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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El perro de terracota (14 page)

—¡Fuera todos! —ordenó Montalbano. Luego, dirigiéndose a Prestia y al camarógrafo, añadió: —¡Sobre todo, apaguen las lámparas!

De repente, se había percatado del daño que estaban haciendo con su presencia y con el calor de las luces para la filmación. Permaneció solo en el interior de la cueva. Bajo la luz de la linterna, estudió con atención el contenido del cuenco; los objetos redondos eran varias monedas oxidadas, de un metal de color cobrizo. Tomó delicadamente con dos dedos una que le pareció la mejor conservada y vio que era una moneda de veinte céntimos acuñada en el año 1941; en una de sus caras figuraba la efigie del rey Víctor Manuel III, y en la otra, haces. Cuando enfocó con la linterna al muerto, observó que la cabeza presentaba un orificio en la sien. Era demasiado experto como para no comprender que se trataba de un disparo de arma de fuego, lo cual significaba que o bien el hombre se había suicidado o bien lo habían matado. Pero en caso de que se hubiera suicidado, ¿dónde estaba el arma? En el cuerpo de la mujer, en cambio, no se veía ninguna huella de muerte violenta o provocada. Permaneció en actitud pensativa; ambos cuerpos estaban desnudos y en la cueva no se veía ninguna prenda de vestir. ¿Qué significaba aquello?

Sin que previamente se hubiera debilitado o hubiera adquirido un tono amarillento, la luz de la linterna se apagó de golpe; se había gastado la pila. Montalbano se quedó por un momento deslumbrado y no consiguió orientarse. Para no causar daños, se sentó sobre la arena a la espera de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. En determinado momento, entrevería sin duda la tenue claridad de la boca del pasillo. Sin embargo, le bastaron unos pocos segundos de silencio y de oscuridad absoluta para percibir un olor inusual que estaba seguro de haber aspirado en otra ocasión. Trató de recordar dónde, aunque la cosa no tuviera importancia. Puesto que ya de niño le atribuía espontáneamente un color a todos los olores que le llamaban la atención, se dijo que aquél era de color verde oscuro. Tras haber establecido la asociación de ideas, recordó en qué lugar lo había percibido por vez primera: había sido en El Cairo, en el interior de la Pirámide de Keops, en un pasillo prohibido a los visitantes, que la amabilidad de un amigo egipcio le había permitido recorrer sólo a él. De golpe, se sintió una basura, un hombre incapaz de respetar nada. Por la mañana, al sorprender a los dos jóvenes que hacían el amor, había profanado la vida; y ahora, delante de dos cuerpos que hubieran tenido que permanecer ignorados en su abrazo por siempre jamás, había profanado la muerte.

Tal vez por este remordimiento no quiso presenciar las tomas de muestras que de inmediato empezaron a llevar a cabo Jacomuzzi, los hombres de la Brigada Científica y el forense, el doctor Pasquano. Ya se había fumado seis cigarrillos, sentado en la piedra que había servido de puerta a la cueva de las armas, cuando oyó que Pasquano lo llamaba, muy nervioso y alterado.

—Pero ¿qué hace el juez?

—¿Y a mí me lo pregunta?

—Como tarde mucho en venir, eso se va todo al carajo. Tengo que llevarme los cadáveres a Montelusa y colocarlos en la cámara frigorífica. Se están descomponiendo casi a ojos vista. ¿Qué hago?

—Fúmese un cigarrillo conmigo —contestó Montalbano, tratando de tranquilizarlo.

El juez Lo Bianco llegó un cuarto de hora después, cuando el comisario ya se había fumado otros dos cigarrillos.

Lo Bianco echó un vistazo distraído y, tras haber comprendido que los muertos no se remontaban a la época del rey Martín el Joven, le dijo al forense con tono expeditivo:

—Haga lo que quiera, de todos modos eso ya es historia pasada.

Televigata dio enseguida con el tono informativo más indicado para la presentación de la noticia. En el telediario de las veinte y treinta apareció en primer lugar el rostro emocionado de Prestia, anunciando una primicia excepcional debida, dijo, «a una de las intuiciones geniales que convierten al comisario Salvo Montalbano, de Vigàta, en una figura tal vez única en el panorama de los investigadores de la isla y, ¿por qué no?, de toda Italia». Siguió adelante recordando la detención por parte del comisario del prófugo de la Justicia Tano el Griego, el sanguinario
boss
de la mafia, y el descubrimiento de la cueva del
crasticeddru
habilitada como depósito de armas. Después se mostró una secuencia de la rueda de prensa ofrecida con motivo de la detención de Tano el Griego, en la que un individuo anonadado y tartamudo que respondía al nombre y a la función de comisario Montalbano apenas conseguía pronunciar cuatro palabras seguidas. Prestia reanudó el relato, explicando de qué manera el investigador excepcional había intuido que, al lado de la cueva de las armas, tenía que haber otra conectada con ella.

—Confiando en la intuición del comisario —dijo Prestia—, yo lo seguí con la ayuda de mi camarógrafo, Gerlando Scchirirò.

Al llegar a este punto, Prestia adoptó un tono misterioso y se planteó toda una serie de interrogantes: ¿qué secretos poderes paranormales poseía el comisario? ¿Qué lo había inducido a pensar que, detrás de unas piedras ennegrecidas por el tiempo, se ocultaba una antigua tragedia? ¿Acaso el comisario tenía la mirada de rayos X de un Superman?

Montalbano, que estaba viendo el programa desde su casa y que llevaba media hora sin conseguir encontrar un calzoncillo limpio, que en algún sitio tenía que estar, al escuchar esta última pregunta lo mandó a paseo.

Mientras pasaban las impresionantes imágenes de los cuerpos de la cueva, Prestia expuso sus tesis con gran convicción. Ignoraba el detalle del orificio en la sien del hombre y habló, por consiguiente, de una muerte por amor. Según él, los dos amantes a cuya pasión se oponían ambas familias, se habían encerrado en la cueva, habían tapiado el pasadizo y, tras haber acondicionado su último refugio con una alfombra y una vasija llena de agua, habían esperado la muerte, abrazados. No se refirió para nada al cuenco de las monedas, pues tal cosa hubiera desentonado con el cuadro que estaba pintando. Los cuerpos no habían sido identificados, añadió Prestia, pues la historia había ocurrido por lo menos unos cincuenta años atrás. A continuación, otro periodista comentó los sucesos del día: una niña de seis años violada y muerta a palos por su tío paterno, un cadáver hallado en un pozo, un tiroteo en Merfi con tres muertos y cuatro heridos, un accidente laboral mortal, la desaparición de un dentista, el suicidio de un comerciante acosado por los usureros, la detención de un concejal del Ayuntamiento de Montevergine por prevaricato y corrupción, el suicidio del presidente de la provincia acusado de recepción de objetos robados, el hallazgo de un cadáver en el mar...

Frente al televisor, Montalbano se sumió en un sueño profundo.

—¿Salvo? Gegè... Déjame hablar y no me interrumpas con tus tonterías. Tengo que verte, tengo que decirte una cosa.

—De acuerdo, Gegè, esta misma noche, si quieres.

—No estoy en Vigàta sino en Trapani.

—Pues entonces, ¿cuándo?

—¿Qué día es hoy?

—Jueves.

—¿Te viene bien el sábado a las doce de la noche, en el lugar de siempre?

—Mira, Gegè, el sábado por la noche tengo una cena, pero podré ir de todos modos. Si me retraso un poco, espérame.

La llamada de Gegè, que, por el tono de su voz, le había parecido lo bastante preocupado como para que a él no le dieran ganas de gastarle bromas, lo despertó justo a tiempo. Eran las diez y sintonizó Retelibera. Nicolò Zito —semblante inteligente, rojo de cabello y de ideas— abrió su telediario con la muerte de un obrero en un accidente laboral, en Fela, asado vivo por una explosión de gas. Ofreció toda una serie de ejemplos para demostrar que por lo menos el noventa por ciento de los empresarios incumplían alegremente las medidas de seguridad; pasó a continuación a la detención de varios funcionarios de la administración acusados de malversación de fondos y aprovechó para recordar a los televidentes que los distintos gobiernos que se habían sucedido habían tratado sin éxito de aprobar leyes que impidieran la labor de limpieza que se estaba llevando a cabo en aquellos momentos. El tercer tema que trató fue el del suicidio del comerciante agobiado por las deudas contraídas con un usurero, señalando que las medidas aprobadas por el gobierno contra la usura eran por completo inadecuadas. ¿Por qué, se preguntó, los que investigaban aquella plaga tenían tanto empeño en mantener cuidadosamente separadas la usura y la mafia? ¿Cuántas maneras había de reciclar el dinero sucio? Y por último, habló de los dos cuerpos descubiertos en la cueva, pero lo hizo desde una perspectiva especial, entrando indirectamente en polémica con Prestla y Televigata a propósito del tono informativo con el que se había dado a conocer la noticia. Alguien afirmó una vez, dijo, que la religión era el opio de los pueblos, pero hoy en día se tendría que decir que el verdadero opio es la televisión. Por ejemplo, ¿por qué razón el hallazgo había sido presentado por algunos como el suicidio desesperado de dos amantes cuyo amor estaba siendo obstaculizado? ¿Qué elementos autorizaban a quienquiera que sea a sostener semejante tesis? Ambos habían sido encontrados desnudos: ¿adónde había ido a parar la ropa? En la cueva no había el menor rastro de un arma. ¿Cómo se habían matado? ¿Dejándose morir de inanición? ¡Vamos, por favor! ¿Por qué el hombre tenía a su lado un cuenco con monedas hoy sin curso legal pero entonces válidas? ¿Para pagarle el peaje a Caronte? La verdad, afirmó, era que se quería convertir un delito probable en un suicidio seguro, un suicidio romántico. Y en esta época nuestra tan oscura y preñada de nubes en el horizonte, terminó diciendo, se inventa una historia de este tipo para narcotizar a la gente, para desviar su interés de los graves problemas y encauzarlo hacia una historia a lo Romeo y Julieta, escrita, sin embargo, por un guionista de telenovelas.

—Querido, habla Livia. Tengo que decirte que ya reservé los pasajes de avión. El vuelo sale de Roma; por consiguiente, tú tendrás que sacar un billete de Palermo a Fiumicino y yo haré lo mismo desde Génova. Nos encontraremos en el aeropuerto y embarcaremos.

—Mmm...

—También reservé el hotel. Una amiga que estuvo allí me dijo que es muy bonito sin ser de superlujo. Creo que te gustará.

—Mmm...

—Saldremos dentro de quince días. Estoy muy contenta. Cuento los días y las horas.

—Mmm...

—¿Qué sucede, Salvo?

—Nada. ¿Qué tiene que suceder?

—No me parece que estés muy entusiasmado.

—Por Dios, mujer, qué disparate.

—Mira, Salvo, que, si en el último momento te echas atrás, yo me voy sola de todos modos.

—De acuerdo.

—Pero ¿se puede saber qué demonios te pasa?

—Nada. Estaba durmiendo.

—¿Comisario Montalbano? Buenas noches. Habla el director Burgio.

—Buenas noches...

—Lamento muchísimo tener que molestarlo en su casa... Acabo de ver en la televisión lo del descubrimiento de los dos cadáveres.

—¿Usted está en condiciones de identificarlos?

—No. Lo llamo por algo que en la televisión se dijo de pasada y que quizá para usted podría ser de interés. Se trata del perro de terracota. Si no tiene inconveniente, yo iría mañana por la mañana a su despacho con el contable Burruano, ¿lo conoce?

—De vista. ¿Le parece bien a las diez?

—Aquí —dijo Livia—. Lo quiero hacer aquí y sin pérdida de tiempo.

Se encontraban en una especie de parque con muchos árboles. A sus pies se deslizaban centenares de caracoles de las más variadas especies: comunes, de viñedo, tapahuecos, de huerta y también babosas.

—Pero ¿por qué precisamente aquí? Volvamos al coche, en cinco minutos estamos en casa... Podría pasar alguien.

—No discutas —replicó Livia, mientras lo agarraba por la cintura de los pantalones e intentaba desabrochársela torpemente.

—Deja, lo hago yo —dijo Montalbano.

Livia se desnudó en un santiamén mientras él luchaba todavía con los pantalones y los calzoncillos.

«Está acostumbrada a desnudarse de prisa», pensó Montalbano en un arrebato de celos sicilianos.

Livia se tendió sobre la hierba mojada, estiró las piernas y se acarició los senos mientras él oía con repugnancia el rumor de docenas de caracoles aplastados por su cuerpo.

—Vamos, apresúrate.

Al final, Montalbano consiguió desnudarse, temblando en medio del aire fresco. Entre tanto, dos o tres caracoles estaban arrastrándose por el cuerpo de Livia.

—¿Qué piensas hacer con éste? —le preguntó ella en tono de reproche, clavándole los ojos en el pene.

Con expresión compasiva, se puso de rodillas, lo tomó con su mano, lo acarició y se lo introdujo en la boca. Cuando notó que estaba listo, volvió a colocarse en la posición inicial.

En el momento en que estaba a punto de penetrarla, Montalbano vio el perro, a dos pasos. Un perro blanco, con la lengua sonrosada afuera, gruñendo en forma amenazadora y mostrando los dientes, con un hilo de baba colgando.

—¿Qué haces? ¿Se te ha vuelto a ablandar?

—Hay un perro.

—¿Y a ti qué carajo te importa el perro? Cógeme.

En aquel preciso instante, el perro pegó un salto y Montalbano se quedó paralizado. El perro aterrizó a pocos centímetros de su cabeza, se petrificó, su color palideció ligeramente, se sentó con las patas anteriores estiradas y las posteriores dobladas y se convirtió en un perro de terracota. Era el perro de la cueva, el que montaba guardia vigilando a los muertos.

De pronto desaparecieron el cielo, los árboles y la hierba; muros y un techo de roca se coagularon alrededor de ellos y él comprendió horrorizado que los muertos de la cueva no eran dos desconocidos sino él y Livia.

Se despertó de la pesadilla respirando con agitación y bañado en sudor y pidió mentalmente perdón a Livia por habérsela imaginado tan obscena en su sueño. ¿Qué significado tenía aquel perro? ¿Y los repugnantes caracoles que se arrastraban por todas partes?

No cabía la menor duda de que aquel perro significaba algo.

Antes de dirigirse al despacho, pasó por el quiosco y compró los dos periódicos que se publicaban en la isla. Ambos dedicaban amplio espacio al hallazgo de los cuerpos en la cueva, pero no mencionaban para nada el descubrimiento de las armas. El periódico que se imprimía en Palermo aseguraba que se trataba de un suicidio por amor, y el de Catania se mostraba abierto a la tesis del homicidio, aunque sin olvidar la del suicidio, hasta tal punto que el titular decía: «¿Dúplice suicidio o doble homicidio?», haciendo distinciones vagas y misteriosas entre «dúplice» y «doble». Pero, por otra parte, el periódico tenía por costumbre no tomar jamás partido, tanto si se trataba de una guerra como si se trataba de un terremoto, siempre encendía una vela a Dios y otra al diablo y por esta razón se había ganado la fama de ser un periódico independiente y liberal. Ninguno de los dos diarios hablaba de la vasija de barro, el cuenco y el perro de terracota.

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