Un joven de unos veinte años, también enfundado en un overol, estaba examinando el interior de un capó; se incorporó y saludó con una sonrisa a los visitantes. Montalbano y Burgio cruzaron el taller, que inicialmente habría sido un almacén, y llegaron a una especie de tabique hecho con tablas de madera.
Al otro lado, detrás de un escritorio, estaba Antonio Marin.
—Lo he oído todo —dijo éste—. Y si la artritis no me hubiera jodido, le hubiera podido enseñar algo a ese que está afuera.
—Hemos venido a pedirle una información.
—Dígame, señor comisario.
—Mejor será que hable el director Burgio.
—¿Recuerda cuántos tripulantes de la nodriza
Pacinotti
murieron o resultaron heridos o bien fueron dados por desaparecidos por motivos bélicos?
—Nosotros tuvimos suerte —reflexionó el anciano.
Se había animado. Resultaba claro que el hecho de hablar de aquella época heroica le encantaba, pues seguramente en su familia le decían que se callara en cuanto empezaba a hablar del tema.
—Sólo tuvimos un muerto por un fragmento de bomba, un tal Silvio Destefano, y un desaparecido, Mario Cunich —prosiguió—. Estábamos todos muy unidos, ¿sabe?, éramos casi todos vénetos, triestinos...
—¿Desaparecido en el mar? —preguntó el comisario.
—¿En el mar? ¿Qué mar? Nosotros siempre estuvimos atracados. Éramos prácticamente una extensión del muelle.
—Y entonces, ¿por qué se le dio por desaparecido?
—Porque la noche del 7 de julio del 43 no regresó a bordo.
Por la tarde había habido un violento bombardeo y él tenía permiso de salida. Cunich era de Monfalcone y tenía un amigo de su mismo pueblo, que también era amigo mío, Stefano Premuda. Bueno pues, a la mañana siguiente Premuda obligó a toda la tripulación a buscar a Cunich. Nos pasamos todo el día preguntando por él, casa por casa, nada. Fuimos al hospital militar y al civil, al lugar donde recogían a los muertos que se encontraban entre las ruinas... Nada. Hasta los oficiales se unieron a nosotros porque poco antes habíamos recibido una advertencia, una especie de voz de alerta... Nos dijeron que tendríamos que zarpar en los próximos días... Pero jamás llegamos a zarpar, los americanos llegaron primero.
—¿Y no pudo haber desertado?
—¿Cunich? ¡Qué va! Él creía en la guerra. Era fascista. Un buen chico, pero fascista. Y además, estaba chiflado.
—¿Qué quiere decir?
—Que estaba muy enamorado de una chica de aquí. Lo mismo que yo, por otra parte. Decía que, en cuanto terminara la guerra, se casaría con ella.
—¿Y no se supo nada más de él?
—Mire, cuando desembarcaron los americanos, pensaron que un navío de apoyo como el nuestro, que era una joya, les sería muy útil. Nos mantuvieron en el servicio con uniforme italiano Y nos pusieron un brazal para evitar equívocos. Munich tuvo todo el tiempo que quiso para volver a presentarse, pero no lo hizo. Se volatilizó. Yo seguí manteniendo correspondencia con Premuda y de vez en cuando le preguntaba si había aparecido Cunich, si sabía algo de él... Nada de nada.
—Dice que sabía que Cunich tenía una novia aquí. ¿Usted la conoció?
—Jamás.
Quedaba todavía una pregunta, pero Montalbano se detuvo y, con una mirada, le cedió el privilegio al director Burgio, que aceptó la propuesta generosa del comisario.
—¿Le dijo, por lo menos, cómo se llamaba la chica?
—Verá, Cunich era un muchacho muy reservado. Sólo una vez me dijo que se llamaba Lisetta.
¿Qué fue? ¿Pasó un ángel y detuvo el tiempo? Montalbano y Burgio se quedaron petrificados. Después el comisario apoyó una mano en el costado, pues acababa de experimentar una fuerte punzada, y el director Burgio se puso una mano sobre el corazón y se apoyó en un coche para no caer. Marin se llevó un susto de muerte.
—¿Qué he dicho? ¿Dios mío, qué he dicho?
En cuanto salieron del taller, Burgio lanzó gritos de alegría.
—¡Hemos acertado!
Después dio unos pasos de baile. Dos personas que lo conocían y sabían que era muy serio y circunspecto, se quedaron mirándolo, pasmadas. Tras haberse desahogado, el director Burgio volvió a recuperar la seriedad.
—Mire que tenemos que cumplir la promesa de las cincuenta mil liras cada uno a San Calogero. No lo olvide.
—No lo olvidaré.
—¿Usted lo conoce a San Calogero?
—Desde que estoy en Vigàta, cada año he presenciado los festejos.
—Pero eso no significa conocerlo. San Calogero es, ¿Cómo diría?, un tipo al que no le gusta que lo engañen.
—¿Bromea?
—De ninguna manera. Es un santo vengativo, enseguida se ofende. Si uno le promete una cosa, la tiene que cumplir. Si usted, por ejemplo, sale bien librado de un accidente de tránsito, le hace una promesa al santo y después no la cumple, puede poner las manos sobre el fuego que le ocurre otro accidente y, como mínimo, pierde las piernas. ¿Me explico?
—Perfectamente.
—Volvamos a casa, así usted se lo contará todo a mi mujer.
—¿Yo?
—Sí, porque yo no quiero darle la satisfacción de reconocer que tenía razón.
—En resumen —dijo Montalbano—, las cosas pudieron ocurrir de la siguiente manera.
Le gustaba aquella investigación casera, en una casa de otros tiempos, delante de una taza de café.
—El marino Cunich, que se había convertido casi en un habitante de Vigàta, se enamora de Lisetta Moscato y es correspondido. Cómo conseguían reunirse y hablarse, sólo Dios lo sabe.
—Lo he estado pensando mucho —dijo la señora—. Hubo un período, me parece que entre el 42 y el mes de marzo o abril del 43, en que Lisetta disfrutó de más libertad porque su padre tuvo que dejar Vigàta por asuntos de trabajo. El enamoramiento y las citas clandestinas debieron de tener lugar en aquel período.
—Se enamoraron, eso es un hecho —continuó el comisario—. Después, el regreso del padre les impidió verse. Puede que a ello contribuyera también la evacuación. Posteriormente llegó la noticia de la partida inminente del chico... Lisetta se fuga, viene aquí y se reúne, no sabemos dónde, con Cunich. El marino, para poder permanecer más tiempo con Lisetta, no vuelve a presentarse a bordo. En determinado momento, mientras ambos están durmiendo, los matan. Hasta aquí, todo en orden.
—¿Cómo en orden? —preguntó sorprendida la señora.
—Perdone, quise decir que, hasta aquí, la reconstrucción marcha bien. Puede haberlos matado un enamorado despechado o el propio padre de Lisetta, que los sorprendió y se sintió deshonrado. Vaya usted a saber.
—¿Cómo que voy a saber? —replicó la señora—. ¿No le interesa descubrir quién asesinó a aquellos dos pobres chicos?
Montalbano no tuvo valor para decirle que el homicida no le importaba demasiado; que lo que lo intrigaba era por qué alguien, quizás el propio asesino, se había tomado la molestia de trasladar los cadáveres a la cueva y montar el número del cuenco, la vasija de barro y el perro de terracota.
Antes de regresar a casa, pasó por una tienda de comestibles; compró doscientos gramos de queso con pimienta y un pan de trigo. Se aprovisionó porque estaba seguro de que no encontraría a Livia en casa. Y efectivamente, no se encontraba allí; todo estaba tal y como él lo había dejado cuando salió para ir a casa de los Burgio.
No había tenido tiempo de dejar las provisiones encima de la mesa cuando sonó el teléfono. Era el jefe.
—Montalbano, quería decirle que hoy me llamó el subsecretario Licalzi. Quería saber por qué razón aún no he presentado una petición de ascenso para usted.
—Pero ¿qué quiere ése de mí?
—Me tomé la libertad de inventar una historia de amor misteriosa. Eso le he dicho, no dicho, le he dado a entender... Licalzi se lo tragó porque, por lo visto, es un apasionado lector de revistas del corazón. Pero con eso ha quedado resuelto el asunto. Me ha dicho que le escriba para solicitar para usted una elevada gratificación. Ya he hecho y cursado la solicitud. ¿Quiere escucharla?
—Ahórremela.
—Lástima, creí haber hecho una pequeña obra de arte. Montalbano puso la mesa y cortó una buena rebanada de pan. Volvió a sonar el teléfono; no era Livia, tal como él esperaba, sino Fazio.
—
Dottore
, he trabajado todo el santo día para usted. Este tal Stefano Moscato no era precisamente un tipo amigable.
—¿Era un mafioso?
—Mafioso propiamente dicho, no creo. Pero un violento, eso sí. Varias condenas por peleas, conducta violenta y agresión. No parecen cosas de la mafia... Un mafioso no deja que lo condenen por tonterías.
—¿A cuándo se remonta la última condena?
—Al año 81, imagínese. Tenía un pie en la tumba y la emprendió a silletazos con un tipo y le partió la cabeza.
—¿Puedes decirme si pasó algún período en la cárcel entre el 42 y el 43?
—Cómo no. Reyerta y provocación de lesiones. Entre marzo del 42 y el 21 de abril del 43 estuvo en Palermo, en la cárcel del Ucciardone.
Las noticias que le había dado Fazio hicieron que el queso con pimienta, que ya de por sí no era ninguna broma, le supiera a gloria.
El cuñado de Galluzzo abrió su telediario con la noticia de un grave atentado de corte claramente mafioso en las afueras de Catania. Un conocido y apreciado empresario de la ciudad, un tal Corrado Brancato, propietario de un gran almacén proveedor de supermercados, había decidido tomarse una tarde de descanso en su pequeño chalé de las afueras de la ciudad. En el momento de introducir la llave en la cerradura, abrió la puerta prácticamente a la nada; una explosión espantosa provocada por un dispositivo ingenioso que unía la apertura de la puerta con una carga explosiva, había pulverizado literalmente el pequeño chalé, al empresario y a su esposa, Giuseppa Tagliafico. Las investigaciones, añadía el periodista, iban a ser muy complicadas, puesto que Brancato carecía de antecedentes penales y no estaba relacionado en absoluto con hechos mafiosos.
Montalbano apagó el televisor y se puso a silbar la «Sinfonía N° 8, Inconclusa», de Schubert. Le salió muy bien y no falló ningún pasaje.
Marcó el número de Mimì Augello; estaba seguro de que su subcomisario debía de saber algo más acerca de lo ocurrido. No contestó nadie.
Cuando terminó de cenar, hizo desaparecer hasta el último vestigio de comida e incluso lavó con mucho esmero el vaso en el que había tomado un poco de vino. Se desnudó para irse a dormir cuando oyó detenerse un automóvil, voces, el ruido de una puerta que se cerraba y el coche que se alejaba. Se deslizó rápido entre las sábanas, apagó la luz y fingió estar durmiendo profundamente. Oyó que se abría y cerraba la puerta principal y pasos que cesaban de repente. Comprendió que Livia se había detenido en el umbral del dormitorio y lo estaba mirando.
—No te hagas el payaso.
Montalbano se rindió y volvió a encender la luz.
—¿Cómo supiste que fingía?
—Por la respiración. ¿Tú sabes cómo respiras cuando duermes? No. Yo, en cambio, sí.
—¿Dónde has estado?
—En Eraclea, Minoa y Selinunte.
—¿Sola?
—¡Señor comisario, se lo diré todo, se lo confesaré todo, pero le ruego que suspenda este interrogatorio de tercer grado! Me acompañó Mimì Augello.
Montalbano se puso muy serio y apuntó con un dedo amenazador.
—Te lo advierto, Livia: Augello ya ha ocupado mi despacho, no quisiera que ocupara otras cosas mías.
Livia se puso en tensión.
—Fingiré no haberte entendido, será mejor para los dos. En cualquier caso, yo no soy un objeto de tu propiedad, tirano siciliano.
—Muy bien, perdona.
Siguieron discutiendo, incluso después de que Livia se hubiera desnudado y acostado. Pero Montalbano estaba firmemente decidido a no dejarle pasar aquella jugada a Mimì. Se levantó.
—¿Y ahora adónde vas?
—Voy a llamar a Mimì.
—Déjalo en paz. No se le ha pasado siquiera por la cabeza hacer nada que pudiera ofenderte.
—¿Mimì? Montalbano... Ah, ¿acabas de llegar a casa? Bien. No, no te preocupes. Livia está muy bien. Te da las gracias por el día tan agradable que le has hecho pasar. Yo también te doy las gracias.
»Ah, por cierto, Mimì, ¿sabías que en Catania han hecho volar por los aires a Corrado Brancato? No, no bromeo, lo han dicho por televisión. ¿No sabes nada de eso? ¿Cómo que no sabes nada? Ah, claro, te has pasado todo el día fuera. Y a lo mejor, nuestros compañeros de Catania te estaban buscando como locos por mar y tierra. El jefe también se habrá preguntado dónde demonios te habías metido. Qué le vamos a hacer.
Procura arreglarlo como puedas. Que descanses, Mimì.
—Decir que eres un sinvergüenza es quedarse corto —dijo Livia.
—De acuerdo —dijo Montalbano pasadas las tres de la madrugada—. Reconozco que toda la culpa es mía. Que, si me quedo aquí, me comporto como si tú no existieras y me dejo arrastrar por mis pensamientos. Estoy demasiado acostumbrado a vivir solo. Vámonos de aquí.
—¿Y la cabeza dónde la dejas? —preguntó Livia.
—¿Qué quieres decir?
—Que tú, a cualquier lugar que vayas, te llevarás la cabeza con todo lo que hay adentro. Y por consiguiente, seguirás pensando inevitablemente en tus asuntos aunque estemos a miles de kilómetros de distancia.
—Juro que me vacío la cabeza antes de salir.
—¿Adónde vamos?
Puesto que a Livia le había dado por el turismo arqueológico, decidió seguirle la corriente.
—Tú no has visto jamás la isla de Mozia, ¿verdad? Hagamos una cosa... Esta misma mañana, a eso de las once nos vamos a Mazara del Vallo. Tengo allí a un amigo al que hace mucho tiempo que no veo, el subjefe Valente. Después seguimos viaje a Marsala y visitamos Mozia. Cuando regresemos a Vigàta, organizaremos otra vuelta.
Hicieron las paces.
Giulia, la mujer del subjefe Valente, no sólo tenía la misma edad de Livia sino que, además, había nacido en Sestri. Ambas mujeres simpatizaron de inmediato. A Montalbano la señora no le resultó tan simpática debido a la pasta indignamente pasada, al estofado de carne concebido por una mente sin duda enferma, y a un café que ni siquiera a bordo de los aviones se atreverían a servir. Al término del almuerzo horrible, Giuliana le propuso a Livia quedarse en casa con ella; las dos habían decidido salir juntas más tarde. En cambio, Montalbano acompañó a su amigo a su despacho. Un cuarentón de patillas largas y cara de siciliano requemada por el sol estaba esperando al subjefe.