Se quitó las prendas sucias de Montalbano y la bombacha, y el comisario tuvo que hacer un esfuerzo para ponerse de golpe en la piel sufrida del rector espiritual.
—Anda, quítate la ropa y ven tú también.
—No. Me gusta mirarte desde la galería.
La Luna llena derramaba demasiada luz. Montalbano contempló desde la silla de playa la silueta de Ingrid, que alcanzaba la orilla del mar, penetraba en el agua fría y daba comienzo a una especie de danza de saltitos con los brazos extendidos. La vio zambullirse, siguió brevemente con la mirada el puntito negro de su cabeza y, de repente, se quedó dormido.
Se despertó con las primeras luces del alba. Se levantó con un poco de frío, se preparó café y se bebió tres tazas seguidas. Antes de irse, Ingrid había limpiado la casa y no quedaba la menor huella de su paso por allí. Ingrid valía su peso en oro: había hecho lo que él le había pedido y no había exigido ninguna explicación. Desde el punto de vista de la curiosidad, no era demasiado mujer, desde luego. Pero sólo desde ese punto de vista. Sintió algo de apetito y volvió a abrir el refrigerador: las berenjenas a la parmesana que no se había comido al mediodía ya no estaban; se las había comido Ingrid. Tuvo que conformarse con un trozo de pan y un quesito, mejor eso que nada. Se duchó y se puso las mismas prendas que le había prestado a Ingrid y que todavía conservaban vestigios del perfume de su cuerpo.
Como de costumbre, llegó a la comisaría con diez minutos de retraso: sus hombres ya estaban preparados con un vehículo de servicio y un jeep prestado por la empresa Vinti, lleno de palas, azadas, picos y azadones, y parecían braceros que fueran a ganarse el jornal trabajando en el campo.
La montaña del Crasto, a la que jamás se le habría ocurrido considerarse montaña, era una colina más bien pelada que se levantaba al oeste de Vigàta y distaba del mar menos de quinientos metros. Había sido cuidadosamente agujereada por una galería, cerrada ahora con unos tablones de madera, perteneciente a una carretera que desde la nada tenía que conducir a la nada, muy útil para la creación de «tangentes» no exactamente geométricas. De hecho, se llamaba «la tangencial». Decía la leyenda que en las entrañas de la montaña se ocultaba un
crasto
, es decir, un carnero castrado de oro macizo; los que habían excavado la galería no lo habían encontrado; en cambio, sí lo habían encontrado los que habían convocado al concurso para la adjudicación de la obra. Pegada a la montaña, por la parte que no miraba al mar, había una especie de fortín rocoso llamado
u crasticeddru
, el corderito castrado: allí no habían llegado las excavadoras y los camiones, y el paraje poseía una belleza salvaje muy especial. Justamente hacia el
crasticeddru
se dirigieron los dos vehículos tras haber recorrido carreteras inaccesibles, para no llamar la atención. Resultaba muy difícil seguir adelante sin un sendero, pero el comisario quiso que los dos vehículos llegaran justo a la base del espolón de roca. Montalbano les ordenó a todos que bajaran.
El aire era fresco y la mañana despejada.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Fazio.
—Observen todos
u crasticeddru
. Con mucha atención. Deben rodearlo. Fíjense bien. En algún lugar tiene que hallarse la entrada de una cueva. La habrán ocultado o disimulado con piedras o ramas. Mucho ojo. Tienen que descubrirla. Les aseguro que existe.
Los hombres se dispersaron.
Dos horas después volvieron a reunirse, desanimados, junto a los vehículos. El sol pegaba muy fuerte y ellos sudaban profusamente, pero el previsor Fazio había llevado termos de café y té.
—Probemos otra vez —dijo Montalbano—. Pero no miren tan sólo hacia la roca; miren también por el suelo, puede que haya algo que no encaje.
Reanudaron la búsqueda y, al cabo de media hora, Montalbano oyó la voz lejana de Galluzzo.
—¡Comisario! ¡Comisario! ¡Venga!
El comisario se reunió con el agente al que le había asignado el lado del espolón más próximo a la carretera provincial de Fela.
—Mire.
Habían intentado borrarlas, pero en determinado punto se veían en la tierra, con toda claridad, las huellas de un camión de gran tamaño.
—Se dirigen hacia allí —dijo Galluzzo, señalando la roca. De pronto, el agente se detuvo, boquiabierto.
—¡Santo Dios! —exclamó Montalbano.
¿Cómo era posible que no se hubieran dado cuenta antes? Había una roca gigantesca situada en una posición muy rara, por detrás de la cual asomaban hierbas resecas. Mientras Galluzzo llamaba a sus compañeros, el comisario corrió hacia la roca, agarró una mata de espadilla y tiró con fuerza. Estuvo a punto de caer hacia atrás: el matojo carecía de raíces; había sido introducido allí junto con unos manojos de sorgo para disimular la entrada de la cueva.
La roca era una enorme laja de piedra de forma casi rectangular que parecía formar un solo cuerpo con el peñasco que la rodeaba, y descansaba sobre una especie de peldaño también de roca. Montalbano calculó a ojo que debía de medir dos metros de alto por uno y medio de ancho. A media altura, del lado derecho, a unos diez centímetros del borde, había un agujero de apariencia completamente natural.
—Si hubiera sido una auténtica puerta de madera —dijo el comisario—, ese agujero hubiera estado justo a la altura del tirador.
Sacó del bolsillo de su chaqueta un bolígrafo y lo introdujo en el agujero. El bolígrafo entró hasta el fondo, pero cuando Montalbano estaba a punto de volver a guardarlo, advirtió que le había ensuciado la mano. Se miró la palma y la olfateó.
—Esto es grasa —le dijo a Fazio, el único que había permanecido a su lado.
Los demás agentes estaban sentados a la sombra: Gallo había encontrado un matojo de acedera y la estaba ofreciendo a sus compañeros:
—Chúpenle el tallo, es una maravilla y quita la sed.
Montalbano pensó que sólo cabía una solución.
—¿Tenemos un cable de acero?
—Claro, el del jeep.
—Pues acércalo todo lo que puedas.
Mientras Fazio se retiraba, el comisario, que ahora ya estaba seguro de haber encontrado el medio para desplazar la laja, contempló con otros ojos el paisaje que lo rodeaba. Si aquél era el lugar que le había revelado Tano el Griego en su lecho de muerte, en algún sitio tenía que haber un puesto de vigilancia. El paraje parecía desierto y solitario; nada permitía adivinar que, al doblar la cresta, pasaba a pocos metros de allí la carretera provincial con todo su tránsito. No lejos del lugar, en una elevación de terreno pedregoso y ardiente, había una cabaña minúscula, un cubo de una sola habitación. Montalbano pidió los prismáticos. La puerta de madera, cerrada, parecía en buen estado; al lado de la puerta y a la altura de un hombre había una ventana pequeña sin postigos protegida por dos barrotes de hierro en forma de cruz. La cabaña parecía deshabitada, pero era el único posible puesto de vigilancia de los alrededores, pues las demás casas estaban demasiado lejos. Por las dudas, Montalbano llamó a Galluzzo.
—Ve a echar un vistazo a aquella cabaña, intenta abrir la puerta, pero, cuidado, no la eches abajo, pues nos podría ser útil. Observa si adentro se ven señales de ocupación reciente, si alguien ha vivido allí en estos días. Pero deja todo tal como está, como si no hubieras entrado.
El jeep ya había llegado casi al nivel de la base de la piedra. El comisario pidió que le entregaran el extremo del cable de acero, lo introdujo sin dificultad en el agujero y lo fue empujando hacia dentro. No tuvo que hacer ningún esfuerzo, el cable se deslizaba por el interior de la laja como si siguiera una guía muy bien engrasada, sin tropezar con ningún obstáculo y, poco después, el extremo del cable asomó por detrás de la laja como la cabeza de una culebra.
—Toma este extremo —le dijo Montalbano a Fazio—, átalo al jeep, ponlo en marcha y tira, pero muy despacito.
El vehículo se puso en marcha lentamente y la piedra empezó a separarse de la pared rocosa por el lado derecho, como si girara sobre unos goznes invisibles.
—Ábrete, sésamo, y ciérrate, sésamo —murmuró estupefacto Germanà, recordando la fórmula del cuento infantil para abrir y cerrar las puertas por arte de magia.
—Le aseguro, señor jefe, que aquella laja de piedra había sido transformada en puerta por obra de un profesional muy hábil; piense que los goznes de hierro resultaban totalmente invisibles por fuera. Volver a cerrar la puerta fue tan fácil como abrirla. Entramos con linternas. En su interior, la cueva estaba equipada con gran cuidado e inteligencia. El suelo estaba formado por una docena de lo que aquí se llaman
farlacche
, clavadas entre sí y colocadas sobre la tierra.
—¿Qué son las
farlacche
? —preguntó el jefe.
—Ahora no me sale la palabra... Digamos que son unas tablas de madera muy gruesas. El pavimento fue colocado para evitar que los contenedores de las armas estuvieran demasiado tiempo en contacto directo con la humedad de la tierra. Las paredes están recubiertas de tablas de madera mucho más ligeras. En resumen, el interior de la cueva es como una enorme caja de madera sin tapa. Debieron de trabajar mucho tiempo allí.
—¿Y las armas?
—Es un auténtico arsenal. Unas treinta, entre ametralladoras y metralletas, un centenar entre pistolas y revólveres, dos lanzagranadas, miles de municiones y cajas de explosivos de todo tipo, desde trinitrotolueno a semtex. Además, una buena cantidad de uniformes del Cuerpo de Carabineros y de la policía, chalecos antibalas y un sinfín de cosas más. Todo en perfecto orden y cada cosa envuelta en celofán.
—Les hemos asestado un buen golpe, ¿eh?
—Desde luego. Tano se ha vengado bien, justo lo suficiente para no pasar por traidor o arrepentido. Quiero comunicarle que no he decomisado las armas; las he dejado en la cueva y he organizado dos turnos diarios de guardia con mis hombres. Ellos se encuentran en una cabaña deshabitada situada a unos centenares de metros del depósito.
—¿Espera que acuda alguien a aprovisionarse?
—Lo estoy deseando.
—Muy bien, estoy de acuerdo con usted. Esperemos una semana, tengámoslo todo bien controlado y, si no ocurre nada, procedamos al decomiso.
»Ah, por cierto, Montalbano, ¿se acuerda de mi invitación a cenar para pasado mañana?
—¿Cómo iba a olvidarme?
—Lo lamento, pero tendremos que aplazarla unos días... Mi mujer tiene gripe.
No fue necesario esperar una semana. Al tercer día del descubrimiento de las armas, al finalizar su turno de guardia —entre la medianoche y el mediodía—, Catarella, muerto de sueño, se presentó para informar al comisario (Montalbano exigía que todos los hombres así lo hicieran al finalizar su turno).
—¿Alguna novedad?
—Ninguna,
dottori
. Todo en paz y tranquilidad.
—Muy bien, mejor dicho, muy mal. Vete a dormir.
—Ah, ahora que recuerdo, hubo una cosa, pero una cosa de nada, se la digo más por si las moscas que por deber, una cosa sin importancia.
—¿Qué es esta cosa de nada?
—Que pasó un turista.
—Explícate mejor, Catarè.
—Como usted quiera. Justo en aquel momento oí el rugido de una motocicleta potente. Tomé los prismáticos que llevaba colgados en bandolera, me asomé con cuidado y mi suposición se vio confirmada. Era una motocicleta de color rojo.
—El color no importa. ¿Qué más?
—De la moto bajó un turista de sexo masculino.
—¿Por qué pensaste que era un turista?
—Por la cámara fotográfica que llevaba colgada del cuello, una cámara muy grande, tan grande que parecía un cañón.
—Debía de ser un teleobjetivo.
—Eso, sí señor. Y se puso a fotografiar.
—¿Que fotografió?
—Lo fotografió todo,
dottori
mío. El paisaje, el
crasticeddru
, el mismo lugar en cuyo interior yo me encontraba.
—¿Se acercó al
crasticeddru
?
—No, señor. En el momento de volver a montar en la moto para irse, me saludó con la mano.
—¿Te vio?
—No. Me quedé todo el rato adentro. Pero, tal como le dije, en cuanto puso en marcha la moto, el hombre saludó con la mano hacia la cabaña.
—¿Señor jefe? Hay una novedad no muy agradable. En mi opinión, se han enterado no sé cómo de nuestro hallazgo y han enviado a alguien para confirmado.
—¿Y cómo lo sabe?
—Esta mañana, el agente que estaba de guardia en la cabaña vio llegar en una motocicleta a un hombre que empezó a fotografiar todo con un teleobjetivo potente. Estoy seguro de que, alrededor de la piedra que disimulaba la entrada de la cueva, debían de haber colocado algo especial, ¿qué sé yo?, una ramita orientada de una manera determinada, una piedra puesta a una cierta distancia... Era inevitable que no volviéramos a colocarlo todo tal como estaba antes.
—Perdone, ¿usted había dado instrucciones especiales al agente de guardia?
—Por supuesto que sí. De conformidad con mis órdenes, el agente de guardia hubiera tenido que obligar al motociclista a detenerse, identificarlo, retirarle la cámara fotográfica, conducirlo a la comisaría...
—¿Y por qué no lo hizo?
—Por una razón muy sencilla: era el agente Catarella, al que tan bien conocemos usted y yo.
—Ah... —fue el escueto comentario del jefe.
—¿Qué hacemos entonces?
—Procederemos hoy mismo al decomiso de las armas. Desde Palermo me han ordenado dar el máximo relieve a los hechos.
Montalbano notó que las axilas le empezaban a sudar.
—¿Otra rueda de prensa?
—Me temo que sí. Lo lamento...
En el instante mismo de ponerse en camino con dos automóviles y una camioneta hacia el
crasticeddru
, Montalbano se dio cuenta de que Galluzzo lo estaba mirando con ojos lastimeros de perro apaleado. Lo llamó y se apartó con él.
—¿Qué te ocurre?
—¿Me da permiso para avisar del asunto a mi cuñado, el periodista?
—No —contestó impulsivamente Montalbano, pero de inmediato lo pensó mejor. Se le acababa de ocurrir una idea, de la cual se felicitó.
—Mira, para hacerte un favor personal, dile que venga, llámalo por teléfono.
La idea que se le había ocurrido era la siguiente: si el cuñado de Galluzzo hubiera estado presente y dado una publicidad amplia al hallazgo, puede que la necesidad de la rueda de prensa se hubiese ido al carajo.