movimiento de la Número 4 era algo asombroso. Se sentía un poco como si estuviera en el centro de la primera fila de una fundón de teatro, y una vez que las luces se apagaban y los artistas entraban al escenario, le resultaba imposible retirarse.

Cuando llegó al edificio tuvo un raro recuerdo: su propia madre sentada pacientemente junto al lecho de su abuelo moribundo, con las cuentas del rosario en la mano, murmurando plegarias una y otra vez durante horas y horas, día tras día. El era un niño de no más de nueve años, y una de sus tías le había llevado a aquella habitación oscura y silenciosa. Recordó que ella lo empujaba con la mano con firmeza por la espalda, dirigiéndolo a un lateral de la cama. Recordó la respiración lenta, ronca y la piel que parecía translúcida cuando su abuelo alzó su mano a la luz y le dio su bendición.

Fue su primera experiencia con la muerte, y había creído que los avemarías y los perfectos actos de contrición que su madre había repetido con voz monótona y baja habían sido por el anciano moribundo a quien él llamaba «abuelo». Pero en ese momento, después de tantos años, los comprendía de otra manera. Todas las plegarias habían sido por los vivos.

La Número 4 necesitaba plegarias, pensó. Necesitaba que él dijera: «Padre nuestro que estás en el Cielo...» y lo repitiera muchas veces mientras la observaba en la pantalla del ordenador.

Tal vez esas palabras sirvieran de consuelo para ambos.

* * *

Aun en la oscuridad que constituía su mundo, Jennifer iba construyendo una imagen azarosa del lugar donde se encontraba. Sabía que estaba en una especie de habitación o sótano en el subsuelo y suponía que la mantenían con vida por alguna razón. Sabía que nada en sus dieciséis años de vida la había preparado para lo que le estaba ocurriendo. Entonces tuvo la esperanza de estar equivocada.

Entrelazó los dedos sobre su regazo; luego, con la misma lentitud, los separó y apretó los puños. Cuando se aferraba a lo real —la cama, la cadena y el collar en el cuello, el inodoro portátil—, se sentía capaz de dibujar en su cabeza una imagen deforme de su entorno. Pero cuando permitía que su imaginación analizara lo que le estaba ocurriendo, el miedo la vencía. Estaba constantemente al borde de deshacerse en lágrimas, o incluso de desmayarse de terror. Pasaba como rebotando de lo racional al sufrimiento.

Interiormente se repetía: Todavía estoy viva. Todavía estoy viva. Cuando tenía esos momentos de serenidad, se esforzaba por agudizar el oído y su sentido del olfato. El tacto, suponía, era limitado, pero al final podría aportar algo.

Estaba sentada en el borde de la cama. Debajo de los dedos del pie podía sentir el cemento frío del suelo. Su estómago gruñía de hambre, pero no sabía si realmente podría comer. Estaba otra vez muy sedienta, pero no estaba segura de tener la suficiente valentía como para probar otro vaso de agua, aunque se lo ofrecieran. La habitación estaba en silencio, salvo por su respiración.

Se dijo que en realidad había dos habitaciones. La habitación negra dentro de la máscara y la habitación en la que estaba encerrada. Sabía que tenía que aprender todo lo que pudiera de cada una de ellas. Si no lo hacía, si simplemente esperaba a que las cosas le ocurrieran, no le quedaría nada más que la desesperación.

Y esperar el fin, cualquiera que fuera.

Jennifer luchaba contra el pánico cada segundo de vigilia. Se decía a sí misma que no le hacía bien pensar en lo que había ocurrido, aparte del intento de formarse una imagen mental de las dos personas que la habían secuestrado en la calle de su barrio. Pero cuando se imaginaba caminando en la penumbra del atardecer de primavera, por una acera que conocía desde que era un bebé, se hundía en una oscuridad más profunda que la que creaba su capucha. Había sido arrancada de todo lo que conocía, y hasta el más leve recuerdo del lugar de donde venía hacía que su corazón casi se detuviera. Se sentía mareada, pero no dejaba de insistirse a sí misma que debía concentrarse. Era precisamente de eso de lo que sus profesores, en el instituto que tanto odiaba, se habían quejado: Jennifer, tienes que concentrarte en la materia. Serías muy buena estudiante con sólo que te...

Está bien, dijo como si respondiera a esas críticas. Ahora me concentraré.

De modo que permaneció sentada sin moverse y lo intentó. Los ojos del hombre. La gorra de la mujer echada hacia delante. ¿Qué altura tenían? ¿Cómo estaban vestidos? Respiró hondo y fue como si todavía pudiera sentir el olor del hombre y ella estuviera aprisionada sobre el suelo de la furgoneta, sin poder respirar, aplastada por él y su fuerza. De pronto, no pudo evitar frotarse la piel, tratando de quitarse la impresión de que algo la había marcado. Le picaba y se rascó los brazos, como si alguna hiedra venenosa la cubriera. Pero cuando notó que tenía ronchas que estaban sangrando, se obligó a detenerse, lo cual requirió más fuerza de la que creía que tenía.

Muy bien. La mujer... Su inexpresiva voz había sonado aterradora. La mujer había entrado en la habitación del sótano para hablar de reglas, pero sin decir cómo había que obedecerlas. Jennifer trató de recordar cada palabra que la mujer le había dicho, pero la droga, que la había hecho desmayarse, hacía que todo se perdiera en una neblina.

Estaba segura de que sí había ocurrido. Estaba segura de que la mujer se había estado moviendo por encima de ella, de que le había dado de beber, de que le había dicho que obedeciera. Todo esto había tenido lugar. No era un sueño ni una pesadilla. No iba a despertarse de pronto en su cama en medio de la noche para escuchar los sonidos de las relaciones sexuales furtivas de su madre y Scott a través de las delgadas paredes. Recordó cuánto odiaba estar ahí en esos momentos y cuánto anhelaba estar otra vez allí ahora. Jennifer se sentía como si estuviera atrapada en medio de un sueño; lo discutió consigo misma, y por primera vez se preguntó si ya estaba muerta.

Jennifer se balanceó un poco. Estoy muerta, se dijo. Esto debe de ser muy parecido a la muerte. No hay Cielo. No hay ángeles ni trompetas, ni puertas doradas que se alzan por encima de enormes nubes. Sólo existe esto.

Contuvo con fuerza la respiración. No. No. Podía sentir el dolor donde se había rascado. Eso quería decir que estaba viva. Pero cómo de viva era una pregunta sin respuesta y cuánto tiempo era una pregunta imposible de responder.

Todavía sentada, cambió de posición y trató de recordar exactamente lo que había dicho la mujer, como si en las palabras hubiera alguna pista que pudiera decirle algo importante. Pero cada frase, cada tono, cada orden, todo parecía distante y débil y se descubrió alargando la mano, como si pudiera agarrar una palabra en el aire delante de ella.

Obedece... y seguirás con vida. Eso era lo que la mujer había dicho. Si no se oponía a nada de lo que ocurriera, Jennifer podía seguir con vida. ¿Obedecer qué? ¿Hacer qué? Su imposibilidad de recordar qué era lo que se suponía que debía hacer le hizo contener el aliento y un solo sollozo atravesó con fuerza sus labios, brotando repentinamente en su interior para estallar más allá de cualquier control que pudiera haber ejercido.

Esta idea la aterrorizó y se estremeció profundamente.

Jennifer luchaba dentro de sí misma. Una parte de ella quería hundirse en una montaña de desesperación, y simplemente entregarse a la atrocidad de su situación —sea lo que sea—, pero luchaba con fuerza contra este deseo. No sabía qué sentido tenía esa pelea, pero se dijo que el hecho de luchar servía para recordarle que todavía estaba viva y por lo tanto probablemente era bueno. Pero contra qué iba a pelear era algo que escapaba a su conocimiento.

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