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Authors: John Katzenbach

El Profesor (60 page)

BOOK: El Profesor
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Sabía que ella iba a apretar el gatillo, como una rata de laboratorio que había aprendido a tocar una campana para ser salvada de una trampa. El sentido común le dijo que se echara a un lado y se escondiera. No, papá, sigue avanzando. Tal como hice yo, le susurró Tommy. La única manera es avanzar.

Aunque imaginaba que podría estar dejando que filmaran su propia muerte, Adrián se movió por la habitación. Toda su educación y toda su experiencia le gritaban que encontrara algo adecuado que decir y así tener la oportunidad de salvar ambas vidas. Era como estar tan desnudo como ella.

—Hola, Jennifer —dijo muy lenta y serenamente. Su voz era apenas un poco más que un susurro—. ¿Ése es el Señor Pielmarrón?

El dedo de Jennifer se tensó sobre el gatillo y respiró hondo. Entonces miró al oso. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos, quemándole las mejillas.

—Sí —respondió. Su voz no era más que un chirrido—. ¿Ha venido usted para llevarlo a casa?

Capítulo 45

Dentro del enorme y moderno apartamento frente al parque Gorki en Moscú, la esbelta joven y su compañero de pecho musculoso estaban solos en la gran cama. Fuera, las parpadeantes luces de la ciudad perforaban la oscuridad de la noche, pero en el apartamento, el único brillo provenía de un televisor de pantalla plana instalado en la pared. Ambos estaban desnudos observando atentamente la llegada inesperada de un anciano a la cambiante imagen de la conocida celda improvisada con la adolescente. Se habían abonado a Serie # 4 mientras durara.

Las sábanas de seda estaban enredadas alrededor de la pareja, pero no a causa de hacer el amor; la joven, tan atrapada por la acción en la pantalla como lo estaba el hombre, se había aferrado a la ropa de la cama más de una vez mientras miraba. No habían hablado mucho durante la última hora, aunque ambos sentían que mucho había ocurrido entre ellos. El hombre —en parte delincuente, en parte empresario— había farfullado la marca y el calibre de las armas que había visto, el Colt 357 Magnum que la Número 4 sostenía con fuerza y la Ruger nueve milímetros que pudo ver en las manos del anciano.

A la pareja le parecía fascinante este nuevo personaje, incluso angelical, y sus propios pulsos se aceleraron tratando de comprender qué significaba su aparición. El hombre pensó fugazmente en escribir en el teclado de su ordenador exigiendo saber quién era esa persona, pero no podía apartarse de lo que estaba ocurriendo. Sus pensamientos sobre la exigencia interactiva se borraron inmediatamente cuando su amante le cogió la mano y la llevó con fuerza hacia su pecho, como había hecho la Número 4 con su oso de juguete.

Hasta hacía unos minutos habían pensado que iban a presenciar la muerte de la Número 4. Desde el principio ambos habían creído que su destino era morir. Pero lo que estaba ocurriendo iba más allá de cualquier guión que pudieran haber imaginado. El hombre había pensado que poseía a la Número 4, tal como poseía sus pinturas de un valor incalculable, su Rolex de oro, su Mercedes grande y su avión Gulfstream. Pero en ese momento sentía que ella se le estaba escapando de entre los dedos, y para su enorme sorpresa no estaba enfadado ni decepcionado. Se sorprendió a sí mismo alentándola a que siguiera adelante, pero sin poder saber con qué objetivo. Su amante sentía más o menos lo mismo, pero ella se adaptó mucho más rápidamente a ese cambio radical. Le susurró algo a la pantalla, tal como lo había hecho con aquel hombre cuando estaban abrazados, pero en lugar de palabras apasionadas, le dijo en la lengua rusa de los campesinos de su infancia:

—¡Huye, Número 4! ¡Huye ahora! Por favor...

* * *

A Michael le resultaba totalmente incomprensible todo lo que estaba ocurriendo. Todo estaba previsto en un guión, pero esto no. Todo estaba planeado, pero esto no. Él siempre sabía con mayor o menor precisión qué iba a ocurrir después de cada nuevo elemento, pero en ese momento no lo sabía. Miraba los monitores como si estuviera observando algo que sucedía en otra parte, en algún lugar del mundo, y no a pocos metros de distancia en una habitación bajo sus pies.

Linda fue poco más rápida en su reacción. Su primera idea fue que el detective de fantasía de sus pesadillas —parte Sherlock Holmes, parte Miss Marple y parte Jack Bauer— finalmente se había hecho realidad. Pero con la misma velocidad, lo descartó, porque podía darse cuenta desde el ángulo de la cámara B que quienquiera que fuese el que estaba en la celda con la Número 4 no era policía, aunque tuviera un arma en la mano.

Linda saltó hacia una ventana y rápidamente inspeccionó el mundo fuera de las paredes de la granja. Vio que no había ninguna flota de coches de policía con sirenas, ni había ningún megáfono pidiendo que se rindieran. No había ningún helicóptero dando vueltas por encima de ellos. No había nadie.

Giró hacia las pantallas.

—Michael —le informó—, ¡quienquiera que sea este endemoniado personaje, está solo! —Mientras hablaba, dio un salto al otro lado de la habitación, hacia la mesa sobre la que estaban las armas.

Michael estuvo inmediatamente a su lado. Hizo un rápido inventario de la colección de armas y luego puso la AK-47 en las manos de ella. Sabía que el cargador de treinta tiros estaba lleno y metió otro en el bolsillo de sus pantalones. Abrió con un movimiento seco un revólver para asegurarse de que también estuviera totalmente cargado, y metió esta segunda arma en el cinturón de los vaqueros de ella. Cogió la escopeta calibre 12 y rápidamente empezó a meter cartuchos en la recámara. Pero después de llenarla y cerrarla con un solo movimiento seco y enérgico de abajo hacia arriba, en lugar de agarrar una de las pistolas semiautomáticas de la mesa, sacó una pequeña cámara Sony de alta definición.

—Tenemos que tener todo esto grabado en vídeo —dijo. Cogió uno de los ordenadores portátiles y un cable que rápidamente conectó desde la cámara a una entrada en el ordenador. Sabía que iba a tener que manejar demasiadas cosas a la vez —la escopeta, la cámara y el ordenador—, pero transmitir las imágenes era fundamental. En la mente de Michael matar y filmar eran dos cosas que se habían unido en algo de igual importancia.

Linda comprendió de inmediato. Nunca habría Serie #5 si no ofrecían el final de la Número 4. Sus clientes necesitaban un final. Necesitaban ver, aunque cinematográficamente hablando el resultado no fuera perfecto. Esperaban un final, aun cuando no fuera precisamente el que Michael y Linda habían preparado.

Ambos estaban sobrecogidos por la preocupación y la sorpresa, pero también por un tipo creativo de emoción. En la mente de Linda, mientras quitaba el seguro de su arma automática, lo que estaban haciendo era verdadero arte. Imaginó una actuación que nadie que estuviera mirando iba a olvidar jamás. Provistos de armas mortales e impulso artístico, Michael y Linda corrieron hacia las escaleras que conducían al sótano. Sus pies resonaban con gran estruendo contra las tablas del suelo de madera desgastada.

* * *

El coro de fantasmas llenó su cabeza con órdenes dichas en voz baja, todas urgentes, todas susurradas. Con delicadeza. Ten cuidado. Extiende la mano... Adrián no podía precisar si era Cassie quien hablaba, o Brian, o incluso Tommy. Tal vez todos ellos, como si estuvieran reunidos cantando villancicos.

—Sí —dijo lentamente—. Creo que el Señor Pielmarrón tiene que volver a casa ahora. Creo que Jennifer también tendría que venir. Yo los llevaré a los dos ahora.

El arma en la mano de la adolescente bajó súbitamente a un lado. Miró a Adrián con curiosidad.

—¿Quién es usted? —preguntó Jennifer—. No le conozco.

Adrián sonrió.

—Soy el profesor Adrián Thomas —se presentó. Esto parecía una presentación muy formal, dadas las circunstancias—. Pero puedes llamarme Adrián. Tal vez no me conozcas, Jennifer, pero yo te conozco a ti. Vivo cerca de tu casa. A sólo unas pocas calles de distancia. Te llevaré a tu casa, ahora.

—Eso es lo que deseo —dijo ella. Le ofreció el arma—. ¿Necesita esto?

—Déjala por ahí —indicó Adrián.

Jennifer obedeció. Dejó caer el arma sobre la cama. Sintió una súbita tibieza, como si volviera atrás en el tiempo, cuando era una niña que jugaba fuera un día caluroso de verano. Se volvió dócil. Todavía estaba desnuda, pero tenía a su oso y a un desconocido que no era ni el hombre ni la mujer, de modo que fuera lo que fuese lo que iba a ocurrirle en ese momento, estaba dispuesta a aceptarlo. Pensó que ya podría estar muerta. Quizá, se dijo a sí misma, en efecto, ya había apretado el gatillo del arma y aquel anciano era en realidad sólo una especie de acompañante y guía que iba a llevarla con su padre, que estaba ansioso esperando que ella se reuniera con él en algún mundo mejor. Un guía para la transición entre la vida y la muerte.

—Creo que ha llegado el momento de irnos —sugirió Adrián. La cogió con cuidado de la mano. Adrián no tenía ni idea de lo que debía hacer luego. Un policía de la televisión estaría hablando fuerte, haciéndose cargo de todo, blandiendo su propia arma y salvando la situación como lo hacían en Hollywood. Pero el psicólogo que había en él le dijo que por mucha prisa que hubiera, tenía que actuar con delicadeza. Jennifer estaba sumamente débil. Sacarla de la celda y de la granja era como transportar un cargamento inestable y extraordinariamente valioso.

Adrián la condujo por la puerta hacia el sótano húmedo y oscuro. No tenía ningún plan concreto de lo que debía hacer. Había estado tan concentrado en encontrar a Jennifer que ni se le había ocurrido pensar realmente en lo que debía hacer después. Esperó que sus fantasmas le dijeran qué pasos debía dar. Tal vez ya lo estaban haciendo, pensó, mientras ayudaba a la adolescente a salir de allí.

Ella se apoyaba en él como si estuviera herida. Él cojeaba por la lesión en el pie. Podía sentir que algunos huesos crujían dentro de su zapato y supo que se había fracturado. Apretó los dientes.

Mientras salían de la celda escucharon el aterrador golpeteo de pasos que se movían con rapidez, directamente encima de ellos. Jennifer se detuvo de inmediato, y se dobló como si le hubieran dado un golpe en el estómago. Desde muy dentro de su pecho salió un sonido... No era un grito, sino un ruido que parecía un gorgoteo de desesperación, gutural, primitivo, lleno de terror.

Adrián giró en la dirección en la que venía el ruido. En un rincón del sótano había una escalera de destartalados peldaños de madera. Él había tenido la vaga idea de que iba a llevar a Jennifer arriba, fuera del sótano, y salir a través de la cocina afuera de la casa, como si fueran de pronto invisibles y como si no hubiera nadie que fuera a oponerse a su partida. Estaban a muy poca distancia del pie de la escalera.

Mientras escudriñaba el lugar, vio un súbito rayo de luz que se movía veloz por la sombra sobre la pared. Oyó el ruido de un crujido, y supo que era la puerta de arriba que se abría. Mientras seguía con la mirada fija en la luz, fue bruscamente arrastrado hacia atrás.

Era Jennifer, que lo agarraba del brazo y tiraba de él. Quienquiera que fuese el anciano, tenía que ser mejor que el hombre y la mujer, y ella sabía que eran ellos dos quienes los esperaban arriba de la escalera. Empujada por el instinto de supervivencia, arrastró a Adrián hacia dentro del sótano. Adrián se dejó arrastrar hacia atrás. Ya no sabía qué más hacer. Y mientras vacilaba, diciéndose a sí mismo interiormente que tenía que pensar algún plan, el mundo alrededor de ellos estalló.

Una cascada de balas rugió escaleras abajo. El sótano quedó envuelto por el ruido y el humo. Proyectiles de 7,62 milímetros de gran potencia rebotaban contra las paredes de cemento y zumbaban con rumbo azaroso por el aire polvoriento. Los escombros volaban por el aire alrededor de ellos; era como si el estrecho y pequeño espacio del sótano estuviera siendo salvajemente demolido.

Adrián y Jennifer avanzaron de costado, agachados contra la pared más alejada de los tiros. Ambos gritaron como si hubieran sido alcanzados por las balas, pero no fue así. Que no fuera así parecía imposible y afortunado a la vez, pero Adrián podía darse cuenta de que el ángulo de disparo escaleras abajo limitaba la eficacia de las descargas, aun cuando los proyectiles de uso militar estallaran contra las paredes y el suelo, e iluminaran las sombras y la oscuridad.

La única ruta de salida que quedaba era la que Adrián había usado para entrar. La pequeña ventana del sótano brillaba con la luz exterior. Llegar a ella era arriesgado, pues si la persona que disparaba bajaba sólo tres o cuatro escalones, podría cubrir todo el sótano. El único lugar para esconderse sería volver a la celda de Jennifer, pero Adrián sabía que la adolescente no iba a retirarse a ese lugar, ni él podría pedirle que lo hiciera. No podía pedirle que regresara. Aun cuando la celda fuera el único lugar seguro —y eso era cuestionable—, Jennifer nunca iba a verlo de esa manera. Estaba acurrucada junto a él, abrazada a su oso y al brazo de Adrián, gimiendo.

Una segunda descarga resonó escaleras abajo, los silbidos de los disparos atravesaban el aire ya espeso. El humo comenzaba a envolverlos con sus olores amargos y también el polvo levantado. Ambos tosieron. Era difícil respirar.

Una salida. Una salida solamente. Con suavidad retiró los dedos de Jennifer, que estaban clavados en su brazo. Ella estaba aterrada y no quería soltarse, pero cuando él señaló con su arma hacia la ventana, la chica pareció comprender.

—Tenemos que llegar allí —susurró él, su voz áspera en medio del ruido de las armas automáticas.

En un primer momento los ojos de Jennifer estaban nublados por el miedo. Pero cuando miró hacia la ventana —tal vez a unos dos o tres metros sobre la pared— su visión se aclaró, y Adrián pudo ver que ella había comprendido. También pareció endurecerse, casi como si hubiera envejecido abruptamente en ese preciso instante, pasando de la infancia inocente a la adultez, todo debido a la cascada de disparos.

—Puedo hacer eso —dijo en voz baja, mientras asentía con la cabeza. Debería haber gritado por encima de los disparos de las armas, pero Adrián comprendió su respuesta con la claridad que proporciona el peligro.

Él se alzó desde el lugar donde se habían acurrucado contra una pared y empezó a agarrar los muebles viejos y abandonados, objetos ya deformados que alguna vez habían formado parte de la vida en la granja —un lavabo roto, un par de sillas de madera— y los arrojó desesperadamente al otro lado del sótano, lanzándolos contra la pared debajo de la ventana. Tenía que encontrar una cantidad suficiente como para poder escalar sobre ellos hasta la ventana. Su pie fracturado le dolió tanto que por un momento se preguntó si no habría sido alcanzado por un disparo. Luego cayó en la cuenta de que no importaba.

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