El profesor Lovecchio tenía aspecto de empleado de Banco, no aparentaba los cuarenta y cinco años que tenía y en los ojos le brillaba un destello minúsculo de locura. Funcionaba con un whisky puro a las once de la mañana.
—Mi sueño no tuvo nada de milagroso —añadió—. Para alcanzar el milagro hay que superar por lo menos los veinte años de siesta. En el mismo «Corán», creo que en el segundo sura, se dice que un personaje que los exégetas identifican con Esdras, durmió durante cien años. En cambio, el profeta Salih durmió veinte años, también en una cueva, que no es precisamente un lugar muy cómodo para dormir... Los judíos no le van a la zaga y, en el «Talmud» jerosolimitano, presumen de un tal Hammaagel que, en el interior de la cueva consabida, se echó un sueño de setenta años. Y no podemos olvidamos de los griegos... Epiménides, en una cueva, se despertó al cabo de cincuenta años. En resumen, en aquellos tiempos bastaban una cueva y un muerto de sueño para que se cumpliera el milagro.
»Los jóvenes que usted descubrió, ¿cuánto tiempo llevaban durmiendo?
—Desde el 43 al 94, cincuenta y un años.
—Un tiempo perfecto para que los despierten. ¿Le complicaría sus deducciones si le dijera que en árabe se utiliza un solo verbo para designar el dormir y el morir? ¿Y que también vale un solo verbo para el despertar y el resucitar?
—Profesor, me encanta escucharlo, pero tengo que tomar el avión y dispongo de muy poco tiempo. ¿Por qué razón quería ponerse en contacto conmigo?
—Para decirle que no se deje engañar por el perro. Que la presencia del perro parece estar en contradicción con la vasija de barro, y viceversa. ¿Me explico?
—En absoluto.
—Mire, la leyenda de los durmientes no es de origen oriental sino cristiano. En Europa la introdujo Gregorio de Tours. Habla de siete jóvenes de Efeso que, para huir de las persecuciones de Decio contra los cristianos, se refugiaron en una cueva, donde el Señor los durmió. La cueva de Éfeso existe, la puede encontrar incluso reproducida en la «Enciclopedia Treccani». Encima de ella se construyó un santuario que más tarde fue destruido. La leyenda cristiana cuenta que en la cueva había un manantial. En cuanto se despertaron, lo primero que hicieron los durmientes fue beber; después uno de ellos salió en busca de comida. Pero, en ningún momento de la leyenda cristiana ni de sus infinitas variantes europeas, se habla del perro. El perro, llamado Kytmyr, es una simple invención poética de Mahoma, el cual amaba tanto los animales, que llegó al extremo de cortarse una manga para no despertar al gato que dormía sobre ella.
—Empiezo a perderme —dijo Montalbano.
—¡No hay razón para que se pierda, señor comisario! Quería simplemente decirle que la vasija se puso tan sólo como símbolo del manantial que había en la cueva de Éfeso. En resumen: la vasija de barro, que pertenece por lo tanto a la leyenda cristiana, puede convivir con el perro, que pertenece a la invención poética del «Corán», sólo si uno tiene una visión global de todas las variantes que las distintas culturas le han aportado... En mi opinión, el autor de la puesta en escena no puede ser otro que alguien que, por razones de estudio...
Como en los cómics, Montalbano vio la bombilla que se acababa de encender en su cerebro.
Frenó en seco delante de la sede de la Unidad Antimafia, lo que provocó la alarma del centinela que estaba de guardia y que de inmediato levantó la ametralladora.
—¡Soy el comisario Montalbano! —le gritó él, mostrando su carné de conducir, lo primero que le vino a la mano.
Respirando afanosamente, pasó corriendo por delante de otro agente que desempeñaba funciones de ujier, y le dijo:
—¡Avise al
dottor
De Dominicis que sube el comisario Montalbano, rápido!
En el ascensor, aprovechó que no había nadie y se alborotó el cabello, se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el botón del cuello de la camisa. Hubiera querido sacar un poco los faldones de la camisa, pero le pareció excesivo.
—¡De Dominicis, ya lo tengo! —dijo.
Jadeaba ligeramente mientras cerraba la puerta a sus espaldas.
—¿Qué? —preguntó De Dominicis, en tanto se levantaba del sillón dorado de su despacho dorado, alarmado por el aspecto del comisario.
—Si usted está dispuesto a echar me una mano, yo haré que participe en una investigación que...
Se detuvo y se cubrió la boca con la mano como para impedirse a sí mismo seguir adelante.
—¿De qué se trata? ¡Por lo menos, dé me algún indicio!
—No puedo, créame, no puedo.
—¿Qué tengo que hacer?
—Antes de esta noche, como máximo, necesito saber cuál fue el tema de la tesis de licenciatura en literatura italiana de Calogero Rizzitano. Su profesor era un tal Cotroneo, me parece. Debió de licenciarse hacia fines del 42. El tema de esta tesis es la clave de todo, podremos asestar un golpe mortal a la... —Volvió a detenerse, puso los ojos en blanco y preguntó, asustado: —No he dicho nada, ¿verdad?
El nerviosismo de Montalbano se transmitió a De Dominicis.
—¿Cómo lo haremos? ¡Los estudiantes, en aquella época, debían de ser millares! Siempre y cuando se conserven los papeles...
—Pero ¿qué dice? Millares no, docenas. Precisamente en esa época los jóvenes estaban todos alistados en el Ejército. Es muy fácil.
—Pues entonces, ¿por qué no lo hace usted?
—A mí me harían perder un montón de tiempo con su burocracia, mientras que a ustedes les abren todas las puertas.
—¿Dónde podré localizado?
—Regreso corriendo a Vigàta, no puedo perder de vista ciertas, investigaciones. En cuanto sepa algo, llámeme. Pero a casa, por favor. No a mi despacho, podría haber algún infiltrado.
Esperó hasta la noche la llamada de De Dominicis que no se produjo. Sin embargo, no se preocupó demasiado, pues estaba seguro de que De Dominicis había picado el anzuelo.
A la mañana siguiente tuvo el placer de volver a ver a Adelina, su asistenta.
—¿Por qué no apareciste estos días por aquí?
—¿Cómo por qué? Porque a la señorita no le gusta verme en la casa cuando está ella.
—¿Cómo te enteraste de que Livia se había ido?
—Me lo dijeron en el pueblo.
En Vigàta todos sabían todo de todos.
—¿Qué me has comprado?
—Le preparo pasta con sardinas y, de segundo plato, pulpitos a la
carrettera
.
Deliciosos, pero mortales. Montalbano la abrazó.
Hacia el mediodía sonó el teléfono y contestó Adelina, que estaba limpiando a fondo la casa, sin duda para borrar todas las huellas de la presencia de Livia.
—
Dutturi, u dutturi
Didumminici quiere hablar con usted. Montalbano, sentado en la galería leyendo por quinta vez «Pylon», de Faulkner, se levantó de un salto. Antes de tomar el aparato organizó rápidamente un plan de acción para quitarse de encima a De Dominicis en cuanto éste le hubiera facilitado la información.
—¿Sí? Dígame... —contestó en tono cansado y decepcionado.
—Tenía razón, fue fácil. Calogero Rizzitano se licenció con sobresaliente el 13 de noviembre de 1942. Tome una pluma, el título es muy largo.
—Espere que busco algo para escribir. De todos modos, para lo que va a servir...
De Dominicis percibió el abatimiento de la voz de su interlocutor.
—¿Qué te pasa?
La complicidad había inducido a De Dominicis a pasar del usted al tú.
—¿Cómo que qué me pasa? ¿Y me lo pregunta? ¡Le había dicho que la respuesta la necesitaba antes de la noche de ayer! ¡Ahora ya no me interesa!
—Antes no me ha sido posible, puedes creerme.
—Bueno pues, dicte.
—Utilización del latín macarrónico en la representación sacra de los Siete Durmientes, de autor anónimo del siglo XVI.
Explícame qué tiene que ver con la mafia un título...
—¡Tiene que ver! ¡Vaya si tiene que ver! Sólo que ahora, por su culpa, ya no me sirve de nada y, desde luego, no puedo darle las gracias.
Colgó y estalló en un sonoro relincha de alegría. De inmediato, se oyó desde la cocina un estruendo de vidrios rotos: del susto, a Adelina se le debía de haber caído algo de las manos.
Montalbano tomó impulso y saltó desde la galería a la arena; dio una primera voltereta, después describió un círculo, una segunda voltereta y otro círculo. La tercera voltereta no le salió y cayó sin aliento sobre la arena. Adelina corrió hacia él desde la galería, a los gritos.
—¡Virgen santísima! ¡Se volvió loco! ¡Se rompió el hueso del cuello!
Para cerciorarse, por si acaso, Montalbano subió a su auto y se dirigió a la Biblioteca Municipal de Montelusa.
—Busco una representación sacra —le dijo a la directora.
La directora, que lo conocía como comisario, se sorprendió un poco, pero no lo expresó.
—Lo único que tenemos —le dijo— son los dos volúmenes de D' Ancona Y los dos de De Bartholomaeis. Pero estos libros no se pueden ceder en préstamo. Tendrá que consultarlos aquí.
Encontró la «Representación de los Siete Durmientes» en el segundo volumen de la antología de D' Ancona. Era un texto breve y muy ingenuo. La tesis de Lillo se debía de haber desarrollado en torno al diálogo de los dos doctores herejes que se expresaban en un gracioso latín macarrónico. Pero lo que más interesó al comisario fue el largo prefacio de D' Ancona, en el que estaba incluido todo, la cita del sura del «Corán» y el itinerario de la leyenda por los países europeos y africanos, con sus cambios y variantes. El profesor Lovecchio estaba en lo cierto: el sura dieciocho del «Corán» tomado por separado, hubiera terminado por convertirse en un auténtico rompecabezas. Tenía que ser completado con los aportes de otras culturas.
—Quiero aventurar una hipótesis y darles un consuelo —dijo Montalbano, que había puesto a Burgio y a su mujer al corriente de sus últimos descubrimientos—. Ustedes me han dicho, con absoluta convicción, que Lillo consideraba a Lisetta una hermana menor a la que adoraba. ¿Es así?
—Sí —contestaron los dos ancianos al unísono.
—Bien. Les voy a hacer una pregunta. ¿Creen que Lillo pudo ser capaz de matar a Lisetta y a su joven amante?
—No —contestaron los ancianos sin pensarlo ni un momento.
—Yo también soy de la misma opinión, precisamente porque fue Lillo quien colocó a los dos muertos en una situación de resurrección hipotética, por así decirlo. El que mata no quiere que sus víctimas resuciten.
—¿Entonces...? —preguntó el director.
—En caso de que Lisetta le hubiera pedido a Lillo que, en una situación de emergencia, la acogiera con su novio en el chalé de los Rizzitano en el Crasto, ¿cómo hubiera actuado Lillo según ustedes?
La señora contestó sin dudar.
—Hubiera hecho todo lo que le hubiese pedido Lisetta.
—Pues ahora intentemos imaginarnos lo que ocurrió en aquellos días de julio. Lisetta huye de Serradifalco, superando grandes dificultades llega a Vigàta y se reúne con Mario Cunich, el novio que deserta o, mejor dicho, se aleja de su barco. No saben dónde ocultarse. Ir a la casa de Lisetta es como entrar en la guarida del lobo porque es el primer lugar donde su padre la irá a buscar. Pide ayuda a Lillo Rizzitano, sabiendo que éste no se la negará. Lillo los acoge en el chalé del Crasto, donde vive solo pues su familia ha sido evacuada. Al autor de la muerte de los dos jóvenes no lo conocemos, ignoramos por qué lo hizo y puede que jamás lo averigüemos. Pero de lo que no se puede dudar es de que Lillo fue el autor del entierro en la cueva, pues este rito sigue paso a paso tanto la versión cristiana como la coránica. En ambos casos, los durmientes despertarán. ¿Qué pretende darnos a entender, qué nos quiere decir con esta puesta en escena? Nos quiere decir que los dos jóvenes están durmiendo y que un día se despertarán o los despertarán. O quizás espera precisamente eso, que haya alguien en el futuro que los descubra y los despierte. Por azar, el que los ha descubierto y despertado he sido yo. Pero créanme si les digo que hubiera preferido no reparar en la existencia de aquella cueva.
Era sincero y los ancianos lo comprendieron.
—Puedo detenerme aquí. He conseguido satisfacer mis curiosidades personales. Me faltan algunas respuestas, es cierto, pero las que tengo me bastan, podría detenerme, tal como ya he dicho.
—Tal vez a usted le basten —dijo la señora Angelina—, pero yo quisiera verle la cara al asesino de Lisetta.
—Si se la ves, la verás en fotografía —le dijo con ironía su esposo— porque, a estas alturas, hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que el asesino esté muerto y enterrado por haber alcanzado el límite de edad.
—Yo me encomiendo a ustedes —dijo Montalbano—. ¿Qué hago? ¿Sigo adelante? ¿Me detengo? Decídanlo ustedes, estos asesinatos ya no interesan a nadie. Tal vez sean ustedes el único nexo que tienen los muertos con esta tierra.
—Yo le digo que siga adelante —contestó la señora Burgio, audaz como siempre.
—Yo también —dijo el marido tras una pausa, haciendo causa común con ella.
Al llegar a la altura de Marinella, en lugar de detenerse e irse a su casa, Montalbano dejó que el automóvil siguiera circulando por la carretera del litoral casi por su propia voluntad. Apenas había tránsito y en pocos minutos llegó al pie de la montaña del Crasto. Bajó y empezó a subir por la cuesta que conducía al
crasticeddru
. A unos metros de la cueva de las armas, se sentó sobre la hierba y encendió un cigarrillo. Permaneció sentado contemplando el ocaso mientras los pensamientos seguían dando vueltas en su cabeza: presentía vagamente que Lillo aún estaba vivo, pero ¿cómo obligarlo a salir de su escondite? Cuando empezó a oscurecer, regresó a su auto y entonces su mirada se posó en el enorme agujero que atravesaba la montaña: la entrada de la galería inutilizada y cerrada desde siempre con tablas de madera. Cerca de la entrada había una especie de depósito de hierro laminado y, a su lado, dos postes que sostenían un letrero. Las piernas le salieron disparadas antes incluso de recibir la orden del cerebro. Llegó casi sin resuello y con el costado dolorido a causa de la carrera. El cartel decía:
DIRECTOR DE LA OBRA
ING. COSIMO ZIRRETTA
ASISTENTE
SALVATORE PERRICONE.
Seguían otros datos que a Montalbano no le interesaban.