Corrió hasta el automóvil y salió disparado hacia Vigàta.
En la constructora Gaetano Nicolòsi & Hijo, cuyo número había pedido en Información, no contestaba nadie. Era demasiado tarde, la sede de la empresa tenía que estar cerrada. Probó varias veces y perdió las esperanzas. Tras haberse desahogado con toda una sarta de improperios, pidió el número del ingeniero Zirretta, suponiendo que éste también era palermitano. Acertó.
—Habla el comisario Montalbano, de Vigàta. Necesito saber cómo han conseguido la expropiación.
—¿Qué expropiación?
—La de los terrenos por los que pasan la carretera y la galería que ustedes estaban construyendo en nuestra zona.
—Verá, eso no es cosa mía. Yo me encargo únicamente de la obra. O, mejor dicho, me encargaba antes de que un decreto lo dejara todo paralizado.
—Entonces, ¿con quién tengo que hablar?
—Con alguien de la empresa.
—He llamado, pero no contesta nadie.
—En ese caso, con el
commendatore
Gaetano o con su hijo Arturo. Cuando salgan de la cárcel del Ucciardone.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Por prevaricato y corrupción.
—¿No me queda ninguna esperanza?
—Confíe en la clemencia de los jueces, en que los dejen salir por lo menos dentro de cinco años. Es una broma. Vamos a ver, pruebe a llamar al abogado de la empresa, Di Bartolomeo.
»Tenga en cuenta, señor comisario, que la empresa no se encarga de los trámites de las expropiaciones. Eso corresponde al Ayuntamiento, en cuya circunscripción se ubica el terreno por expropiar.
—Entonces, ¿cuál es su función aquí?
—No es asunto de su incumbencia.
Y el abogado colgó. Di Bartolomeo estaba un poco fastidiado; su tarea consistía en sacar a los Nicolòsi, padre e hijo, de los embrollos en los que se metían, pero esta vez no lo había conseguido.
No hacía ni cinco minutos que había abierto su despacho cuando el arquitecto Tumminello vio aparecer al comisario Montalbano con un aspecto no demasiado tranquilo. Para Montalbano la noche había sido realmente mala, no había conseguido pegar un ojo y había pasado horas leyendo a Faulkner. El arquitecto, que tenía un hijo un poco revoltoso, protagonista de travesuras juveniles, peleas y carreras de moto y que aquella noche tampoco había vuelto a casa, palideció intensamente y sintió que las manos le empezaban a temblar. Montalbano, al ver la reacción de Tumminello, pensó mal: a pesar de sus buenas lecturas, seguía siendo un lince de mucho cuidado. «Éste tiene algo que esconder», pensó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tumminello, temiendo oír que su hijo había sido detenido.
Lo cual hubiera sido una suerte o lo menos malo que podía pasar: lo hubieran podido estrangular sus amigotes.
—Necesito informaciones sobre una expropiación.
Se notó que Tumminello se relajaba.
—¿Se le pasó el susto? —no pudo evitar preguntarle Montalbano.
—Sí —reconoció con toda franqueza el arquitecto—. Estoy preocupado por mi hijo. Esta noche no ha vuelto a casa.
—¿Lo hace a menudo?
—Sí, es que no tiene muy buenas...
—Pues entonces no se preocupe —lo cortó Montalbano, que no tenía tiempo que perder con los problemas de los jóvenes— Necesito ver los documentos de venta o de expropiación de los terrenos destinados a la construcción de la galería del Crasto. Eso les corresponde a ustedes, ¿no?
—Sí, señor, a nosotros. Pero no me hace falta buscar los documentos, me lo sé todo de memoria. Usted dígame qué dato le interesa.
—Quiero averiguar la situación de los terrenos de los Rizzitano.
—Lo suponía. Cuando supe lo del hallazgo de las armas y después lo de los dos asesinados, me pregunté, pero ¿ésos no son los terrenos de los Rizzitano? y fui a echar un vistazo a los documentos.
—¿Y qué dicen los documentos?
—Tengo que hacer una aclaración. Los propietarios de los terrenos perjudicados, por así decirlo, por la construcción de la carretera y la galería eran cuarenta y cinco.
—¡Qué barbaridad!
—Mire, a veces hay un pedazo de tierra de dos mil metros cuadrados que, por disposición testamentaria, tiene cinco propietarios. La notificación no se puede hacer en bloque a los herederos, hay que enviarla a cada uno por separado.
»Una vez obtenido el decreto gubernamental, ofrecimos a los propietarios una suma muy baja, por tratarse en buena parte de terrenos agrícolas. En el caso de Calogero Rizzitano —presunto propietario porque no hay ningún documento que lo demuestre, quiero decir que no hay ningún certificado de sucesión y su padre murió intestado—, tuvimos que recurrir al artículo 143 del «Código Civa», el que se refiere a la imposibilidad de localización. Como usted sabrá, el 143 prevé...
—No me interesa. ¿Cuánto tiempo hace que se hizo la notificación?
—Diez años.
—De modo que hace diez años Calogero Rizzitano no pudo ser localizado.
—¡Y tampoco después! Porque, de los cuarenta y cinco propietarios, cuarenta y cuatro recurrieron la suma que ofrecíamos. Y ganaron.
—El cuadragésimo quinto, el que no recurrió, era Calogero Rizzitano.
—Claro. Hemos reservado el dinero que le correspondía porque, a todos los efectos, para nosotros todavía está vivo. Nadie ha solicitado una declaración de defunción presunta. Cuando aparezca, cobrará el dinero.
«Cuando aparezca», le había dicho el arquitecto, pero todo permitía suponer que Lillo Rizzitano no tenía el más mínimo interés en aparecer. O, hipótesis probable, ya no estaba en condiciones de hacerlo. El propio director Burgio y él mismo estaban dando por descontado que Lillo, recogido herido por un camión militar y trasladado quién sabe adónde la noche del 9 de julio, había conseguido sobrevivir. ¡Pero si ni siquiera conocían la gravedad de sus heridas! Podía haber muerto durante el trayecto al hospital o en el mismo hospital, en caso de que lo hubieran conducido allí. ¿Por qué obstinarse en querer conferir cuerpo a una sombra? Quizá los muertos del
crasticeddru
se encontraban, en el momento del hallazgo, en mejores condiciones de lo que desde hacía mucho tiempo se encontraba Lillo Rizzitano. En cincuenta y tantos años, jamás una palabra, unas líneas. Nada. Ni siquiera cuando le requisaron los campos y derribaron los restos de su chalé y sus propiedades. Los recovecos del laberinto en el que Montalbano se había empeñado en entrar terminaban ahora en un muro y tal vez el laberinto se estuviera mostrando generoso con él, impidiéndole seguir adelante y obligándolo a detenerse en presencia de la solución más lógica y natural.
La cena fue ligera, pero todo guisado con ese toque que el Señor sólo muy raras veces concede a los elegidos. Montalbano no le dio las gracias a la esposa del jefe; se limitó a mirarla como un perro callejero al que se le hace una caricia. Después ambos hombres se retiraron al estudio para charlar un rato. La invitación del jefe le había parecido un salvavidas arrojado a alguien que está a punto de ahogarse no en un mar agitado por un temporal sino en la calma chicha del aburrimiento.
En primer lugar, hablaron de Catania y convinieron en que el primer efecto de la comunicación de la investigación sobre Brancato a la jefatura superior catanesa había sido la eliminación del propio Brancato.
—Estamos en un callejón sin salida —dijo con amargura el jefe—, no podemos dar ni un paso sin que se enteren nuestros adversarios. Brancato ordenó eliminar a Ingrassia, que se estaba moviendo demasiado, pero cuando los que tiran de los hilos se enteraron de que teníamos a Brancato en nuestro punto de mira, se encargaron de eliminarlo y, de esta manera, la pista que con tantas dificultades estábamos siguiendo, quedó oportunamente borrada.
El jefe estaba furioso; la historia de los infiltrados repartidos por doquier lo entristecía y le dolía mucho más que la traición de un familiar.
Después de una pausa prolongada, durante la cual Montalbano no abrió la boca, el jefe preguntó:
—¿Cómo van sus investigaciones sobre los muertos del
crasticeddru
?
Por el tono de voz, Montalbano comprendió que su superior consideraba aquellas investigaciones una distracción, un pasatiempo que se le concedía antes de volver a trabajar en cosas más serias.
—Hasta he conseguido averiguar el nombre del muchacho —contestó, para tomarse una revancha.
El jefe pegó un brinco, súbitamente sorprendido e interesado.
—¡Es usted extraordinario! Cuénteme.
Montalbano se lo contó todo, incluso el número montado para De Dominicis, que al jefe le hizo mucha gracia. El comisario terminó con una especie de declaración de quiebra: admitió que la investigación ya no tenía sentido, en parte porque nadie podía tener la certeza de que Lillo Rizzitano no hubiera muerto.
—Pero cuando uno quiere desaparecer, lo consigue —dijo el jefe—. ¿Cuántos casos hemos tenido de personas aparentemente desaparecidas sin dejar ni rastro que, de pronto, vuelven a salir como por arte de magia? No quisiera citarle a Pirandello, pero sí a Sciascia, por lo menos. ¿Ha leído el libro sobre la desaparición del físico Majorana?
—Claro...
—Majorana... yo estoy convencido de ello tal como en el fondo lo estaba Sciascia... quiso desaparecer y lo consiguió. No fue un suicidio, era demasiado religioso.
—Estoy de acuerdo.
—¿Y no tenemos el caso recentísimo del profesor universitario romano que salió una mañana de su casa y jamás lo encontraron? Lo buscaron todos: la policía, los carabineros, hasta los alumnos, que tanto lo apreciaban. Programó su desaparición y lo consiguió.
—Es cierto —dijo Montalbano. Después reflexionó acerca de lo que ambos estaban diciendo y miró a su jefe. —Me parece que usted me está invitando a seguir adelante, a pesar de que en una ocasión anterior me reprochó mi excesivo interés por este caso.
—Eso no tiene nada que ver. Ahora usted está convaleciente mientras que la otra vez estaba de servicio. Hay una gran diferencia, me parece.
Montalbano volvió a casa y empezó a pasear de habitación en habitación. Tras su conversación con el arquitecto, había decidido mandar todo al carajo, convencido de que Rizzitano no era más que un cadáver. Pero el jefe lo había resucitado, en cierto modo. ¿Acaso los primeros cristianos no utilizaban la palabra
dormitio
para referirse a la muerte? Cabía la posibilidad de que Rizzitano se hubiera colocado en situación de sueño, tal como decían los masones. Bueno, pero si eso era lo que había ocurrido, se tenía que encontrar la manera de hacerla emerger del profundo pozo en el que se había ocultado. Sin embargo, se necesitaba algo muy gordo que armara mucho ruido, algo de lo que se hablara en todos los periódicos y las cadenas de televisión de toda Italia. Debía causar sensación. Pero ¿cómo? Tenía que olvidarse de la lógica e inventar una fantasía.
Eran las once, demasiado temprano para ir a acostarse. Se tendió vestido en la cama y se puso a leer «Pylon».
«Ayer, a las doce de la noche, la búsqueda del cuerpo de Roger Shumann, el piloto de carreras que se hundió en el lago la tarde del sábado, fue definitivamente abandonada por un biplano de tres plazas de una potencia aproximada de ochenta caballos, que efectuó una maniobra sobrevolando el agua sin ningún incidente tras haber dejado caer una corona de flores a unos cuatrocientos metros de distancia del lugar donde se supone que se encuentra el cuerpo de Shumann...»
Faltaban muy pocas líneas para el final de la novela, pero el comisario se incorporó en la cama con los ojos enormemente abiertos.
—Es una locura —dijo—, pero lo voy a hacer.
—¿Está la señora Ingrid?
—No casa señora. Tú decir, yo escribir.
Los Cardamone tenían la especialidad de ir a buscar a las asistentas a lugares en los que ni siquiera Tristan da Cunha había tenido el valor de poner los pies.
—Manau tupapau —dijo el comisario.
—Nada entender.
Había mencionado el título de un cuadro de Gauguin, lo cual significaba que la asistenta no era de la Polinesia ni de ningún lugar de por allí.
—¿Tú preparada para escribir? Señora Ingrid telefonear señor Montalbano cuando ella volver a casa.
Ingrid llegó a Marinella pasadas las dos de la madrugada; llevaba un vestido de noche con un corte en la falda que le llegaba hasta el trasero. Ni siquiera había parpadeado cuando el comisario le había dicho que necesitaba verla enseguida.
—Perdona, pero no quise perder tiempo cambiándome de ropa. Vengo de una fiesta aburridísima.
—¿Qué te ocurre? No me gusta tu aspecto. ¿Es sólo porque te aburriste en la fiesta?
—No, adivinaste. Mi suegro volvió a molestarme. El otro día entró por la mañana en mi dormitorio cuando yo estaba todavía en la cama. Quería hacerlo enseguida. Conseguí convencerlo de que se fuera, amenazándolo con ponerme a gritar.
—Pues entonces habrá que hacer algo —dijo el comisario sonriendo.
—¿Cómo?
—Le daremos otra dosis masiva.
Bajo la mirada inquisitiva de Ingrid, Montalbano abrió un cajón de su escritorio cerrado bajo llave, tomó un sobre y se lo entregó. Ingrid, al verse captada en las fotografías en el momento en que su suegro abusaba de ella, palideció y después enrojeció.
—¿Fuiste tú?
Montalbano se encontró entre la espada y la pared. En caso de que le dijera que las fotos las había tomado una mujer, puede que Ingrid le pegara un navajazo.
—Sí, fui yo.
El fuerte bofetón que le propinó la sueca le hizo resonar la cabeza, pero se lo esperaba.
—Le mandé tres a tu suegro, se asustó y dejó de molestarte durante algún tiempo. Ahora le voy a enviar otras tres.
Ingrid pegó un brinco, su cuerpo se comprimió contra el de Montalbano, le abrió los labios con los suyos y le acarició la lengua con la suya. Montalbano sintió que las piernas se le aflojaban como si fueran de manteca, pero, por suerte, Ingrid se apartó.
—Tranquilo, ya todo ha pasado —dijo—. Era sólo para darte las gracias.
En la parte posterior de tres fotografías elegidas personalmente por Ingrid, Montalbano escribió: DEJA DE HACERLO O LA PRÓXIMA VEZ SALES EN LA TELEVISIÓN.
—Las otras tres las guardo aquí —dijo el comisario—. Avísame cuando las necesites.
—Confío en que sea lo más tarde posible.
—Mañana por la mañana se las enviaré y, además, le haré una llamada anónima de refuerzo que le provocará un infarto.