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Authors: John Katzenbach

El Profesor (59 page)

BOOK: El Profesor
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Así que nada de SWAT, pensó. Además, no tenía ni idea de si la policía local tenía más de un coche patrulla de guardia, y podría estar a kilómetros de distancia. Sabía que estaba muy lejos de su jurisdicción y que era mejor contar con ayuda local. A decir verdad, sabía que, legalmente, tenía que tener ayuda local. Sólo acercarse agresivamente a la puerta de entrada podría ser tan peligroso como cualquier cosa que Adrián estuviera haciendo. Estaba atrapada en una red de indecisiones. Los pasos en falso eran inevitables, esperaba que se le anticiparan, pero se daba cuenta de que se había comprometido a hacer algo. Sólo necesitaba un momento para decidir qué, pero cada momento que se tomaba podía ser el último de los que disponía para actuar. Maldijo en voz alta:

—¡Maldición! —Absorta en su propia toma de decisiones, evaluaciones y elecciones imposibles, apenas escuchó el ruido de una explosión lejana.

—¡Dios! —exclamó abruptamente Wolfe—. ¿Qué diablos ha sido eso? —Pero él sabía cuál era la respuesta a su pregunta.

* * *

Adrián avanzaba como un cangrejo, agachado, pegando su espalda contra las tablas exteriores de la casa. Podía sentir que el sudor se acumulaba en su frente y goteaba por debajo de sus brazos. Estaba como atrapado por un reflector; el calor y la luz intensa eran abrumadores. Llevaba la nueve milímetros en la mano derecha y se deslizó hacia delante hasta que llegó a la ventana del sótano. Estaba extremadamente atento a los ruidos y olfateaba el aire como un perro. Sintió que estaba más vivo en ese momento de lo que lo había estado en semanas o incluso meses.

Se puso de rodillas en el suelo blando y dejó el arma. En su interior le rogaba al dios que protegía a los ancianos y a los adolescentes. Por favor, que esté abierta. Por favor, que sea éste el lugar correcto. Metió los dedos por debajo del borde del marco de la ventana y tiró. Se movió. Medio centímetro.

Adrián se deslizó por el lateral, mirando hacia la ventana, tratando de tener un mejor agarre en el marco. Tiró otra vez, y al hacerlo escuchó un ruido como un crujido o algo que se rajaba, luego la madera vieja, desgastada y podrida cedió. Otro centímetro.

En ese instante se le rompieron las uñas, y sintió un dolor agudo en las manos. Astillas de madera le herían las puntas de los dedos, y al mirar vio que la sangre ya empezaba a salir de los cortes y rasguños. Cerró los ojos y le dijo al dolor que desapareciera, que tenía cosas más importantes que hacer en ese momento. Era como tener una agria conversación con una parte de su cuerpo, y decidió que, ocurriera lo que ocurriese, haría caso omiso de todo malestar a partir de ese momento.

Pudo agarrar la ventana por tercera vez y se echó hacia atrás, usando toda la fuerza que le quedaba. Oyó que la madera se rajaba, para luego soltarse. Cayó hacia atrás. Se puso de pie y agarró el marco. Lo levantó.

La ventana era estrecha y pequeña. No medía más de treinta centímetros de alto por cincuenta de ancho. Pero estaba abierta.

Adrián se agachó otra vez. No se le había ocurrido pensar que tal vez no podría pasar por ese pequeño espacio y por un momento trató de medir sus hombros sobre la abertura. Se dijo que no importaba su tamaño, que lo mismo iba a entrar a la fuerza. Pieza redonda, agujero cuadrado, no importaba. Miró hacia dentro del sótano, mientras sus ojos trataban de adaptarse a la luz que entraba sobre sus hombros. Su primera impresión fue que el sótano allá abajo estaba oscuro, abandonado, y olía a vejez y humedad. Pero al recorrer con su mirada los rincones, vio un cableado de alta tecnología que serpenteaba a través del techo. Ninguno de los cables estaba cubierto de polvo, como todo lo demás.

Miró con mayor atención y vio que había paredes levantadas sobre un rincón y que los trastos irreconocibles acumulados a lo largo de muchos años habían sido empujados para dejar sitio a la construcción. La pared del frente tenía una sola puerta de madera barata, y un cerrojo. Parecía una construcción frágil y rápida que había sido interrumpida mucho antes de la etapa de pintura y decoración.

Era una celda. Le hizo pensar en una versión más grande de las jaulas que había usado para las ratas del laboratorio.

Adrián buscó a tientas y cogió su automática. Se dio cuenta de que iba a tener que contorsionarse para poder entrar. Con suma cautela metió las piernas por la pequeña abertura. No había ninguna manera de abrirla más, de modo que fue chocando arriba y abajo, echado boca arriba, tratando de bajar, hasta que hizo pasar los hombros y luego la cabeza. Alguien con cuerpo delgado y fibroso, un gimnasta o un artista de circo, habría entrado al sótano sin dificultad. Pero Adrián no era nada de eso. Luchó para mantener el equilibrio, tratando de descender como un montañero que se hubiera quedado sin cuerda.

Sabía que el silencio era fundamental. Estiró la punta de los pies hacia el vacío. Se balanceó unos pocos centímetros a la derecha, y luego a la izquierda, tratando de encontrar algo sobre lo que pudiera caer, pero sus pies se agitaron inútilmente en el aire. Podía sentir que sus manos agarradas al marco de la ventana comenzaban a deslizarse. No sabía a qué distancia estaba el suelo. Podían ser unos cuantos centímetros, pero tenía la sensación de estar balanceándose encima de una grieta de trescientos metros de profundidad. Sentía que la gravedad lo arrastraba. Respiró hondo y cayó.

Golpeó sobre el suelo de cemento duro. Se le torció el tobillo al caer y el dolor se apoderó de su pie. Pero el ruido de su caída y su repentino jadeo entrecortado de dolor fueron tapados por un súbito grito agudo de sufrimiento animal que vino desde detrás de la puerta cerrada con cerrojo de la celda.

* * *

El último nudo se deshizo, y Jennifer se dio cuenta de que la capucha estaba suelta. Sólo era cuestión de levantarla y retirarla. Vaciló. Ya no le importaba si estaba violando alguna de las reglas. Ya no tenía miedo de lo que el hombre y la mujer pudieran hacerle. Sólo le quedaba una alternativa. Pero estaba enredada en un nudo de pensamientos que de algún modo le decían que no quería ver su mundo en sus últimos momentos. Sería como estar de pie al borde de su propia tumba mirando hacia el agujero abierto en la tierra que estaba esperándola. Este es el momento en que la Número 4 se muere. Tal como se espera que ocurra.

Pero entonces esos sentimientos fueron reemplazados por una ira abrumadora que le brotaba desde dentro, sin límite y con la fuerza del agua que sale de una cañería rota. No era que quisiera seguir ofreciendo pelea..., esa oportunidad había desaparecido minutos, horas, días antes. Era más bien que no podía soportar no ser quien realmente era en el momento de su último aliento. De modo que...

Gritó.

Sin palabras. Sin una frase. Sin nada más que un gran grito de decepción y de rabia. Fue un sonido que reunía todo lo que iba a echar de menos de la vida en los años venideros para concentrarlo en un grito largo y estirado de desesperación. Fue amortiguado por la capucha, pero de todos modos llenó la habitación y atravesó las paredes y también el techo.

Jennifer fue apenas consciente de que el sonido le pertenecía. No tenía ni idea de por qué lo había dejado escapar. Pero cuando el grito fue desapareciendo de sus labios, levantó la mano y se arrancó la capucha.

Tal como ocurrió al final de aquel breve momento estupendo en que creyó que estaba escapando, la luz la cegó. En un primer momento, pensó que el hombre o la mujer la alumbraba con un reflector. Pero casi de inmediato se dio cuenta de que no era más que la iluminación habitual de la celda. Parpadeó con rapidez. Se protegió los ojos con su mano libre, y luego se frotó la cara. Toda la habitación pareció envuelta en un silencio diferente al anterior. Tuvo que esforzarse para escuchar su propia respiración agitada, que salía en breves estallidos.

Tardó unos segundos en adaptar la vista, el sonido y el oído, pero cuando lo hizo, vio el arma y le pareció mucho más fea que cuando la había descubierto a sus pies y tan sólo podía reconocerla al tacto. Era negra azabache y maligna, y brillaba bajo las fuertes luces del techo. Apartó la mirada y de pronto vio al Señor Pielmarrón tirado displicentemente a un lado de la habitación, un montoncito retorcido y marrón de algo inútil. No se explicó por qué no había oído a la mujer cuando dejó caer el juguete, pero sin pensarlo se puso de pie de un salto y atravesó esa corta distancia para cogerlo y abrazarlo contra su pecho. Permaneció así, balanceándose de alegría. Ya no estaba sola. Entonces regresó de mala gana a la silla de las entrevistas, se dejó caer sobre ella y cogió el arma.

Jennifer y el Señor Pielmarrón miraron a la cámara. Ella quería tirarla de una patada, pero él no. Una vez más, miró a su alrededor. Todas las paredes eran sólidas. La puerta estaba cerrada con llave, lo sabía. No había ninguna salida. Nunca la había habido. Había sido una tonta al imaginar alguna vez que existía una manera de salir de la habitación, aparte de la que estaba a punto de seguir.

—Lo siento —susurró, disculpándose ante sí misma y ante su compañero. Esperó que nadie más la escuchara.

Levantó el arma y empezó a temblar. Le temblaban las manos y agarró al oso con más fuerza todavía, como si el Señor Pielmarrón pudiera ayudarla a tranquilizar sus músculos tensos y aquietar las manos temblorosas. Se puso el arma en la cabeza. Esperaba estar haciéndolo bien. Miró al objetivo de la cámara.

—¿Están filmando esto? —preguntó.

Su tono fue débil. Quería sonar desafiante, pero no podía encontrar la fuerza dentro de ella. La cubrió una inmensa oleada de tristeza y derrota, ahogando todos sus pensamientos acerca de lo que alguna vez fue Jennifer. Ya todo ha terminado, se insistió a sí misma.

—Mi nombre es Número 4 —le dijo a la cámara. Tenía demasiado miedo de disparar y tenía demasiado miedo de no disparar, y en ese titubeo momentáneo, escuchó algo que la confundió todavía más. Era una sola palabra que increíblemente parecía venir al mismo tiempo de algún lugar lejano y de alguno sumamente cercano. Fue como un recuerdo olvidado hacía mucho que resonó en la habitación alrededor de ella.

—¿Jennifer?

* * *

Michael se inclinó súbitamente sobre el monitor del ordenador.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó rápidamente.

Linda se apretujó junto a él.

—¿Has hecho sonar algún efecto especial? —quiso saber.

—¡No! Estaba mirando, como tú. ¡Mierda! ¡Como todo el mundo!

—Entonces ¿qué...?

—¡Mira a la Número 4! —señaló Linda.

* * *

Jennifer estaba temblando desenfrenadamente, como una vela deshilachada que ondeaba con una fuerte brisa. Le temblaba el cuerpo de pies a cabeza. El arma, apuntándole a la frente, se veía un poco inclinada hacia abajo, y la cabeza vuelta hacia donde se había escuchado su nombre.

—¿Jennifer?

Quería gritar: ¡Aquí estoy!; pero no confiaba en haber escuchado realmente lo que imaginaba. Se dijo: Son ellos. Están mintiendo otra vez. Es sólo otro sonido falso. Pero lentamente se movió en su asiento y miró hacia la puerta. Escuchó que el picaporte giraba y la puerta comenzó a abrirse.

Jennifer se dio cuenta de que esta vez ella tenía un arma. Han venido a matarme, imaginó. Apartó el arma de su frente y la apuntó hacia la puerta. Le daré a uno de ellos, Señor Piel-marrón. Por lo menos me llevaré a uno de ellos conmigo. Miró el cañón del arma. ¡Mátalos! ¡Mátalos!

La puerta se abrió lentamente.

Adrián espió desde el otro lado. Lo raro era que no sabía qué esperar. Se decía una y otra vez que la había visto en la calle, y luego en fotografías en su casa. La había visto en el ordenador con Mark Wolfe a su lado. Había visto la habitación y la cama, las cadenas y la máscara, de modo que debería haber podido imaginar lo que habría al abrir la puerta, pero todas esas cosas desaparecieron. Sintió que estaba abriendo una puerta hacia una página en blanco. Lo único que pudo recordar fue mantener preparada su propia arma.

Lo primero que vio fue el arma que apuntaba directamente hacia él. Su primer instinto fue saltar hacia atrás y sus músculos se contrajeron como los de una mangosta que descubre a una cobra preparada para atacar, pero entonces escuchó la voz tranquila de su hijo que venía desde alguna profundidad en su interior diciéndole: Es ella.

—Tommy —susurró con su propia voz, a lo que siguió rápidamente—: ¿Jennifer?

La pregunta quedó suspendida en el aire viciado del sótano.

Ella permaneció sentada. Desnuda, con un brazo alrededor del oso, el otro apuntando tembloroso el arma a Adrián mientras éste, indeciso, daba un paso adelante. Sintió el dolor que venía de su pie probablemente roto, pero, fiel a su promesa, hizo caso omiso.

Jennifer sabía que se esperaba que ella dijera algo, pero no podía formar las palabras adecuadas en su cabeza. Sabía que algo había cambiado, pero no podía darse cuenta de qué.

Algo parecía muy diferente y no lograba relacionarlo con todo lo que había pasado antes. Hizo grandes esfuerzos para que su cabeza pudiera discernir qué podría ser. Todo parecía un sueño, algo irreal, como los ruidos de los niños que jugaban o el bebé llorando, pero de pronto se dijo a sí misma que no confiara en lo que veía. Tenía que ser una alucinación. Todo era falso.

Vio el pelo gris de Adrián. Eso no encaja. Vio una cara vieja y arrugada. Ese no es el hombre. Esa no es la mujer. Que la persona que se había deslizado para entrar a la habitación, y en ese momento estaba delante de ella, fuera alguien diferente no hizo más que aumentar su pánico. Estaba luchando contra cientos de sensaciones en su interior, todas vagamente relacionadas con el terror.

—Jennifer —dijo lentamente la persona delante de ella. Pero esta vez no dijo su nombre como una pregunta, sino como la confirmación de un hecho.

Jennifer tenía la garganta seca. El arma en su mano parecía pesar cincuenta kilos. Una parte de ella gritaba: ¡Es uno de ellos! ¡Mátalo! ¡Mátalo ahora antes de que él te mate a ti! El cañón del revólver se movía de un lado a otro mientras ella luchaba consigo misma. La idea de que alguien hubiera venido a ayudarla parecía imposible y demasiado peligrosa como para aceptarla. Es mucho más seguro disparar.

Adrián vio el arma, vio que los ojos de la adolescente se abrían de par en par y supo que la joven estaba en una especie de conmoción de víctima. Pensó en todos los años que había pasado estudiando el miedo en el aislamiento de un laboratorio. Ningún experimento había sido tan electrizante como ese preciso momento en la pequeña celda, delante de una muchacha desnuda con los ojos desorbitados que él había esperado que estuvieran vendados, pero que lo estaba apuntando con el lado dañino de un gran revólver. Todas sus verdades científicas, reunidas a lo largo de tantos años, no significaban absolutamente nada. La realidad frente a él era lo único verdadero. Comprendió en ese instante que él debía parecerle a ella tan aterrador como todo su entorno.

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