Authors: John Katzenbach
La bailarina respondía:
—Tiene que crear su propia historia. Tiene que hacerse cargo de cada pequeña cosa que pueda. Esa es la única manera que ella tiene de recordar quién es y de asegurarse que el hombre y la mujer la vean como una persona y no como una cosa.
—Eso nunca ocurrirá —replicaba el marido.
Ésta —como todas las otras conversaciones—parecía ser el principio de una discusión, pero siempre terminaba con él acariciando la pierna de su esposa y ella acurrucada junto a él. La fascinación como un juego erótico preliminar.
En ese momento, en su loft, después de una elegante cena con una costosa botella de vino blanco, miraban, medio desnudos, atrapados por el drama unos momentos antes de irse a la cama.
—¡Ésta es su oportunidad, maldita sea! —dijo la esposa casi gritando—. ¡Aprovecha el momento, Número 4! ¡Apodérate de él!
—Mira, estás equivocada, simplemente muy equivocada —replicó el cineasta, con el volumen de su propia voz que aumentaba mientras miraba la pantalla—. Si no los obedece, podría quedar expuesta a casi cualquier cosa. Les entrará pánico. Podrían...
Se detuvo. Su esposa estaba señalando una esquina de la pantalla. La Número 4 había levantado ambas manos hacia el collar, en su cuello. Este movimiento había atraído su atención. Abruptamente, el ángulo en la pantalla cambió a una vista desde arriba, ligeramente detrás de la Número 4 y se mantuvo en esa posición. El cineasta observó este cambio, supo instintivamente qué significaba y se inclinó ansioso hacia delante. Pero la bailarina estaba señalando otra cosa.
* * *
Jennifer metió al Señor Pielmarrón bajo su brazo y se llevó las manos al cuello y a la cadena. Comprendió que tenía tres opciones: hacer algún ruido; tratar de correr; no hacer nada y rogar que llegara la policía.
Lo primero era precisamente lo que le habían dicho que no hiciera. No tenía ni idea de si los policías arriba podrían escucharla. Hasta donde ella sabía, su celda era a prueba de ruidos, para el caso de que ocurriera lo que estaba pasando. Pensó que el hombre y la mujer habían planeado tantas cosas que ella tendría que hacer algo inesperado. Esta idea la aterrorizaba.
Comprendió que estaba en un precipicio. Evaluó todo, pero una energía desesperada la sobrecogió.
Jennifer empezó a tirar del collar de perro. Sus uñas rasgaban y se clavaban. Apretó los dientes. Paradójicamente, no se quitó la venda. Era como si hacer dos cosas prohibidas fuera demasiado como para que ella las hiciera a la vez.
Sintió que las uñas se le rompían; sintió que la piel del cuello se le irritaba. Respiraba como un buceador atrapado debajo de las olas, buscando una bocanada de aire. Hasta el último gramo de fuerza que le quedaba fue concentrado en el ataque al collar. El Señor Pielmarrón se le escapó de las manos y cayó al suelo, a sus pies. Debajo de la venda sollozaba de dolor. Quería gritar, y en el instante en que abrió ampliamente la boca, sintió que la tela comenzaba a romperse. Ahogó un grito y se arrancó salvajemente el collar.
Y de pronto, se soltó.
Jennifer sollozaba, casi cayéndose de espaldas sobre la cama. Sintió el tintineo de la cadena al caer al suelo. El silencio la rodeaba, pero interiormente a Jennifer le parecía que sonaba una gran sinfonía de ruidos discordantes, como cuando se pasa la uña por una pizarra o como si el motor de un reactor estuviera pasando a pocos centímetros de su cabeza. Apretó las manos contra las orejas, tratando de alejar esos ruidos.
Intentó calmarse; la libertad repentina hizo que se mareara. Era como si la cadena la hubiera estado sosteniendo, como los hilos de una marioneta, y entonces, abruptamente, sus piernas se volvieron de goma y sus músculos ondearon como una bandera rota movida por una ráfaga de viento. Cientos de ideas le pasaron por la cabeza, pero el miedo rechinante las oscurecía todas. Temblorosa, alzó una mano y se quitó la venda.
Quitarse el trozo de tela negra fue como mirar directamente al sol. Levantó la mano y parpadeó. Le lagrimeaban los ojos y creyó que estaba ciega, pero con la misma rapidez comenzó a recuperar la vista, luchando por enfocar como una cámara de cine.
Lo primero que hizo fue quedarse congelada en esa posición. Miró directamente a la cámara principal, a poca distancia de ella. Quería hacerla añicos, pero no lo hizo. En cambio, bajó la mano en silencio y recogió su oso de peluche. Luego lentamente se volvió hacia la mesa donde había visto su ropa cuando había espiado por debajo de la venda antes.
La ropa había desapareado.
Se tambaleó un poco, como si la hubieran abofeteado. Una ola de terror y náusea amenazaba con dominarla y tragó con fuerza. Había contado con que tendría su ropa, como si ponerse los vaqueros y una sudadera desgastada fuera como dar un paso de regreso a su vida anterior, mientras que estar allí de pie en la celda, casi desnuda, simplemente fuera una continuación de la vida a la que había sido arrojada. Trató de darle sentido a esta división, pero no pudo. En cambio, giró la cabeza a izquierda y derecha, buscando, esperando que simplemente la hubieran cambiado de lugar. Pero la habitación estaba vacía, salvo por la cama, la cámara, la cadena abandonada y el inodoro portátil.
Había una parte de ella que quería tranquilizarse —Está bien, está bien... Puedes correr tal como estás—, pero si esta idea entró en su imaginación, fue a escondidas. Dio un paso adelante. Jennifer se repetía a sí misma: Sal de aquí, sal de aquí, sin pensar qué haría después. Lo único que tenía era la vaga idea de liberarse de algún modo, y llamar a gritos a los policías de arriba. Interiormente, su fantasía cambiaba con cada pequeña cosa que ocurría. En ese momento ella tenía que encontrarlos a ellos, no al revés.
Respiró hondo y caminó por el suelo de la celda, con los pies descalzos golpeando contra el cemento. Pasó junto a la cámara y estiró la mano hacia la puerta. Que no esté cerrada con llave, que no esté cerrada con llave.
Su mano apretó el pomo. Giró. Pensó: Oh, Dios mío. Señor Pielmarrón, somos libres.
Delicadamente, tratando de ser tan silenciosa como le era posible, abrió la puerta. Se puso tensa a la vez que se decía a sí misma: Prepárate. Vamos a correr. A correr con fuerza. Rápido. A correr cada vez con más fuerza y más rápido de lo que jamás lo hayas hecho.
Tuvo tiempo para respirar una sola vez, un solo vistazo al lugar donde estaba. Vio un viejo sótano oscuro y sombrío, lleno de olor a humedad, una ventana con marco de madera llena de cielo nocturno, cubierta de telarañas y escombros cubiertos de polvo.
Una luz, más brillante que cualquier luz que hubiera visto nunca, estalló en sus ojos, cegándola en un instante. Ahogó un grito, abrazada a su oso, tratando de bloquear la explosión. Era como un fuego que avanzaba hacia ella. De pronto todo se volvió completamente negro como una capucha, exactamente como la capucha que la cubrió desde el momento de su cautiverio, la que le ponían en la cabeza, eliminando toda luz. Escuchó la voz severa de la mujer:
—Malas decisiones, Número 4.
Por un segundo luchó desenfrenadamente, pero luego fue arrojada al suelo y sujetada con algo metálico que le infligía mucho dolor. Cualquier terror que hubiera conocido los días anteriores se unió en un horrible y único segundo que pareció dispararse como un gran agujero oscuro.
Después, cayó pesadamente, dominada por la impotencia.
* * *
La bailarina sacudió la cabeza.
—Maldición —exclamó, instantáneamente triste, pero todavía fascinada.
—Maldición —suspiró el marido cineasta—. Te lo dije —susurró en voz muy baja mientras observaban que la Número 4 luchaba impotente.
—Esto está muy mal —dijo su esposa. Pero no apagó la transmisión de la web. En cambio, cogió la mano del marido y se estremeció mientras se acomodaban otra vez en el sillón, totalmente incapaces de apartarse de la pantalla. Siguieron mirando.
* * *
Al mismo tiempo, en la Universidad de Georgia, en la residencia Tau Epsilon Phi, el muchacho de la fraternidad envió un mensaje de texto a su compañero de habitación atrapado todavía en su clase nocturna. Decía: «¡Mierda! ¡Ganamos! Lo están pasando ahora. Te lo estás perdiendo».
Tiró su teléfono a un lado y se concentró en la pantalla. Sus labios estaban secos, su garganta reseca, y le pareció que la habitación de la residencia de estudiantes se había vuelto sumamente calurosa. Estiró la mano y agarró el borde de su mesa, como si necesitara sostenerse para no balancearse de un lado a otro. Sabía que lo que estaba mirando era real—los gritos de la Número 4 de ninguna manera podrían ser falsos— y se movió en su asiento, a la vez excitado y avergonzado.
En la esquina de la pantalla, frente a él, el reloj de la violación se detuvo por un momento en un número, que destelló en rojo antes de regresar a cero.
No —dijo Adrián—. No. No. No. No —fue repitiendo.
Imagen tras imagen de mujeres jóvenes pasaban en la pantalla. Todas estaban participando de varios actos sexuales, o si no, adoptaban diversas poses para una webcam que las firmaba cubiertas de burbujas de jabón mientras se daban una ducha, desnudas mientras se maquillaban exageradamente o atendían eróticamente a un hombre o a otra mujer. Generalmente un hombre con tatuajes o una mujer de pelo rubio ondulado. Algunas eran nacientes estrellas pornográficas. Otras eran simplemente aficionadas. Había estudiantes de la universidad y prostitutas. Todas parecían jugar para la cámara. Adrián consideró que todas parecían aniñadas y hermosas, y al mismo tiempo misteriosas. Se reprendió interiormente: Años de estudiar psicología, y no puedes decir por qué alguien se iba a exponer de manera tan íntima para que cualquier desconocido mirara.
Por supuesto que conocía una respuesta. Dinero.
Adrián giró hacia el delincuente sexual, que estaba ordenando cada anotación. Esperaba que Mark Wolfe se mostrara exasperado y alzara sus manos en gesto de frustración, porque así era como se sentía él, pero Wolfe no hizo nada de eso.
Simplemente continuó apretando teclas en el ordenador y haciendo aparecer imágenes, entrando en un sitio web tras otro, haciendo aparecer una cascada de pornografía en el ordenador. Wolfe tenía el estilo de un maestro, sin dejar de hacer clic, rara vez deteniéndose para echar una mirada prolongada a las fotografías o los vídeos que inundaban la pantalla, haciendo caso omiso del constante gemir y gruñir que salía de los altavoces. Adrián también estaba prestando poca atención a los detalles concretos de cada imagen, como si la repetición entumecedora le hubiera de alguna manera inmunizado contra cualquier cosa que se presentara ante sus ojos, atento en cambio a alguna señal que revelara que habían tropezado con Jennifer.
La voz de Brian le susurró al oído: Audie, lo que él te está mostrando es el mundo común de la pornografía. Pero el mundo que tú quieres está en algún otro lugar.
Se movió en su asiento.
—Señor Wolfe —comenzó lentamente—, no estamos yendo por el camino adecuado en este asunto.
Wolfe se detuvo. Apretó la tecla que interrumpía el sonido que salía del ordenador, dejando muda a una chica que apenas parecía tener dieciocho años y se retorcía en lo que Adrián supuso que era la más falsa de las pasiones. Le mostró una lista que había hecho en una hoja de papel. Estaba lleno de direcciones puntocom y nombres de sitios web como Screwingteenagers.com o watchme24.com. Adrián tuvo la impresión de que prácticamente cualquier combinación de palabras sexualmente provocativas se había convertido en un sitio en el mapa de Internet.
—Hay muchos lugares todavía para visitar... —empezó, antes de sacudir la cabeza. Adrián probó otra vez.
—Éste no es el camino correcto, señor Wolfe, ¿verdad?
—No, profesor —respondió. Wolfe señaló a la mujer delante de ellos—. Y... —dijo lentamente—, como usted probablemente ya se habrá dado cuenta, no muchas de estas personas están siendo obligadas a hacer algo que no quieran hacer.
Adrián miró la pantalla. Sintió que había estado en una pelea visual.
—No, no es eso lo que digo —continuó Wolfe—. Tal vez han sido obligadas porque no tienen dinero, o porque no tienen trabajo, o porque es lo único que saben hacer. O tal vez algo dentro de ellas las obliga porque las excita. Es posible. Pero ése seguramente no es el caso de Jennifer, ¿verdad?
Adrián asintió con la cabeza.
—Sí —continuó Wolfe—. E incluso los aficionados, o los muchachos de instituto que ponen cosas en Facebook, son demasiado mayores para la chica que usted está buscando. Y todos estos sitios..., bueno, para evitar que los arresten, se cuidan mucho de tomar las precauciones para que incluso los adolescentes que toman fotografías con cámaras de teléfono móvil y las esconden de sus padres tengan al menos dieciocho años. Nadie quiere el calor que... —Se detuvo.
Wolfe pareció estar pensando, antes de estirar la mano hacia el suelo, donde tenía una botella de agua. Tomó un trago largo. Luego arrugó las hojas de papel llenas de direcciones en la web que había estado usando como guía.
—Tengo una idea. —Se balanceó hacia atrás en su asiento, pensando, antes de continuar—. Bien, usted conoce la fecha en que la pequeña Jennifer desapareció..., de modo que si está en algún lugar por aquí tiene que ser un mensaje relativamente nuevo. La mayoría de estos otros sitios han estado por aquí mucho tiempo y cambian constantemente lo que ofrecen. Las caras pueden ser diferentes. Pero la acción no lo es. Pero es lo que usted está buscando...
Adrián lo interrumpió.
—Coerción, señor Wolfe. Una muchacha obligada a...
Wolfe cogió la octavilla y observó la fotografía de Jennifer.
—Una chica, ¿eh? Parece guapa...
Adrián debió de mostrar un aspecto particularmente feroz, porque Wolfe levantó la mano, como si quisiera desviar un golpe.
—Muy bien, profesor. Ahora estamos entrando en la parte peligrosa. ¿Está usted seguro de que quiere acompañarme?
—Sí.
—Lugares de verdad oscuros. Observe la mayoría de estas cosas, profesor. Podrían ser explícitas. Hasta podrían resultar repugnantes para algunas personas. O chocantes, diablos, no lo sé. Pero no estarían ahí si no hubiera alguien en algún lugar dispuesto a pagar por la oportunidad de mirar. Y debe de haber muchos «alguien» porque todos los lugares en los que hemos estado están ganando dinero. Encaje a la pequeña Jennifer en ese esquema, y sabremos adonde ir.