Authors: John Katzenbach
Linda levantó la cabeza. Desde fuera llegó el ruido de la camioneta que llegaba. Volvió a la tarea de escribir, mientras pensaba: A Michael le va a encantar esto.
Era como un regalo.
Adrián podía percibir que Cassie se estaba moviendo justo detrás de su cabeza. Se reclinó en su asiento y sintió que sus dedos le acariciaban el pelo. Luego ella lo envolvió con sus brazos, cogiéndolo como a un niño. Le estaba canturreando, como en otro tiempo hacía con Tommy cuando era niño y tenía fiebre. Era probablemente una canción de cuna, pero no podía descubrir cuál era la melodía. De todos modos, lo calmó, así que cuando escuchó que ella le susurraba: Ya es hora, Audie. Es hora..., él estaba listo.
Mark Wolfe ya no era importante. La casa del delincuente sexual, su madre, su ordenador —todos los sitios explícitos e inquietantes que habían visitado electrónicamente— parecían ir deslizándose dentro de un remoto escondrijo. La detective Collins ya no era importante. Ella estaba limitada por los procedimientos y demasiado preocupada por las cosas equivocadas como para realmente ayudar. Mary Riggins y Scott West ya no eran importantes. Estaban esposados por la arrogancia, la incertidumbre y por abrumadoras emociones. La única persona que quedaba y estaba buscando activamente a Jennifer era Adrián, y él sabía que se estaba tambaleando sobre el precipicio de la demencia.
Quizá la demencia sea una ventaja, pensó. Su esposa muerta, su hijo muerto y su hermano muerto se mezclaban desordenadamente con la imagen de la muchacha encapuchada que extendía la mano a través de la pantalla del ordenador directamente hacia él. Era como escuchar dos instrumentos que tocaban la misma pieza musical, pero en diferente clave y en octavas diferentes.
Se esforzó de mala gana para salir del abrazo de su esposa. Podía sentir que sus manos se apartaban de su piel, dejándola ardiendo con el recuerdo de tiempos más felices.
—Ya tienes lo suficiente como para seguir —dijo ella, empujándolo.
—Creo que sí.
En un trozo de papel había escrito las coordenadas del GPS para el sitio web whatcomesnext.com. Fue a su propio ordenador y vaciló.
—Adrián, amor mío... —lo engatusó Cassie a la vez que lo empujaba hacia delante—, creo que tienes que darte prisa.
Bajó la mirada y vio que sus manos iban hacia el teclado. Cassie estaba dirigiendo sus dedos. Toca una E. Aprieta una R. Deletrea una palabra. Haz clic con el ratón. Pensó que se había quedado atrapado entre dos mundos. Al principio la enfermedad sólo había ido descascarando cosas simples que la mayoría de las personas daban por supuestas. En ese momento se las estaba robando al por mayor. Interiormente, se puso tenso. Se dijo que era sólo cuestión de ponerse duro y resuelto. Farfulló:
—No te vas a detener. No vas a vacilar. Harás esto tal como eras capaz de hacerlo.
El sonido de su propia voz resonó en su estudio lleno de libros, casi como si sus palabras fueran gritadas al borde de un profundo cañón.
Adrián dejó las dudas a un lado y buscó en Google Earth. Una dirección subió a la pantalla. Usó eso para llegar a un listado de bienes inmuebles. Una docena de fotografías en color de una vieja y destartalada granja de dos pisos aparecieron frente a él. También estaba el nombre y número de teléfono de un agente inmobiliario. Hizo clic en la imagen sonriente del agente, y vio que se ocupaba de muchas propiedades. Cada uno de los lugares era descrito en términos entusiastas, deseables. Adrián no se creyó mucho de lo que veía. Podía darse cuenta de que Cassie miraba por encima de su hombro. Ella seguramente tampoco se creía lo que leía.
—Lugares aislados —comentó Cassie—. Lugares feos y pobres que esperaban que aparecieran personas más ricas para establecerse en ellos y empezaran a gastar dinero y salvaran a todos los que ya estaban ahí.
Adrián también se daba cuenta de eso, y asintió con la cabeza.
—Estos son lugares en los que a nadie le importa un comino lo que cada uno hace —continuó Cassie—, siempre que uno lo haga sin molestar y todos hayan recibido su pago. Nada de vecinos entrometidos o policías curiosos, supongo. Sólo unos cuantos sitios tranquilos y apartados de los caminos más frecuentados.
Adrián apretó el botón de imprimir y su impresora empezó a zumbar.
—Especialmente las fotografías. Vas a necesitar las fotografías —insistió Cassie. Era como si le recordara que no olvidara algo en la tienda de alimentación.
—Lo sé —respondió Adrián—. Aquí las tengo.
—Ahora tienes que irte —lo urgió Cassie. Había un tono de Esto no se discute en su voz que él recordaba de los tiempos en que Tommy se metía en problemas. Esto no era algo que ocurriera a menudo, pero cuando ocurría, Cassie dejaba a la artista de lado y se volvía severa como un pastor metodista vestido de negro. Se puso de pie y cogió un abrigo del respaldo de una silla.
—Necesitas algo más —dijo ella.
Adrián asintió con la cabeza porque comprendió exactamente de qué estaba hablando. Se sintió complacido de que sus pasos por la habitación parecieran firmes. Nada de oscilaciones de borracho, nada de pasos inseguros. Nada de la inestabilidad de un anciano. Echó una larga mirada por la casa, de pie en la puerta de entrada. Los recuerdos parecían una cascada estruendosa de ruido a su alrededor, cada ángulo, cada estante, cada espacio y cada centímetro le hacían recordar con fuerza días que habían pasado. Se preguntaba si alguna vez regresaría a su hogar. Al detenerse, oyó que Cassie susurraba junto a él:
—Necesitas un poema —dijo en voz baja—. Algo estimulante. Algo valiente. «Media legua, media legua, media legua adelante», o «Éste es el día de San Crispín...».
Adrián oyó que los poemas resonaban en su interior, y le hicieron sonreír. Poemas sobre guerreros. Salió a la luz de la mañana temprano y se dio cuenta de que por alguna razón incomprensible su esposa permanecía a su lado, súbitamente separada de la residencia que habían compartido. No comprendió por qué ella ya no seguía encerrada dentro, pero el cambio le hizo feliz y le entusiasmó. Pudo sentir que se colocaba junto a Brian y supuso que Tommy tampoco estaba lejos.
Adrián y su pasado muerto atravesaron rápidamente el jardín hacia su viejo Volvo, que lo esperaba en la entrada.
* * *
La voz de Adrián desde el teléfono móvil de Mark Wolfe se había quedado grabada en algún lugar intranquilo de la mente de Terri Collins desde el instante en que la había escuchado. No podía ver razón ninguna que le permitiera unirlos a ambos en la tarea de hacer preguntas sobre tatuajes y cicatrices.
Iba hacia su oficina. Era la hora punta de la mañana y las calles principales estaban llenas de gente y de coches, incluso en aquel tranquilo y pequeño pueblo universitario. En la lista mental de cosas para hacer de Terri, descubrir qué estaba haciendo el profesor estaba en el primer puesto. No era precisamente que él pudiera estropear su investigación, ya que ésta estaba paralizada. Miró a su alrededor a la gente detrás del volante de sus automóviles, y disminuyó la velocidad hasta detenerse para permitir que un autobús escolar maniobrara entre los carriles y aparcar delante de un colegio de primaria.
Esto hizo que se acordara que debía aumentar la presión sobre Mark Wolfe. En realidad no veía ninguna manera de poder causarle los suficientes problemas como para que él hiciera las maletas ese mismo día y se llevara todos sus perversos deseos a alguna otra comunidad donde alguna otra fuerza policial local tuviera que ocuparse de él; «Pasar la basura» era la frase que la policía usaba para este tipo de traspaso jurisdiccional de responsabilidad. Pero el día en que su madre fuera enviada a un hogar geriátrico, ése sería el día en que se aseguraría por completo de que Mark Wolfe empezara a pensar que mudarse era una muy buena idea.
Pasó por delante del colegio y echó una rápida mirada hacia el lugar donde vio que el autobús amarillo depositaba su carga. Un par de atareados maestros dirigía a los indisciplinados niños hacia la entrada. El comienzo de un día típico. Sabía que sus propios hijos ya estaban dentro, pero a pesar de eso esperaba poder llegar a verlos por un instante. Los imaginó dirigiéndose ruidosamente a sus asientos en un aula. Tendrían clases de Arte y de Matemáticas, tendrían algún recreo, pero en ningún momento ninguno de los niños tendría la más remota sospecha de que ahí cerca, en la periferia, acechaban toda clase de peligros. Es imposible proteger a cada niño de cada cosa que puede dañarlos. No por ello se sentía menos responsable.
Las oficinas centrales de la policía estaban a sólo media docena de calles de la escuela, y metió su coche en el aparcamiento de la parte de atrás. Sacó su bolso, su placa y su arma. Pensó que el profesor requeriría otra severa charla, mitad recomendación, mitad amenaza, del tipo aléjese de los asuntos policiales. Fuera, el clima era templado. Robos con allanamiento de morada, pensó. El aumento de la temperatura vespertina alentaba invariablemente las intrusiones por la noche. Este tipo de delitos era frustrante, porque las pérdidas no eran grandes y por lo general las compañías de seguros requerían montañas de papeleo y la paz interior de las víctimas quedaba casi destruida en el futuro inmediato. Toda esta iniciativa ilegal terminaba produciendo como consecuencia un dolor generalizado para todos.
Terri Collins entró en las oficinas centrales totalmente segura de que iba a pasarse el día cogiendo informes y tal vez yendo a alguna casa o negocio para inspeccionar una ventana hecha añicos o el marco de una puerta de cocina astillado. Sus ojos se posaron primero en el sargento de turno, instalado detrás de unos paneles de vidrio de seguridad en una mesa en el vestíbulo principal. El sargento tenía barriga y pelo gris, pero una manera fácil de ocuparse de los ciudadanos que entraban con paso firme por la puerta principal para quejarse por perros que iban sin correa, estudiantes que orinaban en arbustos públicos, automóviles aparcados donde no debían y otras cosas por el estilo. El sargento les señalaba una docena de sillas de plástico rígido alineadas contra una pared. Eso era lo que se consideraba el área de espera.
—Este tipo te está esperando —informó el sargento a través de su vidrio de seguridad. Terri vaciló cuando Mark Wolfe se puso de pie. Tenía el aspecto de estar alterado, mal dormido, desencajado. Ella lo atajó antes de que él pudiera hablar:
—¿Por qué el profesor Thomas usó su teléfono móvil para llamarme?
Wolfe se encogió de hombros.
—Le he estado ayudando con una investigación, y me lo pidió...
—¿Qué clase de investigación?
Wolfe miró para todos lados. Bajó la voz:
—Ésa es la razón por la que estoy aquí. Quiero decir que debí olvidarme del asunto, pero el viejo...
—Señor Wolfe, ¿qué clase de investigación?
—Le he estado ayudando a buscar a esa muchacha. La pequeña Jennifer. La que desapareció.
—¿Qué quiere decir con eso de «ayudándolo»? ¿Y qué quiere decir con «buscar»?
—Él cree que la niña va a aparecer en algún sitio web de pornografía. Tiene algunas teorías muy extrañas acerca de por qué la secuestraron y... —Wolfe se detuvo.
Eso carecía de sentido para Terri Collins, especialmente eso de las «teorías muy extrañas».
—Entonces, ¿por qué está usted aquí? Podría haberme llamado.
Wolfe se encogió de hombros.
—El viejo no apareció —explicó Mark Wolfe—. Me dijo que iba a venir a mi casa esta mañana para que pudiéramos avanzar un poco más. Hasta llamé a mi trabajo para decir que estaba enfermo, maldito sea, además se suponía...
—¿Qué se suponía? —preguntó Terri con brusquedad.
—Le he estado mostrando muchas cosas en Internet. —Wolfe habló lentamente, con cautela—. Él quería ver..., bueno, ya sabe, algunas cosas muy raras. Como él es psicólogo... ¡Por el amor de Dios, yo sólo le estaba ayudando! Él no tenía la menor idea de cómo navegar ni por dónde...
—Pero usted sí —agregó Terri rígidamente.
Wolfe le dirigió una mirada de qué otra cosa podía hacer yo.
—No me malinterprete. Le tengo una especie de cariño al viejo bastardo —explicó Wolfe con una curiosa especie de afecto—. Mire, usted y yo sabemos que está loco. Pero un loco decidido, no sé si me entiende... —Wolfe vaciló, evaluando la inexpresiva cara de póquer de Terri. Pareció cambiar de estrategia y siguió hablando con fuerza—: Tengo que hablar con usted —dijo—. Pero en privado.
—¿En privado?
—Sí. No quiero meterme en problemas. Mire, detective, estoy tratando de ser el bueno en todo esto. Podría haberme quedado en mi casa y mandar todo a la mierda, usted lo sabe, pero no lo he hecho. He venido a contarle las cosas. El profesor está muy vacilante. Diablos, tenía que haberlo visto... —Wolfe miró a Terri para ver si estaba de acuerdo—. Y bueno, me preocupé por él, ¿no? ¿Es eso tan terrible? ¿Por qué me trata con tanta dureza?
Terri se mantuvo en silencio. No estaba segura de creer que el delincuente sexual se había convertido repentinamente en un ciudadano correcto y bondadoso para la comunidad. Pero algo lo había llevado a las oficinas centrales de la policía, y fuera lo que fuese ese algo, tenía que ser un poderoso incentivo, porque un hombre como Mark Wolfe nunca querría tener nada que ver con la policía.
—Muy bien —accedió—. Podemos hablar en privado. Pero primero me va a decir por qué.
Wolfe sonrió de una manera que la puso todavía más recelosa.
—Bien —dijo—, mi conjetura es que nuestro amigo el profesor está a punto de ir disparar a alguien.
En realidad Wolfe no sabía si esto era verdadero o no. Adrián había pasado tanto tiempo agitando su pistola semiautomática en la cara del delincuente sexual que no era difícil llegar a esa conclusión. A decir verdad, Wolfe creía que si uno consideraba la posibilidad de que el profesor disparara el arma de manera accidental mientras apuntaba en un ángulo amplio dentro del cual se hallara otra persona, entonces las probabilidades de muerte aumentaban significativamente.
* * *
Fueron en coche a la casa del profesor, aunque Wolfe insistió en que no iban a encontrarlo allí. Tal como le había dicho a la detective, el automóvil ya no estaba allí y la puerta de entrada estaba abierta y sin echar la llave. Sin vacilar, Terri Collins entró con Mark Wolfe detrás de ella. Una parte de ella se dio cuenta de que estaba violando una regla del departamento muy bien definida, la otra estaba dominada por la curiosidad.