»Y ahora, escúchame bien, tengo que contarte una historia muy larga. Y al final, te pediré que me des una mano.
Se levantó a las siete de la mañana, pues, tras la partida de Ingrid, no había conseguido pegar un ojo. Se miró al espejo, tenía el rostro desencajado, casi más que la vez que le habían pegado el tiro.
Tuvo que ir al hospital para una visita de control; lo encontraron en perfectas condiciones y, de los cinco medicamentos que le habían recetado, le dejaron sólo uno.
A continuación, fue a la Caja de Ahorros de Montelusa, donde guardaba el poco dinero que conseguía ahorrar, y pidió hablar con el director.
—Necesito diez millones de liras.
—¿Los tiene en la cuenta o quiere un préstamo?
—Los tengo.
—Pues entonces, perdone, pero ¿cuál es el problema?
—El problema es que se trata de una operación policial que quiero hacer con mi dinero, sin poner en peligro el dinero del Estado. Si yo ahora voy a la Caja y pido diez millones en billetes de cien mil, mi petición resultaría un poco extraña y por «eso» usted me tiene que ayudar.
Comprensivo y orgulloso de participar en una operación policial, el director se desvivió por ayudarlo.
Ingrid detuvo su automóvil junto al del comisario, debajo de la señalización que, en las afueras de Montelusa, indicaba la autovía de Palermo. Montalbano le entregó el sobre abultado de los diez millones y ella se lo guardó en su bolso, que llevaba en bandolera.
—Llámame a casa en cuanto lo hayas hecho. Y procura que no te roben el bolso por el procedimiento del tirón, por lo que más quieras.
Ella lo miró sonriendo, le envió un beso con las yemas de los dedos y volvió a poner en marcha su coche.
En Vigàta, Montalbano hizo acopio de cigarrillos. Al salir del quiosco vio un afiche verde de grandes dimensiones, con letras negras, recién pegado a una pared. En él se invitaba a los ciudadanos a asistir a la gran competición de motocross que se celebraría el domingo a partir de las tres de la tarde en el lugar llamado «llano del crasticeddru».
No esperaba esa coincidencia. ¿Sería posible que el laberinto se hubiera compadecido de él y le estuviera abriendo otro camino?
El «llano del crasticeddru», que se extendía desde el espolón de roca, no era llano en absoluto: hondonadas, elevaciones y pantanos lo convertían en el paraje ideal para una competición de motocross. El día era una auténtica anticipación estival y la gente no esperó a las tres de la tarde para ir al llano; empezó a congregarse allí ya por la mañana, con abuelos y abuelas, niños y muchachos, todos dispuestos a disfrutar, más que de la competición deportiva, de una excursión al campo.
Por la mañana, Montalbano había llamado a Nicolò Zito.
—¿Vienes a la competición de motocross de esta tarde?
—¿Yo? ¿Por qué? Ya hemos enviado a un cronista deportivo y a un camarógrafo.
—Te proponía ir juntos, tú y yo, para divertimos un rato.
Llegaron al llano casi a las tres y media; la competición todavía no había empezado, pero se oía un estruendo infernal provocado sobre todo por los motores de las motos —unas cincuenta, cuyos pilotos las estaban probando y calentando— y por los altavoces, que estaban emitiendo a todo volumen una música ensordecedora.
—Pero ¿desde cuándo te interesa el deporte? —preguntó Zito, asombrado.
—De vez en cuando me da por ahí.
Para hablar, pese a encontrarse al aire libre, la gente tenía que levantar la voz. Por eso, cuando el pequeño avión de turismo, con una cinta publicitaria en la cola, apareció sobrevolando el
crasticeddru
, fueron muy pocos los que oyeron el rugido de su motor, ese que induce a la gente a levantar instintivamente los ojos al cielo. El ruido del avión no logró traspasar la barrera del estruendo de abajo. Quizás el piloto comprendió que, de aquella manera, no conseguiría llamar la atención, pues, tras sobrevolar tres veces en círculo la cumbre del
crasticeddru
, apuntó hacia la muchedumbre del llano, efectuó un elegante descenso en picada y voló muy bajo sobre las cabezas de los presentes, casi obligándolos a leer el texto de la cinta y a seguirlo con la mirada mientras, encabritándose ligeramente, volvía a sobrevolar tres veces la cumbre, descendía hasta casi rozar el suelo delante de la entrada de la cueva de las armas y soltaba una lluvia de pétalos de rosas. La muchedumbre enmudeció, todos pensaron en los muertos del
crasticeddru
mientras el aparato viraba, regresaba, efectuaba un vuelo rasante y esta vez soltaba una miríada de tarjetitas. Tras lo cual, apuntó hacia el horizonte y desapareció. Si el texto de la cinta ya había despertado una gran curiosidad, pues no anunciaba ni una bebida ni una fábrica de muebles sino que llevaba sólo dos nombres, Lisetta y Mario, si el lanzamiento de pétalos había provocado un estremecimiento de emoción en los presentes, el texto de las tarjetitas, todas iguales, los indujo a entregarse a un sinfín de conjeturas e hipótesis y a un carrusel frenético de adivinanzas. ¿Qué significaba: «LISETTA y MARIO ANUNCIAN SU DESPERTAR»? No era una participación de boda y tampoco de bautismo. ¿Entonces? En medio del torbellino de preguntas, la gente sólo estuvo segura de una cosa: de que el avión, los pétalos, las tarjetitas y la cinta publicitaria guardaban relación con los muertos del
crasticeddru
.
Después se inició la competición y la multitud se distrajo. Cuando el avión arrojó los pétalos, Nicolò Zito le dijo a Montalbano que no se moviera y se perdió entre la gente.
Regresó al cabo de un cuarto de hora con el camarógrafo de Retelibera.
—¿Me concedes una entrevista?
—Con mucho gusto.
El consentimiento inesperado de Montalbano hizo que el periodista se reafirmara en su sospecha de que en toda aquella historia del avión su amigo estaba metido hasta el cuello.
—Hace unos momentos, en el transcurso de los preparativos de la competición de motocross que se está desarrollando en Vigàta, hemos sido testigos de un hecho extraordinario. Un pequeño avión publicitario...
Aquí Zito describió lo que acababa de ocurrir.
—Puesto que, por una coincidencia afortunada, está presente el comisario Salvo Montalbano, queremos hacerle unas cuantas preguntas. Según usted, ¿quiénes son Lisetta y Mario?
—Podría eludir su pregunta diciendo que no sé nada, que puede tratarse de un matrimonio que ha querido celebrar su boda de una forma original —contestó el comisario con franqueza—. Pero me desmentiría el texto de la tarjetita, que no habla de una boda sino de un despertar. Contestaré, por lo tanto, con toda sinceridad a su pregunta: Lisetta y Mario son los nombres de los dos jóvenes asesinados cuyos cuerpos se descubrieron en el interior de la cueva del
crasticeddru
, el espolón de roca que tenemos aquí delante.
—Pero ¿qué significa todo eso?
—Lo ignoro, habría que preguntárselo a la persona que ha organizado este vuelo.
—¿Cómo ha conseguido llegar a su identificación?
—Por casualidad.
—¿Puede decirnos sus apellidos?
—No. Los conozco, pero no los puedo decir. Puedo revelar que ella era una joven de esta zona y que él era un marino del norte. Añadiré que la persona que ha querido recordar de una manera tan señalada el hallazgo de los dos cuerpos, que ella califica de «despertar», se ha olvidado del perro, que también tenía un nombre, el pobrecito. Se llamaba Kytmyr y era un perro árabe.
—Pero, ¿qué motivo puede haber tenido el asesino para organizar esta puesta en escena?
—Un momento... ¿Quién le dijo que el asesino y el que ha organizado la puesta en escena son la misma persona? Yo, por ejemplo, no lo creo así.
—Voy corriendo a preparar el reportaje —dijo Nicolò Zito tras haberle dirigido una mirada extraña.
Después llegaron los de Televigata, los del telediario regional de la RAI y los de otras cadenas privadas. Montalbano contestó amablemente a todas las preguntas y, tratándose de él, con una soltura inusual.
Le había entrado un apetito tan grande, que en la
trattoria
San Calogero se dio un atracón de mariscos. Después regresó a toda prisa a su casa, encendió el televisor y sintonizó Retelibera. Nicolò Zito, al dar la noticia del vuelo misterioso, la infló todo lo que pudo. Pero lo mejor no fue la entrevista que le habían hecho a él y que se reprodujo íntegramente sino el reportaje inesperado al director de la agencia Publiduemila de Palermo, que Zito había localizado sin ninguna dificultad, pues era la única de toda la Sicilia occidental que disponía de un avión publicitario.
El director, todavía emocionado, declaró que una joven bellísima —«¡Jesús, qué mujer!, no parecía de verdad, una especie de modelo como esas que salen en las revistas, ¡Dios bendito, pero qué hermosa era!»—, visiblemente extranjera porque hablaba muy mal el italiano —«¿He dicho mal? Me equivoqué, en sus labios nuestras palabras parecían de miel»—, no, acerca de su nacionalidad no podía concretar nada, alemana o inglesa, se había presentado cuatro días atrás en la agencia —«¡Dios mío! ¡Parecía una aparición!»— y había preguntado por el avión, explicando con toda claridad el texto que tendría que figurar en la cinta publicitaria y en las tarjetitas. Sí, era ella la que había pedido que se arrojaran pétalos de rosas. En cuanto al lugar, sus instrucciones habían sido extremadamente detalladas. El piloto, por propia iniciativa, había decidido arrojar las tarjetitas no a la buena de Dios sobre la carretera del litoral sino sobre la multitud que estaba presenciando la competición deportiva. La señora —«¡Virgen santísima, mejor que no diga nada más, si no mi mujer me mata!»— había pagado por adelantado y en efectivo y había pedido que extendieran la factura a nombre de Rosemarie Antwerpen, con domicilio en Bruselas. Él no había exigido ningún otro dato —«¡Dios mío!»—, ¿por qué hubiera tenido que hacerlo? ¡La mujer no le estaba pidiendo que arrojara una bomba! ¡Era tan guapa! ¡Tan simpática! ¡Y qué sonrisa! Un sueño.
Montalbano disfrutó de lo lindo. Le había pedido encarecidamente a Ingrid: «Tienes que ponerte lo más linda que puedas. Así, cuando te vean, se quedarán mudos de admiración».
Televigata se lanzó sobre la bellísima y misteriosa mujer; la llamó «Nefertitis rediviva» y construyó una historia fantástica en la que establecía un nexo entre las pirámides y el
crasticeddru
, pero estaba claro que iba a remolque de las noticias que había facilitado Nicolò Zito en la cadena rival. La edición regional de la RAI también trató ampliamente el asunto.
Montalbano estaba consiguiendo armar todo el alboroto que buscaba y se alegró de que su idea hubiera dado resultado.
—¿Montalbano? Habla el jefe. Acabo de enterarme de la historia del avión. Lo felicito, una idea genial.
—El mérito es suyo porque fue usted quien me dijo que insistiera, ¿no lo recuerda? Estoy tratando de hacer salir de la madriguera a nuestro hombre. Como no aparezca dentro de un plazo prudencial, significará que ya no está entre nosotros.
—Enhorabuena. Téngame informado. Ah, como es natural, el avión lo ha pagado usted, ¿verdad?
—Claro. Confío en la prometida gratificación.
—¿Comisario? Habla el director Burgio. Mi mujer y yo nos hemos quedado asombrados ante su iniciativa.
—Esperemos que todo salga bien.
—Se lo ruego, señor comisario: si aparece Lillo, díganoslo.
En el telediario de las doce de la noche, Nicolò Zito dedicó más espacio a la noticia; mostró las fotografías de los muertos del
crasticeddru
y echó mano del
zoom
para destacar mejor los detalles de las imágenes.
«Amablemente cedidas por el diligente Jacomuzzi», pensó Montalbano.
Zito aisló el cuerpo del joven, al que llamó Mario, y después mostró el de la muchacha, a la que llamó Lisetta; ofreció varias imágenes del avión que arrojaba pétalos de rosas y después enfocó en primer plano el texto de las tarjetitas. A continuación, tejió un relato misterioso y lacrimógeno más propio de Televigata que de Retelibera. ¿Por qué razón habían sido asesinados los jóvenes amantes? ¿Qué destino aciago los había conducido a aquel final? ¿Quién los había depositado piadosamente en la cueva? ¿Quizá la bellísima mujer que se había presentado en la agencia de publicidad había surgido del pasado para clamar venganza en nombre de los muertos? ¿Cuál era la relación entre la mujer y los dos jóvenes de cincuenta años atrás? ¿Qué significado tenía la palabra «despertar»? ¿Por qué el comisario Montalbano había podido facilitar incluso el nombre del perro de terracota? ¿Qué sabía acerca de aquel misterio?
—¿Salvo? Soy Ingrid. Confío en que no hayas pensado que me fugué con tu dinero.
—¡No digas disparates! ¿Por qué, acaso sobró algo?
—Sí, costó menos de la mitad del dinero que me habías dado. El resto lo tengo yo y te lo devolveré en cuanto regrese a Montelusa.
—¿Desde dónde me llamas?
—Desde Taormina. He conocido a alguien. Regreso dentro de cuatro o cinco días. ¿Lo he hecho bien? ¿Ha salido todo tal como tú querías?
—Lo has hecho muy bien. Que te diviertas.
—¿Montalbano? Nicolò... ¿Te gustaron los reportajes? Dame las gracias.
—¿Por qué?
—Hice justo lo que tú querías.
—Yo no te pedí nada.
—Es cierto, no de una manera directa. Pero yo no soy tonto y comprendí tu deseo de que se diera la máxima publicidad a la noticia, presentándola de tal manera que apasionara a la gente. He dicho algunas cosas de las que me avergonzaré toda la vida.
—Muchas gracias, pero te repito que ignoro el motivo de la gratitud que me pides.
—¿Sabes que las llamadas han bloqueado nuestro conmutador? Nos han pedido el reportaje la RAI, la Fininvest, la agencia de noticias ANSA y todos los periódicos italianos. Menudo golpe... ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Pues claro.
—¿Cuánto te costó el alquiler del avión?
Durmió estupendamente, como dicen que duermen los que están satisfechos de su actuación. Había hecho lo posible y también lo imposible, ahora sólo cabía esperar la respuesta; se había lanzado un mensaje para que alguien descifrara el código, tal como hubiera dicho Alcide Maraventano. Recibió la primera llamada a las siete de la mañana. Era Luciano Acquasanta, del «Mezzogiorno», que deseaba ver confirmada su opinión. ¿No sería posible que los dos jóvenes hubieran sido sacrificados en el transcurso de un rito satánico?