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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El ponche de los deseos (2 page)

Sarcasmo hizo un esfuerzo y se acercó al visitante.

—¿Quién es usted? ¿Qué busca aquí?

El otro se tomó tiempo. Pasó un rato observando a su oponente con una mirada fría y luego replicó con voz sorda:

—¿Tengo el placer de hablar con el Consejero Secreto Doctor Profesor Belcebú Sarcasmo?

—Tiene usted ese placer. ¿Y…?

—Permítame que me presente.

Sin levantarse de la butaca, el visitante se quitó un momento el sombrero: en ese instante pudieron verse en su tersa y blanca cabeza dos pequeñas protuberancias rojas que parecían tumefacciones purulentas.

—Me llamo Oruga, Maledictus Oruga, si usted me lo permite.

El mago seguía resuelto a no dejarse impresionar.

—¿Qué le da a usted derecho a importunarme?

—¡Oh! —dijo el señor Oruga sin sonreír—. Señor, si me permite la observación, usted no debería hacer una pregunta tan necia.

Sarcasmo se frotó los dedos con tanta fuerza que crujieron.

—¿Acaso viene usted de…?

—Exacto —corroboró el hombre—. De allí.

Y mientras decía eso, señaló con el pulgar hacia abajo.

Sarcasmo tragó saliva y siguió callado.

El otro prosiguió:

—Vengo por encargo personal de Su Excelencia Infernal, su bien amado Protector.

El mago intentó simular una sonrisa de regocijo, pero sus dientes parecieron encasquillarse súbitamente. Sólo con gran esfuerzo logró murmurar:

—¡Qué honor!

—Lo es, señor mío —respondió el visitante—. Vengo por encargo personal del Ministro de las Tinieblas Supremas, Su Excelencia Belcebú, que le ha otorgado a usted la inmerecida distinción de llevar su mismo nombre. Mi insignificancia es sólo un órgano ejecutor de ínfima categoría. Si cumplo mi encargo de forma satisfactoria para Su Excelencia, podré esperar que me asciendan pronto e incluso que me hagan espíritu maléfico con departamento propio.

—Mis mejores deseos, señor Oruga —balbució Sarcasmo—. ¿Y en qué consiste su encargo? —su rostro adquirió ahora un tinte ligeramente verdoso.

—Yo estoy aquí —explicó el señor Oruga— en misión puramente oficial, como agente ejecutivo, por así decir.

El mago tuvo que carraspear. Luego dijo con voz ronca:

—Pero, ¡por todos los agujeros negros del universo! ¿Qué pretende hacer usted en mi casa? ¿Tal vez secuestrarme? Aquí tiene que haber un error.

—Ya se verá —opinó el señor Oruga.

Sacó un documento de su cartera negra y se lo mostró a Sarcasmo.

—Usted conoce, sin duda, este contrato, señor Consejero. En su momento lo cerró personalmente con mi jefe y lo firmó con su propia mano. En él se dice que le son otorgados a usted durante este siglo, por parte de su Protector, poderes extraordinarios, realmente extraordinarios, sobre la naturaleza entera y sobre los hombres. Pero también se dice que usted se compromete a cumplir antes de fin de año, directa o indirectamente, las siguientes misiones: exterminar diez especies de animales, sean mariposas, peces o mamíferos; contaminar cinco ríos, o cinco veces el mismo río; provocar la muerte de diez mil árboles por lo menos, y así sucesivamente, hasta el último punto: desencadenar en el mundo una epidemia nueva cada año, como mínimo, que haga sucumbir a hombres o animales, o a unos y otros. Por fin: manipular el clima del país de forma que se alteren las estaciones del año y haya períodos de sequía o inundaciones. Mi querido señor, en el año transcurrido sólo ha cumplido usted la mitad de estas obligaciones. Mi jefe piensa que eso es lamentable, muy lamentable. Y usted sabe qué significa eso para Su Excelencia. ¿Tiene usted algo que objetar?

Sarcasmo, que ya había intentado repetidas veces interrumpir al visitante, espetó:

—Pero todavía no se ha acabado el año. ¡Por todos los diablos! Aún estamos en la tarde de San Silvestre. Tengo tiempo hasta medianoche.

El señor Oruga lo miró con sus ojos sin párpados.

—Es cierto, ¿y piensa usted… —echó una ojeada al reloj y prosiguió— realizar todo lo que falta en las pocas horas que quedan? ¿Lo piensa realmente?

—¡Naturalmente! —chilló furioso Sarcasmo. Pero luego agachó súbitamente la cabeza y murmuró con voz casi imperceptible—. No, imposible.

El visitante se levantó y se acercó a una pared, contigua a la chimenea, de la que colgaban, esmeradamente enmarcados, todos los diplomas con los títulos del Consejero Secreto de Magia. Como la mayoría de sus colegas, Sarcasmo tenía en gran estima esos títulos.

En un diploma podía leerse, por ejemplo, «MANA» (Miembro de la Academia de Negras Artes); en otro, «Dr HC» (Doctor Horroris Causa); en un tercero, «ECIA» (Encargado de la Cátedra de Infamia Aplicada); en un cuarto, «MCSA» (Miembro del Consejo Supremo de Aquelarres), y había muchos más.

—Escúcheme, pues —dijo Sarcasmo—. Intentemos hablar sensatamente. No depende de mi mala voluntad, que la tengo en abundancia, créame.

—¿De verdad? —preguntó el señor Oruga.

El mago se secó con un pañuelo el frío sudor de la calva.

—Haré todo lo que falta tan pronto como pueda. De eso puede estar seguro Su Excelencia. Dígaselo, por favor.

—¿Lo hará? —preguntó el señor Oruga.

—¡Maldita sea! —exclamó Sarcasmo—. Han surgido ciertas complicaciones que me han impedido cumplir a tiempo mis obligaciones contractuales. Un pequeño aplazamiento, y volverá a estar todo en orden.

—¿Complicaciones? —repitió el señor Oruga mientras seguía examinando los diplomas sin especial interés.

El mago se situó detrás de él, tan cerca que parecía hablarle al rígido sombrero negro.

—Probablemente, usted mismo está enterado de lo que logré en los últimos años. Era más de lo que mis condiciones contractuales exigían.

El señor Oruga se volvió y dirigió su vidriosa mirada al rostro de Sarcasmo.

—Digamos que era lo suficiente; para ir tirando.

Angustiado, el Consejero Secreto parloteaba cada vez más y terminó por enredarse en sus explicaciones:

—Nadie puede hacer una guerra de exterminio sin que, más pronto o más tarde, lo advierta el enemigo. Precisamente por mis grandes logros, la naturaleza empieza ahora a defenderse. Se prepara para devolver el golpe, sólo que no sabe exactamente contra quién. Los primeros que empezaron a rebelarse fueron, naturalmente, los espíritus elementales: los gnomos, los enanos, las ondinas y los elfos, que son los más avispados. Me ha costado mucho trabajo y mucho tiempo capturar y neutralizar a todos los que habían averiguado algo sobre nosotros y podían ser peligrosos para nuestros planes. Por desgracia, no es posible matarlos, ya que son inmortales. Pero yo conseguí encerrarlos y paralizarlos por completo con mis poderes mágicos. Por otra parte, es una colección digna de verse. Está expuesta en el pasillo, si es que usted quiere convencerse por sus propios ojos, señor Gusano…

—Oruga —dijo el visitante sin aceptar la invitación.

—¿Cómo? ¡Ah, sí! Señor Oruga, naturalmente. Disculpe.

El mago logró esbozar una sonrisa nerviosa.

—Los otros espíritus elementales se han atemorizado y han huido a los rincones más apartados del mundo. Así que nos hemos librado de ellos. Pero, entretanto, han empezado a sospechar los animales. Han convocado un Consejo Supremo, el cual ha decidido enviar observadores secretos en todas las direcciones de la rosa de los vientos para descubrir la causa del mal. Y desgraciadamente también yo tengo en casa un espía de ésos desde hace cerca de un año. Se trata de un gato pequeño. Por fortuna, no es precisamente uno de los más despabilados. Si quiere usted verlo, ahora está durmiendo. Además, duerme muchísimo, y no sólo por naturaleza.

El mago sonrió sarcásticamente.

—Me he ocupado de que no advierta cuál es mi verdadera actividad. Ni siquiera sospecha que yo sé para qué está aquí. Lo he alimentado espléndidamente y lo he colmado de mimos; por eso cree que soy un gran amigo de los animales. ¡El pobre imbécil me adora! Pero usted comprenderá, señor Gusano…

—¡Oruga! —dijo el otro, esta vez con bastante aspereza.

Su macilento rostro sólo estaba iluminado por las oscilantes llamas del fuego de la chimenea y ofrecía un aspecto sumamente huraño.

El mago inclinó ceremoniosamente la cabeza en señal de asentimiento.

—Perdón, perdón —se pasó la mano por la frente—. Estoy un poco distraído. Es por el estrés. Ha sido agotador cumplir mis obligaciones contractuales y, al mismo tiempo, engañar constantemente al espía que tengo en mi propia casa. Porque, aunque es un infeliz, ve y oye muy bien, como todos los gatos. He tenido que trabajar en circunstancias sumamente difíciles. No creo que se atreva usted a negarlo. Sobre todo, me ha costado mucho tiempo, por desgracia, querido señor… Ummm…

—Es triste —le interrumpió el señor Oruga—, realmente triste. Pero todo eso es
su
problema, amigo mío. Y no altera el contrato. ¿O me equivoco?

Sarcasmo bajó la cabeza.

—Créame, señor: yo habría disecado hace tiempo ese gato, lo habría asado vivo en el horno o lo habría enviado a la Luna. Pero eso habría alarmado al Consejo Supremo de los Animales. Porque allí saben que el gato está en mi casa. Y es mucho más difícil dejar fuera de combate a los animales que a los gnomos y a otros seres de la misma calaña; más difícil, incluso, que neutralizar a los hombres. Con los hombres apenas hay dificultades. Pero ¿ha intentado usted hipnotizar a un saltamontes o a un jabalí? No hay nada que hacer. Y si se reunieran todos los animales del mundo, desde los más grandes hasta los más pequeños, y se lanzaran juntos contra nosotros, no serviría de nada ningún recurso mágico. Tenga la bondad de explicarle esto a Su Excelencia Infernal, su querido jefe.

El señor Oruga cogió su cartera de la butaca y se acercó nuevamente al mago.

—Transmitir explicaciones no es cosa de mi incumbencia.

—¿Qué significa eso? —gritó Sarcasmo—. Su Excelencia tiene que reconocer lo que acabo de decir y tiene que reconocerlo por su propio interés. A fin de cuentas, yo no puedo hechizar. Es decir, sí puedo, pero hay ciertos límites, sobre todo de tiempo, incluso para mí. Y además, ¿por qué esa terrible prisa? De todos modos, el mundo va a perecer enseguida, porque estamos en el mejor camino para lograrlo. Así que poco importa que sea un par de años antes o después.

—Eso significa —dijo el señor Oruga respondiendo a la primera pregunta de Sarcasmo en tono glacialmente cortés— que ahora está usted advertido. Volveré aquí a medianoche en punto. Así reza el encargo que se me ha dado. Si usted no ha saldado hasta entonces su pasivo contractual en materia de maldades…

—¿Qué ocurrirá?

—Será usted secuestrado por orden de la autoridad, señor Sarcasmo —dijo el señor Oruga— Le deseo una placentera noche de San Silvestre.

—¡Espere! —gritó Sarcasmo—. Sólo una palabra. Por favor, señor Gusano, ¡uy!, señor Oruga…

Pero el visitante había desaparecido.

El mago se dejó caer en la butaca de orejas, se quitó las gruesas gafas y se cubrió el rostro con las dos manos.

Si los nigromantes pudieran llorar, él lo habría hecho. Pero de sus ojos sólo brotaron dos secos granos de sal.

—¿Y ahora qué? —rezongó—. ¿Ahora qué, por todas las pruebas y torturas?

L
A magia —lo mismo la buena que la mala— no es cosa fácil. Los profanos suelen creer que basta recitar cualquier fórmula secreta como «abra-cadabra» y, quizá, tener una varita mágica con la que uno acciona un poco como un director de orquesta. Con eso se lograría la transformación, la aparición o cualquier otra cosa.

Pero no es así. En realidad,
cualquier
clase de acción mágica es enormemente complicada: requiere conocimientos ingentes, gran cantidad de accesorios, materiales difíciles de conseguir y una preparación que puede durar días e incluso meses. Además, el trabajo es
siempre
sumamente peligroso, pues el más pequeño error puede tener consecuencias totalmente imprevisibles.

Belcebú corrió por las habitaciones y los pasillos de su casa buscando desesperadamente un medio para salvarse. Pero estaba convencido de que ya era demasiado tarde para todo. Gimió y suspiró como un alma en pena. Sus pasos retumbaban en el silencio de la casa. Sarcasmo no podía cumplir el contrato; por eso, ahora lo único que le preocupaba era salvar la piel, esconderse del ejecutor de la sentencia infernal en alguna parte o de algún modo.

Sin duda, podía transformarse, por ejemplo, en una rata, o en un perfecto monigote de nieve, o en un campo de ondas electromagnéticas (si bien en este caso podrían verlo en todas las pantallas de televisión de la ciudad como una alteración de la imagen). Pero sabía muy bien que así no engañaría al enviado de Su Excelencia Infernal. Él lo reconocería bajo cualquier figura.

También era inútil huir a alguna parte, por remota que fuera: al Sahara, o al Polo Norte, o a los picos del Tíbet, pues las distancias geográficas carecían de importancia para aquel visitante. Por un instante, el mago pensó esconderse en la catedral de la ciudad, detrás del altar o en lo alto de la torre; pero desechó esa idea inmediatamente porque no estaba seguro de que los funcionarios infernales tengan hoy dificultades para entrar y salir de allí a su antojo.

Sarcasmo recorrió apresuradamente la biblioteca, donde se apilaban unos junto a otros mamotretos antiquísimos y libros de consulta recién salidos de la imprenta. Ojeó los títulos que figuraban en el lomo de los volúmenes. Allí había obras como
Eliminación de la conciencia
.
Manual para adelantados
, o
Directrices para envenenar fuentes
, o
Léxico enciclopédico de maldiciones y execraciones
, pero nada que pudiera serle útil en su apurada situación.

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