—Oye, ¿por qué no te buscas un trabajo en el Registro Civil?
Con mucha dignidad, Fazio no contestó a la provocación y siguió adelante.
—Me trasladé a Monteluso y consulté los archivos. Este Gullo tuvo una juventud nada excepcional... dos robos, una pelea. Después sentó cabeza, o eso parece, por lo menos. Se dedicaba al comercio de cereales.
—Le agradezco mucho que haya accedido a recibirme enseguida —le dijo Montalbano al director Burgio en cuanto éste le abrió la puerta.
—¡Por favor! Es un placer.
Le franqueó la entrada, lo acompañó al salón, lo invitó a sentarse y llamó:
—¡Angelina!
Apareció una viejecita, sorprendida por la inesperada visita; su aspecto era pulcro y extremadamente cuidado y detrás de sus gafas gruesas brillaban unos ojos vivos y perspicaces.
«¡El asilo!», pensó Montalbano para sus adentros.
—Permítame que le presente a Angelina, mi mujer.
Montalbano se inclinó ante ella con admiración; le gustaban sinceramente las ancianas que hasta en casa cuidaban de su aspecto.
—Le ruego que me perdone esta molestia a la hora de cenar.
—No es ninguna molestia, al contrario. Señor comisario, ¿tiene algún compromiso?
—Ninguno.
—Pues entonces, ¿por qué no se queda a cenar con nosotros? Es comida de viejos, cosas livianas: verduras y salmonetes con aceite y limón.
—Me invita a un banquete de boda.
La señora se retiró, encantada.
—Usted dirá —dijo el director Burgio.
—He conseguido averiguar el período en que tuvo lugar el doble crimen del
crasticeddru
.
—Ya. ¿Cuándo fue?
—Con toda seguridad entre comienzos de 1943 y octubre de aquel mismo año.
—¿Y cómo consiguió averiguado?
—Muy fácil... El perro de terracota, tal como nos dijo el contable Burruano, se vendió después de la Navidad del año 42, probablemente pasada la festividad de Reyes del año 43; las monedas que había en el cuenco se retiraron de la circulación en octubre de ese año. —El comisario hizo una pausa y agregó: —Lo cual sólo puede significar una cosa.
Pero no dijo qué cosa. Esperó pacientemente a que Burgio se encerrara en sí mismo, se levantara, empezara a pasear por la habitación y hablara.
—Comprendo,
dottore
. Usted quiere decirme que, en aquel período, la cueva del
crasticeddru
era propiedad de Rizzitano.
—Exacto. Ya entonces, usted mismo me lo dijo, la cueva estaba cerrada con aquella piedra porque los Rizzitano guardaban en ella las cosas que vendían en el mercado negro. Los Rizzitano forzosamente tenían que conocer la existencia de la otra cueva, a la que fueron llevados los cadáveres.
El director lo miró, desconcertado.
—¿Por qué me dice que los llevaron?
—Porque los asesinaron en otro lugar, eso es seguro.
—Pero ¿qué sentido tiene eso? ¿Por qué colocarlos allí tendidos como si estuvieran durmiendo, con la vasija de barro, el cuenco con las monedas y el perro?
—Lo mismo me pregunto yo. La única persona que quizá nos podría decir algo es Lillo Rizzitano, su amigo.
Entró la señora Angelina.
—Ya está lista la cena.
Las verduras consistían en hojas y sumidades de calabacita siciliana, de aquella variedad alargada y lisa de un color blanco apenas teñido de verde; eran tan tiernas y delicadas, que a Montalbano se le fundían en la boca. A cada bocado, el comisario tenía la sensación de que le limpiaban el estómago y se lo dejaban tan pulido como los de ciertos faquires que había visto en la televisión.
—¿Cómo lo encuentra? —preguntó la señora Angelina.
—Agraciado —contestó Montalbano.
Al ver el asombro de los ancianos, se ruborizó y se explicó.
—Les pido disculpas, algunas veces mi adjetivación es un poco imperfecta.
Los salmonetes, hervidos y aderezados con aceite, limón y perejil silvestre, eran tan ligeros como las verduras. Sólo al llegar a la fruta volvió el director a retomar la pregunta que le había planteado a Montalbano, pero no sin antes haber terminado de hablar de los problemas de la escuela y de la reforma que el ministro del nuevo gobierno había decidido emprender, en la cual se incluía entre otras cosas la desaparición del liceo o bachillerato.
—En Rusia, en la época de los zares existía el liceo, aunque tenía un nombre ruso, claro. Aquí en nuestro país el que lo llamó «liceo» fue Gentile cuando hizo aquella reforma que anteponía el estudio de las humanidades a cualquier otra cosa. Pues bien, los comunistas de Lenin, con lo comunistas que eran, no tuvieron el valor de abolir el liceo. Sólo a un retrasado, un arribista, un semianalfabeto y un pelagatos como este ministro se le puede ocurrir un disparate semejante. ¿Cómo se llama? ¿Guastella...?
—No, Vastella —dijo la señora Angelina.
En realidad, no era ése su nombre, pero el comisario se abstuvo de corregida.
—Con Lillo éramos compañeros en todo, aunque no en la escuela porque él estaba más adelantado que yo. Cuando yo cursaba el tercer año del liceo, él acababa de terminar su licenciatura universitaria.
»En la noche del desembarco, la casa de Lillo, que se levantaba al pie de la montaña del Crasto, fue destruida. Por lo que yo he conseguido averiguar, cuando terminó el vendaval, aquella noche Lillo estaba solo en el chalé y resultó gravemente herido. Un campesino vio que unos militares italianos lo subían a un camión y que perdía mucha sangre. Esto fue lo último que supe de Lillo. ¡Desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas a pesar de todas las averiguaciones que he hecho!
—Pero ¿será posible que no quede ningún superviviente de aquella familia?
—No lo sé.
El director Burgio se dio cuenta de que su mujer estaba enfrascada en sus propios pensamientos y mantenía los ojos entornados, mirando a su alrededor con aire ausente.
—¡Angelina! —la llamó.
La anciana se sobresaltó y miró sonriendo a Montalbano.
—Tiene que perdonarme. Mi marido dice que siempre he sido una mujer fantasiosa, pero no lo dice como elogio. Quiere decir que, de vez en cuando, me dejo arrastrar por la imaginación.
Después de cenar con los Burgio, Montalbano regresó a casa antes de las diez, demasiado temprano para irse a dormir. En la televisión estaban dando un debate sobre la mafia, otro sobre política exterior italiana, un tercero acerca de la situación económica, una discusión sobre la libertad de información, un reportaje sobre la delincuencia juvenil en Moscú, otro sobre las focas, otro sobre el cultivo del tabaco, una película de gánsteres ambientada en el Chicago de los años 30 y un programa diario, en el que un ex crítico de arte, actual diputado y comentarista político, despotricaba contra los magistrados, políticos de izquierda y adversarios, creyéndose un pequeño Saint Just, pese a pertenecer por derecho propio a la tropa de vendedores de alfombras, pedicuros, magos y bailarinas de
striptease
que cada vez con mayor frecuencia aparecían en la pantalla. Apagó el televisor y, luego de haber encendido la lámpara del exterior, fue a sentarse en el banco de la galería con una revista a la que estaba abonado. Consultó el índice y, al no ver nada interesante, se puso a mirar las fotografías que a menudo mostraban escenas de sucesos, con el propósito a veces cumplido de convertirse en emblemáticas.
El sonido del timbre de la puerta lo sorprendió. No esperaba a nadie, pero de inmediato recordó que Anna lo había llamado aquella tarde. Al proponerle ella ir a su casa no se había atrevido a decirle que no, pues se sentía en deuda por haberla utilizado indignamente, lo reconocía, en la historia que había inventado para librar a Ingrid de la persecución de su suegro.
Anna lo besó en la mejilla y le ofreció un paquete.
—Te traigo una
petrafernula
.
Era un pastel muy difícil de encontrar, que a Montalbano le gustaba mucho, pero no sabía por qué razón los pasteleros ya no lo hacían. Su pasta era dura y estaba hecho con cidra finamente triturada, cocida con miel y aderezada con especias.
—Fui por asuntos de trabajo a Mlttica, la vi en una vidriera y te la compré. Cuidado con los dientes.
El pastel, cuanto más duro era, más sabroso resultaba.
—¿Qué estabas haciendo?
—Nada, leyendo una revista. Sal tú también.
Se sentaron en el banco. Montalbano volvió a mirar las fotografías de la revista mientras Anna apoyaba la cabeza en las manos y contemplaba el mar.
—¡Qué bonito es todo esto!
—Ya.
—Sólo se oye el rumor de las olas.
—Ya.
—¿Te molesta que hable?
—No.
Anna se calló. Al poco rato, habló de nuevo.
—Voy a entrar a ver un poco la televisión. Tengo algo de frío.
—Mmm...
El comisario no quería alentarla, pues Anna estaba deseando entregarse a un placer imaginario: el de simular ser su compañera y estar viviendo con él una velada como las demás. Justo en la última página de la revista vio una fotografía que mostraba el interior de una cueva, la «cueva de Fragapane», que en realidad era una necrópolis, un conjunto de sepulcros cristianos excavados en el interior de unas cisternas antiguas. La fotografía ilustraba en cierto modo la reseña de un libro recién publicado de un tal Alcide Maraventano, titulado «Ritos funerarios en el territorio de Montelusa». La publicación de aquel ensayo documentadísimo de Maraventano, afirmaba el crítico, colmaba una laguna y poseía un elevado valor científico gracias a la precisión de las investigaciones acerca de un tema que abarcaba desde la prehistoria hasta el período cristiano-bizantino.
Montalbano se pasó un buen rato reflexionando acerca de lo que acababa de leer. La idea de que la vasija de barro, el cuenco con las monedas y el perro formaran parte de un rito funerario ni siquiera se le había pasado por la antesala del cerebro. Y era posible que hubiera sido un error y que las investigaciones tuvieran que empezar a partir de allí. Se sintió invadido por una prisa incontenible. Entró en la casa, desenchufó el teléfono y tomó el aparato.
—¿Qué haces? —le preguntó Anna, que estaba mirando la película de gángsters.
—Voy al dormitorio a hacer unas llamadas, aquí te molestaría.
Marcó el número de Retelibera y pidió hablar con su amigo Nicolò Zito.
—Vamos, Montalba, dentro de unos segundos salgo al aire.
—¿Conoces a un tal Maraventano que ha escrito un libro...?
—¿Alcide? Sí, lo conozco. ¿Qué quieres de él?
—Hablar con él. ¿Tienes su número de teléfono?
—No tiene teléfono. ¿Estás en casa? Busco algo y te llamo.
—Tengo que hablar con él mañana mismo.
—Dentro de una hora como máximo te vuelvo a llamar y te digo lo que tienes que hacer.
Apagó la lámpara de la mesita de noche, pues a oscuras le resultaba más fácil reflexionar acerca de la idea que se le había ocurrido. Recordó la cueva del
crasticeddru
tal como estaba la primera vez que había entrado en ella. Quitando de la escena los cadáveres, quedaban una alfombra, un cuenco, una vasija de barro y un perro de terracota. Trazando una línea entre los objetos, se obtenía un triángulo perfecto, pero invertido con respecto a la entrada. En el centro del triángulo había dos muertos. ¿Tenía algún sentido? ¿Había que estudiar quizá la orientación del triángulo?
Reflexionando, divagando, perdiéndose en fantasías, acabó quedándose dormido. Al cabo de un rato que no supo calcular, lo despertó el sonido del teléfono. Contestó con voz pastosa.
—¿Te habías dormido?
—Sí, me quedé dormido.
—Yo, en cambio, me estoy rompiendo el lomo por ti. Bueno pues, Alcide te espera mañana a las cinco y media de la tarde. Vive en Gallotta.
Gallotta era un pueblo situado a pocos kilómetros de Montelusa, cuatro casas de campesinos, antiguamente famoso por su inaccesibilidad en invierno, cuando abundaban las lluvias fuertes.
—Dame la dirección.
—¡Pero qué dices, la dirección...! Saliendo de Montelusa, la primera casa a la izquierda. Un enorme chalé medio en ruinas que haría las delicias de un director de películas de terror. No tiene desperdicio.
Volvió a quedarse dormido apenas cortó. Se despertó sobresaltado al percibir un movimiento sobre su pecho. Era Anna, de quien se había olvidado por completo y que, tendida a su lado en la cama, le estaba desabrochando la camisa. Sobre cada trozo de piel que dejaba al descubierto, apoyaba un buen rato los labios. Cuando llegó al ombligo, la muchacha levantó la cabeza e introdujo una mano en la camisa para acariciarle el pecho, posando sus labios sobre los de Montalbano. Al ver que él no reaccionaba a su beso apasionado, Anna deslizó la mano hacia abajo. Y también lo acarició allí.
Montalbano decidió hablar.
—¿Lo ves, Anna? No se puede. No ocurre nada.
Anna se levantó de un salto y se encerró en el cuarto de baño. Montalbano no se movió ni siquiera cuando la oyó sollozar con un llanto infantil de niña a la que se niega un dulce o un juguete. La vio completamente vestida en el contraluz de la puerta del cuarto de baño abierta.
—Una fiera salvaje tiene más corazón que tú —dijo Anna antes de irse.
A Montalbano se le pasó el sueño y a las cuatro de la madrugada aún estaba tratando de hacer un solitario, que no le salía ni por casualidad.
Llegó a su despacho turbado y malhumorado, porque le dolía su historia con Anna y se arrepentía de haberla tratado de esa manera. Por si fuera poco, al amanecer, lo había asaltado una duda: si, en lugar de Anna, hubiera sido Ingrid, ¿estaba seguro de que se hubiera comportado de la misma manera?
—Tengo que hablar urgentemente contigo.
Mimì Augello estaba en la puerta y parecía muy alterado.
—¿Qué quieres?
—Informarte acerca de la marcha de las investigaciones.
—¿Qué investigaciones?
—Muy bien, ya entiendo, pasaré más tarde.
—No, ahora te quedas aquí y me dices de qué carajo de investigaciones estás hablando.
—Pero ¿cómo? ¡Pues de las del tráfico de armas!
—Y yo, según tú, ¿te dije que te encargaras de ellas?
—¿Según yo? Me hablaste de ello, ¿no lo recuerdas? El encargo me pareció implícito.
—Mimì, sólo hay una cosa implícita, y es que eres un hijo de la gran puta, respetando a tu madre, se entiende.
—Hagamos una cosa, yo te digo lo que he hecho y después tú decides si tengo que seguir o no.