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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El ponche de los deseos (16 page)

Y a Tirania le parecía que todas las interminables columnas de números que veía delante de ella estaban compuestas de miríadas de signos de interrogación, microscópicamente pequeños, que bailaban y se mezclaban unos con otros y no querían estarse en el lugar que les correspondía.

—¡Por todos los genes clonizados! —suspiró finalmente Sarcasmo—. No voy a poder aguantar más. Ya no me sé ninguna poesía más…

Y Tirania musitó despavorida:

—Me he hecho un lío con mis cálculos. Igual…. igual… Creo que es igual a…

¡Plafff!

El sobrino había propinado a su tía una bofetada con toda la violencia de la desesperación.

—¡Ay! —gritó la bruja fuera de sí.

Y le dio a su vez un sopapo tan fuerte a su sobrino que las gafas de éste volaron por el laboratorio.

Y así comenzó entre los dos un intercambio de golpes digno de dos campeones de lucha libre.

Cuando finalmente se detuvieron, se hallaban sentados en el suelo y se miraban jadeantes. El sobrino tenía un ojo amoratado, y la tía, la nariz ensangrentada.

—No ha sido por motivos personales. Titi —explicó Sarcasmo, y luego señaló con un gesto el vaso de fuego frío.

—¡Mira!

El torbellino de chispas de la cola del cometa se había apagado por completo, habían desaparecido todas las turbulencias, y el ponche genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso brillaba claro e inmóvil con todos los colores del arco iris.

Los dos emitieron un profundo suspiro de alivio.

—Lo de la bofetada —dijo Tirania— ha sido la idea salvadora. Eres un gran tipo, muchacho.

—Sabes, tía —comentó Sarcasmo—. Ya ha pasado el peligro. Ahora podemos pensar lo que queramos. Y debemos hacerlo a nuestro antojo, ¿no crees?

—De acuerdo —respondió la bruja, y puso los ojos en blanco.

El mago sonrió sarcásticamente. Naturalmente, había hecho aquella propuesta con segunda intención. La tía se iba a encontrar con sorpresas.

C
UANDO el cuervo y el gato se recobraron lentamente de su desmayo, al principio creyeron estar soñando. Se había parado el viento, estaba todo en calma y la noche era clara y estrellada. Ahora no sentían frío y el gigantesco armazón de las campanas estaba cubierto de una maravillosa luz dorada. Una de las grandes figuras de piedra que contemplaban la ciudad desde el exterior del ventanal ojival había girado y había entrado en la torre. Pero ahora la estatua no parecía de piedra, sino muy viva. Se trataba de un anciano elegante con una larga capa bordada en oro, sobre cuyos hombros había un grueso tapiz de nieve. Llevaba una mitra en la cabeza y un báculo en la mano izquierda. Bajo las cejas, blancas y muy pobladas, sus claros ojos azules miraban a los dos animales no con expresión hostil, pero sí con cierta perplejidad.

En un primer momento se habría podido pensar que era San Nicolás; pero no podía tratarse de él, pues no llevaba barba. ¿Y quién ha visto alguna vez un San Nicolás afeitado?

El anciano señor levantó la mano derecha. Y Jacobo y Félix sintieron repentinamente que no podían moverse ni emitir el menor sonido. Los dos estaban atemorizados; pero al mismo tiempo se sentían, inexplicablemente, en buenas manos.

—¡Caramba, pilluelos! ¿Qué hacéis aquí arriba? —dijo el anciano señor.

Se acercó algo más y se inclinó sobre ellos para examinarlos atentamente. Al hacerlo, cerró un poco los ojos, sin duda era miope.

El cuervo y el gato seguían sentados y con la mirada levantada hacia él.

—Ya sé qué os proponéis —prosiguió el anciano—. Habéis hablado bastante alto mientras escalabais la torre. Pretendéis escamotearme mi maravilloso repique de Año Nuevo. Creo que no es precisamente un buen detalle. Yo tengo sentido del humor y admito las bromas divertidas, porque a fin de cuentas soy San Silvestre. Pero lo que vosotros pretendíais hacer era una broma de mal gusto, ¿no os parece? Menos mal que he llegado a tiempo.

Los animales intentaron protestar, pero aún no habían recobrado el habla.

—Sin duda —continuó San Silvestre—, vosotros no sabíais que yo vengo aquí una vez al año, el día de mi fiesta, para ver durante unos minutos si todo está en orden. En castigo de la mala pasada que pretendíais jugarme, debería transformaros durante un rato en figuras de piedra y colocaros aquí entre las columnas. Sí, lo voy a hacer. Al menos hasta mañana por la mañana; así tendréis tiempo para reflexionar sobre vosotros mismos. De todos modos, antes quiero saber si tenéis algo que alegar.

Pero los animales no reaccionaron.

—¿Habéis perdido el habla de repente? —preguntó sorprendido San Silvestre. Pero luego se acordó— ¡Caramba, caramba! Perdonad. Había olvidado por completo…

Hizo un nuevo movimiento con la mano.

—Ahora podéis hablar, pero por orden y sin excusas, ¡por favor!

Y al fin los dos héroes incomprendidos pudieron explicar entre graznidos y maullidos qué los había llevado hasta allí, quiénes eran y en qué consistían los malvados planes del mago y la bruja. En su excitación, a veces hablaron los dos al mismo tiempo, de modo que a San Silvestre no le resultó fácil entender todo claramente. Pero cuanto más escuchaba, más amistosamente brillaban sus ojos.

E
NTRETANTO, Belcebú Sarcasmo y Tirania Vampir se habían metido ellos mismos en una situación sin salida. Cuando el mago propuso dar rienda suelta a los pensamientos, lo hizo siguiendo un plan astuto. Quería sorprender a la tía y cogerla desprevenida. Como el ponche de los deseos estaba preparado, ya no necesitaba su ayuda.

Había decidido excluirla para ser el único poseedor del increíble poder de la bebida mágica. Pero Tirania sólo había aceptado la pausa en apariencia y con idénticos propósitos. También ella pensaba que había llegado el momento de deshacerse de su sobrino.

Una vez más, los dos reunieron en el mismo momento todas sus fuerzas mágicas e intentaron paralizarse mutuamente con su mirada mágica. Estalló entre ellos una terrible lucha sorda. Pero pronto se comprobó que, en lo tocante a las fuerzas de la voluntad, eran los dos igual de fuertes. Y así siguieron sentados, sin intercambiar una palabra, sin moverse. Y sus esfuerzos eran tan grandes que les corría el sudor por la cara. Ninguno dejaba de mirar al otro, y los dos hipnotizaban sin cesar con todas sus energías.

Una rechoncha mosca, que había decidido invernar en algún rincón de la polvorienta alacena, se despertó súbitamente y rompió con su zumbido el silencio del laboratorio. Percibió algo que la atrajo como un rayo de luz intenso. Pero no era una luz, sino los rayos de energía paralizadora que emitían los ojos de la bruja y del mago y que zigzagueaban entre los dos en ambas direcciones como enormes descargas eléctricas. El moscardón se metió entre los rayos e inmediatamente cayó al suelo con un apagado «zas», incapaz de mover siquiera una pata. Y así permaneció el resto de su corta vida.

Pero ahora tampoco la tía y el sobrino podían moverse. Los dos habían sido hipnotizados por el otro mientras hipnotizaban a porfía. Y, precisamente por eso, no podían dejar de hipnotizarse mutuamente.

Poco a poco, los dos fueron vislumbrando que habían cometido un error fatal. Pero ahora era demasiado tarde.

Ninguno de los dos podía mover un solo dedo, y mucho menos girar la cabeza en otra dirección o cerrar los ojos para interrumpir la mirada mágica. Además, ninguno
debía
hacerlo antes de que lo hiciera el otro porque, de lo contrario, quedaría a merced del poder del otro sin posibilidad de resistencia. La bruja no podía dejar de hipnotizar antes que dejara el mago, y el mago no podía dejar antes que dejara la bruja. Por su propia culpa habían caído en lo que en medios mágicos se llama círculo vicioso, en un círculo fatídico.

—N
UNCA termina uno de aprender —dijo San Silvestre—. Aquí se ve cuánto puede equivocarse incluso uno de nosotros. He sido injusto con vosotros, mis pequeños amigos, y os pido perdón.

—No vale la pena hablar de ello, Monsignore —respondió Félix con un elegante movimiento de pata—. Una cosa así puede pasar en las mejores familias.

Y Jacobo añadió:

—Está perdonado, Reverendo. No se preocupe de eso. Yo estoy acostumbrado a que me traten mal.

San Silvestre sonrió satisfecho. Pero inmediatamente volvió a ponerse serio.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó un poco desvalido—. Lo que habéis contado parece realmente horrible.

Félix, al que la inesperada ayuda de una instancia tan alta había llenado nuevamente de entusiasmo heroico, propuso:

—Si Monsignore tuviera la bondad de tocar personalmente las campanas…

Pero San Silvestre movió la cabeza.

—¡No, no, querido; eso no! Es absolutamente imposible. Todas las cosas del mundo han de tener su orden, el espacio y el tiempo, y también el final del año viejo y el comienzo del nuevo. No es lícito cambiar deliberadamente nada; si no, se trastocaría todo…

—¿Qué te decía yo? —comentó el cuervo, apesadumbrado—. ¡Nada que hacer! Ha sido en vano. Tiene que haber orden aunque se vaya al diablo el mundo entero.

San Silvestre no oyó la impertinente observación de Jacobo, pues parecía tener su mente en otra parte.

—Ah, sí, sí, el mal, recuerdo… —suspiró—. ¿Qué es realmente el mal y por qué tiene que existir en el mundo? Allá arriba discutimos a veces sobre eso. Pero es realmente un gran enigma, incluso para nosotros.

Sus ojos adoptaron una expresión ausente.

—Contemplado desde la eternidad, mis pequeños amigos, el mal presenta un aspecto completamente diferente que en el reino del tiempo. Allí se ve que, a fin de cuentas, siempre tiene que estar al servicio del bien. Es, por así decir, una contradicción en sí mismo. Busca siempre el poder sobre el bien, pero no puede existir sin el bien, y si alguna vez consiguiera el poder completo, tendría que destruir aquello sobre lo que anhela tener poder. Por eso, amigos, sólo puede durar mientras es incompleto. Si fuera pleno, se desintegraría por sí mismo. Por eso no tiene cabida en la eternidad. Eterno sólo es el bien, que pervive sin contradicción…

—¡Oiga! —gritó Jacobo Osadías, y tiró con el pico de la capa dorada—. No me lo tome a mal, Reverendo, pero ahora todo eso me importa un bledo. Cuando usted termine con su
fielosofía
, será demasiado tarde.

A San Silvestre le costó esfuerzos visibles volver al presente.

—¿Cómo? —preguntó, y sonrió beatíficamente—. ¿De qué estábamos hablando?

—De que tenemos que hacer algo ahora mismo, Monsignore —explicó Félix—, para evitar una terrible catástrofe.

—¡Ah, sí, sí! —dijo San Silvestre—. Pero ¿qué?

—Probablemente, Monsignore, ahora sólo puede salvarnos una especie de milagro. Usted es un santo. ¿No podría hacer sencillamente un milagro, aunque sea pequeño?

—¡Sencillamente un milagro! —repitió San Silvestre un poco perplejo—. Mi pequeño amigo, eso de los milagros no es tan sencillo. Ninguno de nosotros puede hacer milagros, a no ser que se lo ordenen desde arriba. Yo tendría que comenzar por presentar una petición a una instancia superior, y pueden tardar mucho tiempo en aceptarla, si es que la aceptan.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Félix.

—Meses, años, tal vez decenios —respondió San Silvestre.

—¡Demasiado tiempo! —graznó Jacobo malhumorado—. ¡Que se vaya al diablo! Nosotros necesitamos algo ahora mismo, en el acto.

La mirada de San Silvestre pareció alejarse nuevamente del mundo.

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