—¿Por qué no? —contestó Montalbano, amable y posibilista.
La segunda llegó un cuarto de hora después. La teoría de Stefania Quattrini, de la revista «Essere donna», era que Mario, mientras hacía el amor con Lisetta, había sido sorprendido por otra mujer celosa —ya se sabe cómo son los marinos, ¿no?— que los había matado a los dos. Después se había ido al extranjero, pero, en su lecho de muerte, le había revelado los hechos a su hija, quien a su vez le había contado la culpa de la abuela a su hija. La muchacha, para expiarla en cierto modo, se había trasladado a Palermo —hablaba con acento extranjero, ¿no?— y había montado el número del avión.
—¿Por qué no? —contestó Montalbano, amable y posibilista.
La hipótesis de Cosimo Zappala, del semanario «Vivere!», le fue comunicada a las siete y veinticinco minutos. Lisetta y Mario, ebrios de amor y de juventud, solían pasear por el campo tomados de la mano y desnudos como Adán y Eva. Un mal día fueron sorprendidos por una división de alemanes en retirada, ebrios a su vez de miedo y de maldad, que los habían violado y matado. En su lecho de muerte, uno de los alemanes... y aquí la historia coincidía curiosamente con la de Stefania Quattrini.
—¿Por qué no? —contestó Montalbano, amable y posibilista.
A las ocho llegó Fazio que, tal como él le había ordenado que hiciera la víspera, le llevaba todos los diarios que llegaban a Vigàta. Los hojeó mientras seguía atendiendo las llamadas. Con mayor o menor relieve, todos publicaban la noticia. El título que más gracia le hizo fue el del «Corriere». Decía lo siguiente: «UN COMISARIO IDENTIFICA UN PERRO DE TERRACOTA MUERTO HACE CINCUENTA AÑOS». Todo resultaba útil, incluso la ironía.
Adelina se sorprendió de encontrarlo en casa, contrariamente a su costumbre.
—Me quedaré unos días en casa, Adelina, estoy esperando una llamada importante. Tú procura aliviarme el asedio.
—No entendí nada de lo que dijo.
Entonces Montalbano le explicó que su misión sería aliviar su reclusión voluntaria con una dosis adicional de fantasía en la preparación del almuerzo y de la cena.
Hacia las diez llamó Livia.
—Pero ¿qué ocurre? ¡El teléfono está siempre ocupado!
—Perdóname, estoy recibiendo un montón de llamadas por un hecho que...
—Ya conozco el hecho. Te he visto en la televisión. Hablabas con mucho desparpajo, estabas muy locuaz y no parecías tú. Se ve que, cuando yo no estoy, estás mejor.
Llamó a Fazio al despacho para pedirle que le llevara a casa la correspondencia y le comprara una extensión para el teléfono. La correspondencia, añadió, se la tendrían que llevar a su casa cada día, en cuanto se recibiera. Y que hiciera correr la voz: a quienquiera que preguntara por él, el que estaba a cargo del conmutador de la comisaría debería facilitarle su número particular y dejarse de historias.
Antes de que transcurriera una hora, Fazio se presentó con dos postales sin importancia y la extensión.
—¿Qué dicen en la comisaría?
—¿Qué quiere que digan? Nada. Es usted el que se queda con los casos más sonados. Al subcomisario Augello sólo le tocan tonterías, robos por el procedimiento del tirón, hurtos pequeños, alguna que otra pelea...
—¿Qué significa eso de que me quedo con los casos más sonados?
—Significa lo que he dicho. A mi mujer, por ejemplo, le dan mucho miedo los ratones. Pues bien, créame si le digo que los atrae. Donde va ella, aparecen ratones.
Llevaba cuarenta y ocho horas sujeto por una cadena como un perro; su campo de acción sólo alcanzaba hasta donde le permitía la longitud de la extensión, por lo cual no podía pasear por la orilla del mar ni correr. Iba a todas partes con el teléfono, incluso al baño, y de vez en cuando, por una manía que le había dado al cabo de veinticuatro horas, lo descolgaba y se lo acercaba al oído para cerciorarse de que funcionaba. A la mañana del tercer día, se preguntó: «¿Por qué te lavas si no puedes salir?»
La siguiente pregunta, directamente relacionada con la primera, fue: «Y entonces ¿qué necesidad hay de afeitarse?»
A la mañana del cuarto día, sucio, hirsuto, en zapatillas y todavía con la misma camisa, le pegó un susto a Adelina.
—María santísima,
dutturi
, ¿qué le pasa? ¿Qué tiene? ¿Está enfermo?
—Sí.
—¿Por qué no llama al médico?
—Mi enfermedad no es cosa de médicos.
Era uno de los más grandes tenores, aclamado en el mundo entero. Aquella noche tenía que cantar en el Teatro de la Ópera de El Cairo, el antiguo, que todavía no se había incendiado; él sabía muy bien que las llamas no tardarían en devorarlo. Le había pedido a un asistente que le avisara en cuanto el señor Gegè hubiera ocupado su palco, el quinto de la derecha del segundo piso. Iba vestido de época y acababan de terminar de retocarle el maquillaje. Oyó gritar: «¡A escena!» No se movió; llegó casi sin resuello el asistente para decirle que el señor Gegè —que no había muerto, eso ya se sabía, sino que había huido a El Cairo— aún no había aparecido por allí. Corrió al escenario y contempló la sala a través de un pequeño resquicio del telón: el teatro estaba colmado; el único palco vacío era el quinto de la derecha del segundo piso. Entonces tomó una decisión rápida; regresó al camerino, se quitó el traje de época y volvió a ponerse su ropa, sin quitarse el maquillaje: la larga barba gris y las cejas pobladas y blancas. Nadie lo reconocería y, por consiguiente, jamás volvería a cantar. Comprendía muy bien que su carrera ya había terminado, que tendría que arreglárselas como pudiera para sobrevivir, pero no lo podía evitar: sin Gegè no podía cantar.
Se despertó chorreando sudor. Acababa de montar, a su manera, un clásico sueño freudiano: el del palco vacío. ¿Qué significaba? ¿Que la inútil espera de Lillo Rizzitano le destrozaría la vida?
—¿Señor comisario? Habla el director Burgio. Hace mucho que no nos vemos. ¿Ha tenido noticias de nuestro amigo común?
—No.
Monosilábico, rápido aun a riesgo de parecer maleducado. Tenía que disuadir a la gente de que le hiciera llamadas inútiles; en caso de que Rizzitano se decidiera a llamarlo y encontrara el teléfono ocupado, era posible que lo pensara mejor.
—Yo creo que a estas alturas lo único que nos queda por hacer para hablar con Lillo es recurrir a la mesita de tres patas.
Mantuvo una prolongada discusión con Adelina. La asistenta acababa de entrar en la cocina cuando Montalbano la oyó gritar. Después la vio aparecer en su dormitorio.
—¡Usía no comió ni ayer al mediodía ni ayer a la noche!
—No tenía apetito, Aden.
—¡Yo me mato para prepararle cosas buenas y usía las desprecia!
—No las desprecio, pero ya te lo he dicho: no tengo apetito.
—¡Y esta casa parece una pocilga! ¡Usía no quiere que friegue el suelo, no quiere que lave la ropa! ¡Hace cinco días que lleva la misma camisa y los mismos calzoncillos! ¡Usía huele mal!
—Perdóname, Aden, ya verás cómo se me pasa.
—Pues, cuando se le pase, me lo dice y yo vengo. Aquí yo no vuelvo a poner los pies. Cuando se encuentre bien, me llama.
Salió a la galería, se sentó en el banco, dejó el teléfono a su lado y se puso a contemplar el mar. No podía hacer otra cosa, ni leer, ni pensar, ni escribir, nada. Sólo contemplar el mar. Se estaba perdiendo, y lo sabía, en el pozo sin fondo de una obsesión. Le vino a la mente una película que había visto, basada quizás en una novela de Dürrenmatt, en la que un comisario se obstinaba en esperar a un asesino que tenía que pasar por un determinado lugar de la montaña, por el que aquél jamás volvería a pasar; pero el comisario no lo sabía, lo esperaba y lo seguía esperando y entre tanto pasaban los días, los meses, los años...
Hacia las once de aquella misma mañana sonó el teléfono. No se había recibido ninguna llamada desde la que le había hecho el director Burgio aquella mañana. Montalbano no atendió: se había quedado petrificado. Sabía con absoluta certeza —y no conseguía explicarse el porqué— a quién oiría desde el otro extremo de la línea.
Hizo acopio de valor y tomó el teléfono.
—¿Sí...? ¿Comisario Montalbano?
Una voz hermosa y profunda, por más que perteneciera a un anciano.
—Sí, soy yo —dijo el comisario. Y no pudo evitar añadir:
—¡Por fin!
—¡Por fin! —repitió el anciano.
Ambos permanecieron un rato en silencio, escuchando el rumor de sus respiraciones.
—Acabo de llegar a Punta Ràisi. Podré estar con usted en Vigàta a la una y media como máximo. Si está de acuerdo, explíqueme exactamente dónde me espera. Hace mucho tiempo que falto del pueblo. Cincuenta y un años.
Quitó el polvo, barrió, fregó el suelo a la velocidad de ciertas actrices del cine mudo. Después fue al cuarto de baño y se aseó como sólo había hecho en otra ocasión en su vida: cuando a los dieciséis años acudió a su primera cita amorosa. Se duchó largo rato, se perfumó las axilas y la piel de los brazos y acabó echándose colonia por todas partes. Sabía que su comportamiento era ridículo, pero eligió su mejor traje y la corbata más seria, se cepilló los zapatos hasta dejarlos tan relucientes como si llevaran una lámpara incorporada. Después se le ocurrió la idea de poner la mesa pero con un solo cubierto; ahora sí le había entrado un hambre canina, pero estaba seguro de que no hubiera podido ingerir ni un solo bocado.
Esperó, esperó un tiempo interminable. Pasada la una y media, se sintió mareado y experimentó una especie de desfallecimiento. Se sirvió tres dedos de whisky puro y se lo bebió de un trago. Después, la liberación: el rumor de un automóvil por el caminito de la entrada. Corrió a abrir la puerta. Vio un taxi con matrícula de Palermo. De él descendió un anciano muy bien vestido con un bastón en una mano y una maleta pequeña de fin de semana en la otra. Pagó el viaje y, mientras el taxi maniobraba para alejarse, el anciano miró a su alrededor. Mantenía los hombros echados hacia atrás y la cabeza erguida e inspiraba un cierto respeto. Montalbano tuvo de inmediato la impresión de haberlo visto en algún lugar. Le salió al encuentro.
—¿Aquí son todas casas? —preguntó el anciano.
—Sí.
—Antes no había nada, sólo matorrales, arena y mar.
No se habían saludado ni presentado. Se conocían.
—Estoy casi ciego, tengo muchas dificultades para ver —dijo el anciano, sentado en el banco de la galería—, pero eso me parece muy hermoso, produce sensación de tranquilidad.
Sólo en aquel momento el comisario comprendió dónde había visto al anciano; no era él exactamente sino un sosia perfecto, captado en una fotografía de la solapa de un libro: Jorge Luis Borges.
—¿Le apetece tomar algo?
—Es usted muy amable —contestó el anciano tras dudar un poco—. Pero mire, sólo una ensaladita, un trocito de queso descremado y un vaso de vino.
—Acompáñeme, he puesto la mesa.
—¿Usted comerá conmigo?
Montalbano se notaba la boca del estómago cerrada y, por si fuera poco, se sentía extrañamente conmovido. Mintió.
—Ya he almorzado.
—Pues entonces, si no le molesta, ¿puede
conzar
la mesa aquí?
Conzare
, poner la mesa. Rizzitano utilizó aquel verbo siciliano como un extranjero que se esforzara en hablar la lengua del lugar.
—Me he dado cuenta de que usted lo había entendido casi todo —dijo Rizzitano mientras comía muy despacio—, a través de un artículo del «Corriere». Es que ya no puedo mirar televisión, sólo veo unas sombras que me hacen daño en los ojos.
—También me lo hacen a mí, que veo muy bien —dijo Montalbano.
—Pero ya sabía que usted había encontrado a Lisetta y Mario. Tengo dos hijos varones, uno es ingeniero y el otro es profesor como yo, ambos casados. Bueno pues, una de mis nueras es una partidaria furibunda de la Liga de los Independentistas del Norte, una imbécil insufrible, me quiere mucho, pero me considera una excepción, pues cree que todos los del sur son delincuentes o, en el mejor de los casos, holgazanes. Por «eso» no deja nunca de decirme: «¿Sabe, papá?, en su tierra»... «mi tierra» para ella se extiende desde Sicilia hasta Roma, incluyendo esta ciudad... «han matado a éste, han secuestrado al otro, han puesto una bomba, han encontrado en una cueva, precisamente de su pueblo, a dos chicos asesinados hace cincuenta años...»
—Pero, ¿cómo? ¿Sus parientes saben que es usted de Vigàta?
—Por supuesto que lo saben, pero yo jamás le he dicho a nadie, ni siquiera a mi difunta esposa, que todavía me quedaban unas propiedades en Vigàta. Dije que mis padres y buena parte de mis parientes habían sido exterminados por las bombas. No me podían relacionar de ninguna manera con los muertos del
crasticeddru
, ignoraban que éste era un pedazo de tierra de mi propiedad. Pero yo, al enterarme de la noticia, me enfermé y me subió mucho la fiebre. Todo volvió violentamente al presente.
»Le hablaba del artículo del “Corriere”... En él se decía que un comisario de Vigàta, el mismo que había encontrado los cadáveres, no sólo había conseguido identificar a los dos jóvenes asesinados sino que, además, había descubierto que el perro de terracota se llamaba Kytmyr. Entonces tuve la seguridad de que usted conocía la existencia de mi tesis de licenciatura. Lo cual significaba que me estaba enviando un mensaje. Me ha costado mucho convencer a mis hijos de que me dejaran venir solo. Les he dicho que, antes de morir, quería volver a ver los lugares donde había nacido y vivido en mis años mozos.
Montalbano no acababa de entenderlo e insistió.
—¿Así que todos, en su casa, sabían que era usted de Vigàta?
—¿Por qué hubiera tenido que ocultarlo? Jamás me cambié de nombre ni tuve documentación falsa.
—¿Quiere decir que usted consiguió desaparecer sin quererlo?
—Exactamente. A uno se lo encuentra cuando los demás necesitan o tienen intención de encontrarlo... De todos modos, me tiene que creer si le digo que siempre he vivido con mi nombre y apellido, he hecho oposiciones, las he ganado, he enseñado, me he casado, he tenido hijos y tengo nietos que llevan mi apellido. Estoy retirado y mi recibo de jubilación está a nombre de «Calogero Rizzitano, nacido en Vigàta».
—¡Pero alguna vez habrá tenido que escribir al Ayuntamiento, a la universidad para obtener los documentos necesarios!
—Pues claro, he escrito y me los han enviado. Señor comisario, no cometa un error de perspectiva histórica. Entonces nadie me buscaba.