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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El ponche de los deseos (3 page)

Siguió pasando apresuradamente de una habitación a otra. Villa Pesadilla era un caserón gigantesco y tenebroso. Por fuera estaba llena de torrecillas y torreones oblicuos. Por dentro, llena de cuartos con múltiples rincones, de pasillos sinuosos, de escaleras desvencijadas, de bóvedas cubiertas de telarañas. Era tal como uno se imagina la casa de un auténtico brujo. El propio Sarcasmo había hecho en otro tiempo los planos de la vivienda, porque en el aspecto arquitectónico su gusto era más bien conservador. En los ratos de buen humor solía llamar a la villa su «pequeño y acogedor hogar». Pero, de momento, no estaba para esas bromas.

Ahora se encontraba en un largo y tenebroso pasillo en cuyas paredes había cientos y miles de grandes tarros colocados en altas estanterías. Era la colección que había querido enseñar al señor Oruga y a la que él llamaba su «Museo de Ciencias Naturales». En cada uno de los tarros se hallaba uno de los espíritus elementales capturados.

Había enanos, duendes, trasgos y elfos de todas las clases; además, ondinas y espíritus acuáticos con colas de pez de muchos colores, geniecillos del agua y sílfides, y hasta un par de espíritus del fuego, llamados salamandras, que se habían ocultado en la chimenea de Sarcasmo. Todos los recipientes estaban cuidadosamente etiquetados y rotulados con la denominación del contenido y la fecha de la captura. Todas estas criaturas se hallaban absolutamente inmóviles en su prisión, porque el mago las había sometido a una hipnosis duradera. Sólo las despertaba para hacer con ellas sus crueles experimentos.

Además, había entre ellas un pequeño monstruo particularmente repugnante: el llamado juzgalibros, que en lenguaje popular recibe también el nombre de sabidillo y quisquilla. Estos espíritus pequeños suelen pasar su vida poniendo reparos a los libros. Todavía no se ha logrado establecer con certeza para qué existen tales criaturas, y el mago conservaba aquel ejemplar con el propósito de descifrar el enigma mediante una observación prolongada.

En un momento determinado. Sarcasmo tuvo la seguridad de que, de algún modo, podría serle útil para sus fines. Pero ahora ya no le interesaba. Por mera costumbre, al pasar golpeaba aquí y allá con los nudillos la pared de un recipiente de cristal. Nunca se movía nada.

Por fin, llegó a un pequeño gabinete con un saledizo, en cuya puerta podía leerse:

MAURIZIO DI MAURO, CANTOR DE CÁMARA

La pequeña habitación estaba equipada con todo lo que en materia de lujo puede desear un gato mimado.

Había muebles viejos donde afilar las uñas, ovillos de lana y otros juguetes. Sobre una mesita baja había un plato con nata azucarada y bastantes más con diferentes bocados apetitosos. Había, incluso, un espejo de la altura de un gato, ante el que uno podía admirar su propia figura mientras se aseaba. El conjunto culminaba en una coqueta cestita en forma de cama con dosel, tapizada de terciopelo azul y con cortinas también azules.

En esa camita dormía acurrucado un gato pequeño y gordo. La palabra gordo se queda, quizá, un poco corta. En realidad, el gato estaba rechoncho como una bola. Y como tenía la piel de tres colores —parda, negra y blanca—, parecía un cojín repleto y ridículamente estampado, con cuatro patitas cortas y una cola birriosa.

Hacía más de un año que Maurizio estaba allí en misión secreta por encargo del Consejo Supremo de los Animales. Cuando llegó, estaba enfermo y desmedrado, y tan flaco que se le podían contar las costillas.

Al principio se comportó ante el mago como si simplemente hubiera buscado refugio en su casa, y le pareció que ese proceder era muy inteligente. Pero cuando advirtió que el mago no lo echaba de casa, sino que lo colmaba de mimos, se olvidó rápidamente de su misión. Y pronto llegó a sentir verdadero entusiasmo por el hombre. De todos modos, se entusiasmaba con bastante facilidad, particularmente por todo lo que constituía un halago para él o respondía a su concepción de un estilo de vida elegante.

—Las personas del mundo elegante —había dicho repetidas veces al mago— sabemos qué es lo que importa. Conservamos nuestra categoría incluso en las desgracias.

Ésta era una de sus frases favoritas, aunque no sabía muy bien qué significaba realmente. Un par de semanas más tarde, había contado al mago lo siguiente:

—Es posible que al principio me tomara usted por un gato callejero cualquiera. No se lo reprocho. Porque usted no podía imaginar que desciendo de un distinguido linaje de caballeros. En la familia di Mauro ha habido cantores famosos. Aunque usted tal vez no me crea, porque de momento tengo la voz un poco cascada —en realidad su sonido parecía más propio de una rana que de un gato—, yo también lo fui en otro tiempo y enternecí con mis canciones de amor los corazones más altivos. De hecho, mis antepasados eran de Napóles, de donde, como es sabido, proceden todos los grandes cantores. El lema de nuestro escudo es «Belleza e intrepidez», y todos los de mi estirpe estuvieron al servicio de la una o de la otra. Pero luego me puse enfermo. Casi todos los gatos de la región en que yo vivía enfermaron repentinamente. Al menos, todos los que habían comido pescado. Y a los gatos distinguidos les gusta comer pescado. Pero los peces tenían veneno porque el río del que procedían estaba contaminado. Entonces perdí mi maravillosa voz. Los otros murieron casi todos. Mi familia se encuentra ahora junto al Gran Gato del cielo.

Sarcasmo se había comportado como si la cosa le hubiera causado una profunda conmoción, aunque demasiado bien sabía por qué estaba contaminado el río.

Mostró a Maurizio una compasión inmensa y llegó a llamarle «héroe trágico». Eso le agradó sobremanera al pequeño gato.

—Si tú quieres y confías en mí —le había dicho el mago—, me cuidaré de tu salud y te devolveré la voz. Encontraré una medicina adecuada para ti. Pero has de tener paciencia, pues esas cosas requieren su tiempo. Y sobre todo deberás hacer lo que te diga. ¿De acuerdo?

Como es natural, Maurizio estuvo de acuerdo. Y a partir de aquel día siempre llamó a Sarcasmo «querido maestro». De la misión del Consejo Supremo de los Animales apenas volvió a acordarse.

Naturalmente, él no sospechaba que Belcebú Sarcasmo, por su espejo negro y por otros medios mágicos de información, había descubierto ya para qué le habían enviado el gato a casa. Y el Consejero Secreto de Magia había decidido inmediatamente aprovechar las pequeñas debilidades de Maurizio para neutralizarlo de una forma que, con toda seguridad, no levantaría sus sospechas. De hecho, el pequeño gato se sentía como en Jauja. Comía y dormía, y dormía y comía, y engordaba cada vez más y se hacía cada vez más comodón, hasta el extremo de que ahora ya era demasiado perezoso incluso para cazar ratones.

Pero ni siquiera un gato puede dormir ininterrumpidamente durante semanas y meses. Y así Maurizio se había levantado de cuando en cuando y había vagado por la casa sobre sus minúsculas patas y con una barriga que ahora casi rozaba el suelo. Sarcasmo había tenido que estar siempre alerta para que el gato no lo sorprendiera en una de sus perversas brujerías. Y eso lo había llevado a la desesperada situación en que ahora se encontraba.

Frente a la camita con dosel, contempló con deseos asesinos la estampada bola peluda que respiraba acurrucada en los cojines de terciopelo.

—¡Maldito bastardo —musitó—, todo es culpa tuya!

El gato comenzó a ronronear entre sueños.

—Como de todas formas estoy perdido —murmuró Sarcasmo—, voy a darme el gusto de retorcerte el pescuezo.

Sus largos y nudosos dedos se acercaron al cuello de Maurizio, el cual dio media vuelta sin despertarse, quedó echado sobre su lomo, separó del cuerpo las cuatro patas y ofreció tentadoramente su garganta.

El mago dio un paso atrás.

—No —dijo en voz baja—. No me serviría de nada. Además, para eso siempre hay tiempo.

P
OCO después, el mago se hallaba otra vez en el laboratorio. Estaba sentado junto a la mesa, iluminada por una lámpara, y escribía. Había decidido redactar su testamento.

Con su churrigueresca y caprichosa caligrafía, ya había escrito en una hoja lo siguiente:

MI ÚLTIMA VOLUNTAD

En plena posesión de mis facultades mentales, yo, Belcebú Sarcasmo, Consejero Secreto de Magia, Profesor, Doctor, etcétera, etcétera, en el día de hoy, a la edad de ciento ochenta y siete años, un mes y dos semanas…

Se detuvo y mordió su estilográfica, que contenía ácido cianhídrico en lugar de tinta.

—Una buena edad realmente —murmuró—. Pero demasiado joven todavía para gentes como yo. En todo caso, demasiado joven para ir al infierno.

Su tía la bruja, por ejemplo, sumaba ya casi trescientas primaveras y seguía desarrollando una gran actividad profesional.

Se asustó un poco, porque el pequeño gato saltó inesperadamente a la mesa, se colocó junto a él. Bostezó arqueando grácilmente la lengua, se estiró concienzudamente hacia delante y hacia atrás y estornudó con energía un par de veces.

—¡Uff! —maulló—. ¿Qué huele aquí tan apestosamente?

Se sentó en el testamento y empezó a limpiarse.

—¿Ha dormido bien el señor cantor de cámara? —preguntó el mago, irritado, y lo apartó de un manotazo.

—No lo sé —respondió Maurizio lamentándose—. ¡Estoy siempre tan terriblemente cansado…! Y no sé por qué. ¿Quién ha estado aquí?

—Nadie —rezongó el mago en tono poco amistoso—. No me molestes ahora, por favor. Tengo trabajo, y es muy urgente.

Maurizio olfateó el aire.

—Pero hay un olor muy raro. Aquí ha estado algún extraño.

—¿Qué dices? —replicó Sarcasmo—. Son imaginaciones tuyas. Y ahora cierra la boca.

El gato comenzó a lavarse la cara con las patas; pero, de pronto, se detuvo y observó al mago con asombro.

—¿Qué pasa, querido maestro? Parece usted terriblemente deprimido.

Sarcasmo negó con un gesto nervioso.

—No pasa nada. Y ahora déjame en paz de una vez. ¿Entendido?

Pero Maurizio no hizo caso: al contrario. Se sentó nuevamente encima del testamento, frotó su cabeza contra la mano del mago y ronroneó quedamente:

—Ya me imagino por qué está usted triste, maestro. Hoy, cuando todo el mundo celebra en alegre compañía la noche de San Silvestre, usted está aquí solo y abandonado. ¡No sabe cuánto lo siento!

—Yo no soy como todo el mundo —refunfuñó Sarcasmo.

—Eso es cierto —admitió el pequeño gato—. Usted es un genio y un gran benefactor de los hombres y de los animales. Yo lo sé muy bien. Pero ¿no quiere usted hacer una excepción y salir a divertirse un poco? Estoy seguro de que le sentaría bien.

—¡Una idea típica de un gato! —respondió el mago, más irritado cada vez—. A mí no me gusta la alegre compañía.

—Pero, maestro —prosiguió Maurizio con vehemencia—, ¿no dicen que la alegría compartida es doble alegría?

Sarcasmo dio un puñetazo en la mesa.

—Está demostrado científicamente —dijo en tono cortante— que la parte de algo es siempre menor que el todo. ¡Yo no comparto con nadie! ¡Tenlo presente!

—Está bien —respondió el gato, asustado. Luego añadió con voz insinuante—. En último término, me tiene a mí.

—Sí —estalló el mago—. ¡Tú eres precisamente lo que me faltaba!

—¿De verdad? —preguntó aliviado Mauricio—. ¿Me ha echado realmente en falta?

Sarcasmo resopló con impaciencia.

—¡Desaparece de una vez! ¡Lárgate! ¡Vete a tu habitación! Yo tengo que pensar. Tengo problemas.

—¿Puedo serle de alguna ayuda, querido maestro? —preguntó obsequioso el gato.

El mago suspiró y puso los ojos en blanco.

—Bueno —prosiguió al cabo de un rato—. Si te empeñas, puedes remover la esencia número 92. Está en la caldera que hay al fuego en la chimenea. Pero ten cuidado de no dormirte otra vez porque, si te duermes, puede pasar cualquier cosa.

Maurizio saltó de la mesa, corrió hacia la chimenea brincando con sus cortas patas y agarró la varita de cristal de roca con las zarpas delanteras.

—Seguro que es una pócima importante —conjeturó mientras comenzaba a remover cuidadosamente—. ¿Es la medicina para mi voz que usted anda buscando desde hace tiempo?

—¿Serás capaz de callarte alguna vez? —replicó el mago con aspereza.

—¡Sí, sí, maestro! —respondió sumisamente Maurizio.

Durante un largo rato hubo silencio. Sólo se oía el ulular de la tempestad de nieve en torno a la casa.

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