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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El ponche de los deseos (8 page)

Sarcasmo tenía el rostro contraído. Cuando ella le hablaba así, casi siempre quería engañarlo de alguna manera.

—¿Que no me va a costar absolutamente nada? —preguntó pausadamente—. ¡Me gustaría estar seguro!

—Está bien —dijo la bruja—. Casi no vale la pena hablar de ello. Entre las cosas que te legó tu abuelo Belial Sarcasmo figura, si mal no recuerdo, un antiquísimo pergamino de unos dos metros y medio de longitud.

Sarcasmo asintió vacilante:

—Está en algún rincón de mi almacén. Tendría que buscarlo. Lo arrojé allí porque no sirve para nada. Al parecer, originariamente era mucho más largo. Pero el abuelito Belial lo rasgó en dos trozos en uno de sus célebres ataques de rabia. Malvado como era, a mí sólo me dejó la segunda mitad. La otra nadie sabe dónde se encuentra. Probablemente se trata de alguna receta que, desgraciadamente, no tiene ningún valor, ni siquiera para ti, querida tía.

—¡Exactamente! —dijo Tirania, y sonrió como si su dentadura fuera de azúcar cande—. Y puesto que tú, como es de suponer, seguirás teniendo en el futuro interés por mi financiación, podrías regalarme ese trozo de pergamino, que en realidad carece de valor.

El súbito interés de la tía por ese legado puso en guardia al mago.

—¿Regalar? —dijo escupiendo literalmente la palabra, como si se tratara de algo nauseabundo—. Yo no regalo nada. ¿Quién me hace regalos a mí?

Tirania suspiró.

—Está bien. Me lo suponía. Espera un momento.

Comenzó a manosear con sus uñas doradas la cerradura digital de su bolso-caja de caudales. Y mientras lo hacía, recitó mecánicamente:

¡Oh, Mammon, príncipe del mundo entero,

tú nos das poder sobre hombres y cosas!

De cero sacas a espuertas el dinero

y con dinero todo es agua de rosas.

Luego abrió de un tirón la pequeña puerta blindada, sacó un grueso fajo de billetes y se lo mostró a Sarcasmo.

—¡M
IRA! —dijo—. Quizá esto te convenza de que, una vez más, yo no busco otra cosa que tu bien. Mil, dos mil, tres, cuatro, ¿cuánto quieres?

Sarcasmo sonrió como una calavera. La anciana tía acababa de cometer un error capital. El mago sabía que la bruja tenía el poder de producir tanto dinero como quisiera —especialidad nigromántica que él no dominaba porque era de otra rama—, pero también sabía que Tirania era la avaricia en persona y jamás daba un solo céntimo sin algún motivo. Si ahora le ofrecía una suma tan grande, debía de ser
muy importante
para ella aquel trozo de pergamino.

—Querida tía Titi —dijo, aparentemente tranquilo—, tengo la impresión de que me ocultas algo. Y no estaría bien.

—¡No tolero que me digas eso! —replicó la bruja, indignada—. Así no podemos hacer negocios en común.

Se levantó, se acercó a la chimenea e hizo como si contemplara ofendida las llamas.

—Eh, gatito —musitó Jacobo a su compañero de fatigas—, no te duermas precisamente ahora.

Maurizio se estremeció.

—¡Perdón! —dijo quedamente—. Es por los somníferos… ¿Podrías darme un pellizco fuerte?

Jacobo lo hizo.

—¡Otro más fuerte!

Jacobo lo pellizcó con tanta fuerza que Mauricio estuvo a punto de maullar, pero se contuvo heroicamente.

—Gracias —murmuró con lágrimas en los ojos—. Ahora estoy de nuevo en forma.

—S
ABES, Belcebú —comenzó la bruja en tono sentimental—, en tardes como la de hoy recuerdo siempre los viejos tiempos en que todavía estábamos todos juntos: el tío Cerbero y su encantadora esposa Medusa; Pequeño Nerón y su hermana Ghulgia; mi primo Viraso, que siempre me hacía la corte; tus padres y el abuelito Belial, que te tenía sobre sus rodillas. ¿Te acuerdas que durante una merienda quemamos un bosque entero? Fue una época muy divertida.

—¿Adonde quieres ir a parar? —preguntó Sarcasmo displicente.

—Quiero comprarte ese rollo de pergamino simplemente como un pequeño recuerdo del abuelo Belial. Lo hago por amor a la familia.

—¡No digas tonterías! —replicó él.

—Está bien —dijo la vieja, ahora con su voz habitual, y revolvió de nuevo su bolso-caja de caudales—. ¿Cuánto quieres? Te ofrezco cinco mil más.

Sacó otros fajos de billetes y los tiró delante del mago, esta vez bastante irritada. Ahora había ya un montón considerable, en todo caso mucho más de lo que cabía en su bolso-caja de caudales, relativamente pequeño.

—¿Qué? —preguntó expectante—. Diez mil. Es mi última oferta. Acéptala o no hay trato.

Las arrugas del rostro de Sarcasmo se hicieron más profundas. Contempló la ingente cantidad de dinero a través de los gruesos cristales de sus gafas. Sus manos se movieron convulsivamente hacia los billetes; pero las detuvo. En su desesperada situación, el dinero no podía servirle de nada. Pero cuanto más le ofrecía la bruja, más seguro estaba de que le ofrecía poco. Tenía que descubrir sus intenciones ocultas.

Probó con la táctica del golpe de mano y, por así decir, lanzó un disparo al bulto.

—Vamos, vamos, muchachita —dijo con la mayor tranquilidad posible—. Yo sé que

tienes la primera parte del rollo.

A la tía se le cambió el color de la cara, por debajo del grueso maquillaje.

—¿Cómo…, digo…, por qué…? Eso no es más que una sucia treta tuya.

Sarcasmo sonrió triunfante.

—Bueno, cada uno de nosotros tiene sus pequeños medios de información.

Tirania tragó saliva y luego admitió en voz baja:

—Esá bien. Puesto que estás enterado… Yo sabía desde hace tiempo quién había heredado la primera parte: tu prima en tercer grado, la estrella de cine Megara Momia, de Hollywood. Por su lujoso estilo de vida, necesitaba siempre ingentes sumas de dinero; por eso pude comprarle el pergamino, aunque me costó una fortuna.

—¡Vaya! —dijo Sarcasmo—. Ahora ya se va aclarando el asunto. De todos modos, me temo que te han timado a fondo. Lo que viene de esa región rara vez es auténtico.

—¿Qué quieres decir?

—Que muy probablemente no es el original, sino alguna de esas imitaciones comunes.

—Es el original. Estoy absolutamente segura.

—¿Se lo has mostrado a algún experto? Déjame examinarlo.

La mirada del brujo reflejaba una actitud expectante. Frunciendo la boca, la tía replicó:

—Enséñame el tuyo, y luego te enseño yo el mío.

—¡Bah! ¿Sabes? —respondió Sarcasmo con gesto de desinterés—. En el fondo, a mí me es indiferente. Quédate con tu parte y yo me quedo con la mía.

Estas palabras surtieron efecto.

La tía se quitó de la cabeza su gigantesco sombrero y comenzó a sacar del interior de la enorme ala un largo rollo de pergamino. ¡Para eso se había cubierto la cabeza con una pamela tan estrafalaria! Además, ahora se podía ver que sólo le quedaban algunos mechones teñidos de rojo chillón que, en la parte superior del cráneo, estaban enroscados en un raquítico moño con forma de cebolla.

—Es
el
original —dijo, nuevamente irritada, y le tendió al sobrino el extremo rasgado.

Sarcasmo se inclinó, se ajustó las gafas y, por las peculiaridades de la letra y por otras características, advirtió inmediatamente que su tía tenía razón. Sarcasmo intentó cogerlo, pero la tía se lo quitó.

—¡Las manos quietas, muchacho! Ya es suficiente.

—¡Hummm! —murmuró Sarcasmo, y se frotó la barbilla—. Parece que es realmente la primera parte de la receta. Pero ¿para qué es la receta?

Tirania se movió inquieta en su silla.

—No te entiendo, Belcebú. ¿Por qué haces tantas preguntas? A fin de cuentas, diez mil táleros no son una bagatela. ¿O pretendes elevar el precio, viejo estafador? Bien, ¿cuánto? Dilo de una vez.

Y la bruja comenzó a sacar de su bolsito-caja de caudales más fajos de billetes.

A Sarcasmo le sudaba la calva.

—Me pregunto —murmuró— quién estafa aquí a quién, querida tía. Así que habla de una vez. ¿Qué clase de receta es ésa?

Tirania cerró sus puños, pequeños y regordetes.

—¡Oh, al viernes negro tú y tu curiosidad! Es sencillamente una antigua receta de un ponche. Me apetece tomarlo esta noche porque, al parecer, es exquisito. Los buenos degustadores somos así: pagamos cualquier suma por esos placeres especiales.

—No es cierto, tía —replicó Sarcasmo moviendo la cabeza—. Los dos sabemos que, al menos desde hace cien años, has perdido el sentido del gusto. No puedes distinguir el zumo de frambuesa del ácido sulfúrico. ¿A quién pretendes ocultar algo?

Tirania se levantó temblando de ira y caminó a grandes zancadas por el laboratorio. Durante la conversación había estado cada vez más inquieta y, en varias ocasiones, había mirado disimuladamente al reloj.

—E
STÁ bien —le gritó súbitamente—. Te lo diré, maldito calavera dura. Pero antes tienes que jurar por el Tenebroso Banco-Palacio de Plutón que luego me venderás tu parte del rollo de pergamino.

El mago rezongó algo e hizo un ambiguo movimiento de cabeza que podía interpretarse como un asentimiento.

La bruja acercó su silla a la de su sobrino, se sentó jadeando y dijo con voz apagada:

—Ahora escúchame: se trata de la receta para el fabuloso
Ponche genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso de los deseos
. Es uno de los más antiguos y poderosos hechizos negros del universo. Sólo funciona la noche de San Silvestre, porque entonces el deseo tiene una virtud muy especial. Hoy nos encontramos precisamente a mitad de las doce noches que hay entre Navidad y Reyes, durante las cuales, como es sabido, andan sueltas todas las fuerzas de las tinieblas. Por cada vaso de esta bebida mágica que uno toma de un trago se le cumple un deseo, si lo formula en voz alta.

Sarcasmo había escuchado la explicación de la tía con los ojos extraviados. Su cerebro estaba trabajando.

Súbitamente preguntó con gran excitación:

—Por el Giga-Gamma-Super-Gao, ¿cómo puedes estar segura de eso?

—El modo de empleo se halla al comienzo de la receta, en la parte del pergamino que tengo yo.

Por el cerebro del mago cruzaban como relámpagos mil pensamientos distintos. De pronto había descubierto que ese ponche de los deseos le permitiría subsanar en un abrir y cerrar de ojos todas sus omisiones en materia de maldades. Lo que tan repentina e inesperadamente estaba a su alcance era su salvación. Aún podía darle un chasco al alguacil infernal. Pero, naturalmente, tenía que conseguir ser el dueño exclusivo de aquella fabulosa bebida. En ningún caso le daría ahora a la tía su parte del pergamino, por mucho que le ofreciera a cambio. Al contrario, tenía que hacerse con la parte de la bruja a cualquier precio, aunque tuviera que quitarle la vida o enviarla a una galaxia lejana mediante un conjuro. Pero eso no era tan fácil de hacer como de imaginar. Él conocía demasiado bien los poderes de la bruja y tenía poderosas razones para guardarse de ella.

Para que no se notara que le temblaban las manos, se levantó y deambuló con los brazos cruzados a la espalda.

Cuando llegó al contenedor con la inscripción RESIDUOS ESPECIALES se detuvo, absorto en sus pensamientos, tamborileó en la tapa con las uñas de los dedos el ritmo de la canción infernal de moda y canturreó:

«Calma, sangre, calma», cantó Drácula

cuando vio a la señorita Rosa…

Dentro del contenedor, el cuervo y el gato se acurrucaron, se abrazaron el uno al otro y contuvieron el aliento. Habían escuchado, palabra por palabra, toda la conversación.

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