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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El perro de terracota (15 page)

En cuanto Montalbano cruzó el umbral, Catarella le preguntó con voz jadeante qué debía contestar a los cientos de llamadas de periodistas que querían hablar con él.

—Les dices que estoy cumpliendo una misión.

—Ah, ¿es que se ha hecho misionero? —replicó el agente, dándoselas de gracioso y soltando una carcajada solitaria.

Montalbano pensó que había hecho bien la víspera en desconectar el teléfono antes de irse a dormir.

Trece

—¿Doctor Pasquano? Habla Montalbano. Quería saber si hay alguna novedad.

—Sí, señor. Mi mujer se ha resfriado y a mi nieta se le ha caído un dientecito.

—¿Está enojado, doctor?

—¡Pues sí, señor!

—¿Con quién?

—¿Y me lo pregunta tras haberme preguntado si hay novedades? ¡Yo me pregunto y digo con qué cara me lo pregunta a las nueve de la mañana! ¿Cree acaso que me he pasado la noche abriéndoles las tripas a los dos muertos como si fuera un buitre o un cuervo? ¡Yo por la noche duermo! Y ahora estoy trabajando con el ahogado que han encontrado en Torre Spaccata. Que, además, no es un ahogado, pues, antes de arrojarlo al mar, le habían pegado tres navajazos en el pecho.

—Doctor, ¿hacemos una apuesta?

—¿Sobre qué?

—Sobre el hecho de que usted se ha pasado toda la noche con aquellos dos muertos.

—Pues bueno, ha acertado.

—¿Qué ha descubierto?

—De momento le puedo decir muy poco, tengo que examinar otras cosas. Es verdad que murieron por disparos de arma de fuego. Él con un disparo en la sien y ella con un disparo en el corazón. La herida de la mujer no se veía porque tenía encima la mano del hombre. Una ejecución en regla, mientras dormían.

—¿En el interior de la cueva?

—No creo... Supongo que los trasladaron allí ya muertos y los colocaron en aquella posición, desnudos tal como estaban.

—¿Ha conseguido establecer su edad?

—No quisiera equivocarme, pero tenían que ser jóvenes, muy jóvenes.

—A su juicio, ¿a cuándo se remontan los hechos?

—Puedo aventurar una hipótesis, pero acéptela con reservas. Más o menos a unos cincuenta años.

—No estoy para nadie y no me pases ninguna llamada durante un cuarto de hora —le dijo Montalbano a Catarella.

Después cerró la puerta de su despacho, regresó al escritorio y se sentó. Mimì Augello también estaba sentado, pero con la espalda tiesa, como empalado.

—¿Quién empieza? —preguntó Montalbano.

—Empiezo yo —contestó Augello—, pues soy yo el que ha pedido hablar contigo. Porque creo que ha llegado la hora de que te hable.

—Y yo estoy aquí para escucharte.

—¿Se puede saber qué te he hecho?

—¿Tú? Tú a mí no me has hecho nada. ¿Por qué me haces esta pregunta?

—Porque aquí dentro tengo la sensación de haberme convertido en un extraño. No me dices nada de lo que haces, me mantienes al margen. Y yo me siento ofendido. Por ejemplo, es justo, en tu opinión, haberme ocultado la historia de Tano el Griego. Yo no soy como Jacomuzzi que se va de la lengua, yo me sé callar las cosas. ¿Te parece bien haberme hecho eso a mí que, hasta que no se demuestre lo contrario, soy tu subcomisario?

—Pero ¿te das cuenta de lo complicado que era el asunto?

—Precisamente porque me doy cuenta me enojo más. Porque eso quiere decir que yo para ti no soy la persona indicada para los asuntos delicados.

—Eso jamás lo he pensado.

—No lo has pensado, pero lo has hecho siempre. Como con la historia de las armas, de la que me enteré por casualidad.

—Mira, Mimì, estaba nervioso, tenía prisa y no se me ocurrió avisarte.

—No me vengas con tonterías, Salvo. La historia es otra.

—¿Cuál?

—Te la voy a decir. Tú te has creado una comisaría a tu imagen y semejanza. Desde Fazio hasta Germanà y Galluzzo, todos los que tú quieras, no son más que los obedientes brazos de una sola cabeza: la tuya. Porque ellos no llevan la contra, no plantean dudas, cumplen las órdenes y sanseacabó. Aquí adentro los cuerpos extraños somos sólo dos: Catarella y yo. Catarella porque es demasiado imbécil y yo...

—… porque eres demasiado inteligente.

—¿Lo ves? Yo no quería decir eso. Tú me atribuyes una soberbia de la que carezco y lo haces con mala intención.

Montalbano lo miró, se levantó, se introdujo las manos en los bolsillos, rodeó la silla en la cual estaba sentado Augello y se detuvo.

—No lo he dicho con mala intención, Mimì. Eres verdaderamente inteligente.

—Si lo crees de veras, ¿por qué me excluyes? Te podría ser tan útil por lo menos como los demás.

—Ahí está, Mimì. No como los demás sino más que ellos. Te hablo con el corazón en la mano porque me estás obligando a reflexionar acerca de mi actitud hacia ti. A lo mejor, es eso lo que más me molesta.

—Pues entonces, para darte gusto, ¿yo tendría que volverme un poco imbécil?

—Si quieres que mantengamos una larga charla, lo haremos. No es eso lo que yo quería decir. El caso es que, con el tiempo, me he convertido en una especie de cazador solitario... perdóname la expresión, que quizá no es acertada... porque me gusta cazar con los demás, pero quiero ser yo el que organice la cacería. Para que mi cerebro funcione debidamente, ésta es la condición indispensable. Una observación inteligente de otra persona me desanima, me puede descolocar a lo largo de todo un día y hacer que ni yo mismo consiga seguir el hilo de mis razonamientos.

—Comprendo. Mejor dicho, ya lo había comprendido, pero quería oírtelo decir, confirmar. Pues ahora te lo advierto sin inquina ni rencor: hoy mismo le escribo al jefe y le pido el traslado.

Montalbano lo pensó, se le acercó, se inclinó hacia delante y apoyó las manos en sus hombros.

—¿Me creerás si te digo que, si lo haces, me causarás un profundo dolor?

—¡Qué carajo! —estalló Augello—. ¿Tú lo exiges todo de todo el mundo? ¿Qué clase de hombre eres? ¿Primero me tratas como una mierda y ahora me vienes con la emoción del afecto? ¿Sabes que tu egoísmo es monstruoso?

—Sí, lo sé —dijo Montalbano.

—Permítame que le presente al contable Burruano, que ha tenido la amabilidad de acompañarme —dijo Burgio, pavoneándose.

—Tengan la bondad de sentarse —les pidió Montalbano, señalando los dos silloncitos viejos que, en un rincón del despacho, estaban reservados a las visitas importantes.

Él tomó asiento en una de las dos sillas situadas delante del escritorio, por lo general destinadas a la gente sin mayor importancia.

—Por lo visto, mi misión últimamente es la de corregir o por lo menos puntualizar lo que dicen en la televisión —comenzó diciendo el director.

—Corrija y puntualice —le dijo sonriendo Montalbano.

—El contable y yo tenemos casi la misma edad. Él me lleva cuatro años y nos acordamos de las mismas cosas.

Montalbano percibió un cierto orgullo en la voz del director. Y con razón: Burruano, trémulo y con los ojos ligeramente empañados, parecía que le llevara por lo menos diez años a su amigo.

—Verá, inmediatamente después de la transmisión de Televigata, en la que se mostraba el interior de la cueva donde se han encontrado...

—Perdone que lo interrumpa... La otra vez usted me habló de la cueva de las armas, pero no se refirió a la segunda. ¿Por qué?

—Porque ignoraba su existencia, nada más. Lillo jamás me habló de ella. Bueno pues, inmediatamente después de la transmisión, llamé al contable Burruano; quería una confirmación, pues la estatua del perro yo la había visto en otra ocasión.

¡El perro! Por eso lo había visto en su pesadilla, porque el director se había referido a él por teléfono. Experimentó una especie de gratitud infantil.

—Díganme, ¿tomarían un café? En el bar de aquí al lado lo hacen muy bueno.

Con un movimiento simultáneo, ambos sacudieron la cabeza.

—¿Un jugo de naranja? ¿Una Coca-Cola? ¿Una cerveza?

Como no lo detuvieran, seguro que no tardaría en ofrecerles diez mil liras a cada uno.

—No, gracias, no podemos tomar nada. La edad... —explicó Burgio.

—Pues entonces, ustedes dirán.

—Será mejor que se lo diga el contable.

—Desde febrero de 1941 a julio de 1944 —empezó diciendo Burruano— fui, siendo muy joven, alcalde de Vigàta. Quizá porque el fascismo decía que le gustaban los jóvenes, hasta el extremo de que se los comió a todos asados o congelados, o quizá porque en el pueblo sólo quedaban los viejos, las mujeres y los niños, pues los demás estaban en el frente. Yo no pude ir porque estaba enfermo del pecho, pero de verdad.

—Yo era demasiado joven para ir al frente —terció el director para evitar equívocos.

—Eran tiempos terribles. Los ingleses y los americanos nos bombardeaban a diario. Una vez conté diez bombardeos en treinta y seis horas. En el pueblo quedaba muy poca gente, pues casi todo el mundo se había ido. Vivíamos en los refugios excavados en la colina de marga que se elevaba por encima del pueblo. En realidad, se trataba de unas galerías de doble salida, muy seguras. Nos habíamos llevado incluso las camas. Ahora Vigàta ha crecido, no es como entonces, unas cuantas casas alrededor del puerto, una franja de viviendas entre el pie de la colina y el mar. En lo alto de la colina, en el Piano Lanterna, que ahora parece Nueva York con sus rascacielos, había cuatro construcciones a ambos lados de la única calle que conducía al cementerio y después se perdía en la campiña.

»Los blancos de los aparatos enemigos eran tres: la central eléctrica, el puerto con sus navíos de guerra y mercantes y las baterías antiaéreas y navales que se habían instalado a lo largo del borde de la colina. Cuando aparecían los ingleses, las cosas nos iban mejor que cuando aparecían los americanos.

Montalbano estaba empezando a perder la paciencia, pues quería que el hombre fuera directamente al grano, a la cuestión del perro, pero no quería interrumpir sus digresiones.

—¿En qué sentido las cosas les iban mejor, señor contable? Eran bombas en ambos casos.

En nombre de Burruano, que ahora había enmudecido, persiguiendo algún recuerdo, habló el director Burgio.

—Los ingleses eran, ¿cómo diría?, más correctos; soltaban las bombas procurando alcanzar sólo objetivos militares; en cambio, los americanos las largaban a lo loco, donde se les ocurría.

—Hacia fines del 42 —dijo Burruano, reanudando su relato—, la situación se agravó. Faltaba de todo, desde el pan hasta los medicamentos, el agua y la ropa. Entonces se me ocurrió hacer por Navidad un pesebre delante del cual todos pudiéramos rezar. Mi intención era distraer a los vigateses, por lo menos durante unos días, de sus muchas preocupaciones y del temor que les inspiraban las bombas. No había ninguna familia que no tuviera por lo menos a un hombre combatiendo fuera de casa, desde el hielo de Rusia hasta el infierno de África.

»Todos estábamos nerviosos y nos mostrábamos desconfiados, nos habíamos vuelto pendencieros y bastaba cualquier cosa para que estallara una pelea, pues teníamos los nervios a flor de piel. Por la noche no conseguíamos pegar un ojo, entre las ametralladoras de las baterías antiaéreas, las explosiones de las bombas, el rugido de los aparatos que volaban a baja altura y los cañonazos de los barcos. Y además, todo el mundo acudía a mí o al cura a preguntar esto o aquello y yo ya no sabía dónde meterme. Ya no me sentía joven, me sentía como ahora.

El contable hizo una pausa para recuperar el resuello. Ni Montalbano ni Burgio se atrevieron a llenarla.

—En resumen y para abreviar, hablé con Balassaro Chiarenza, que era un auténtico artista de la terracota y lo hacía por afición, pues su oficio era el de carretero; a él se le ocurrió la idea de hacer las imágenes de tamaño natural. El Niño Jesús, la Virgen, San José, el buey, el asno, un pastor con un corderito sobre los hombros, una oveja, un perro y el «asustado» habitual del pesebre, que es un pastor que levanta los brazos en gesto de asombro. Lo hizo y le salió precioso. Entonces se nos ocurrió no colocarlo en la iglesia sino bajo la arcada de una casa bombardeada, como si Jesús naciera entre las angustias de nuestra gente.

El contable buscó en su bolsillo, sacó una fotografía y se la entregó al comisario. Era un pesebre bellísimo; el contable había dicho la verdad. Una sensación de huida, de fugacidad, pero al mismo tiempo, un calor consolador de serenidad sobrehumana.

—Es precioso —dijo Montalbano, profundamente conmovido.

Pero fue sólo un instante, pues el lince que tenía dentro se impuso y empezó a estudiar atentamente el perro. No cabía la menor duda: era el mismo que encontraron en la cueva. El contable volvió a guardarse la fotografía en el bolsillo.

—El pesebre obró el milagro, ¿sabe? Durante unos días fuimos comprensivos los unos con los otros.

—¿Qué fue de las imágenes?

Era lo que le interesaba a Montalbano. El anciano esbozó una sonrisa.

—Las vendí todas en subasta. Obtuve el dinero suficiente para pagar el trabajo de Chiarenza, que sólo quiso cobrar lo que había gastado, y para dar limosna a los que más la necesitaban. Y eran muchos.

—¿Quién compró las estatuas?

—Aquí está el
quid
. Ya no me acuerdo. Tenía los recibos y todo, pero los perdí cuando una parte del Ayuntamiento se quemó durante el desembarco de los americanos.

—En la época de la que usted me está hablando, ¿tuvo alguna noticia de la desaparición de dos jóvenes?

El contable sonrió y el director Burgio estalló en una sonora carcajada.

—¿He dicho una idiotez?

—Perdone, señor comisario, pero más bien sí —contestó el director.

—Mire, en 1939, en Vigàta éramos catorce mil personas.

Conservo las cifras en la cabeza —prosiguió Burruano—. Y en 1942, habíamos bajado a ocho mil. Todos los que podían se iban, buscaban refugio provisional en los pueblos del interior, los pueblos pequeños a los que los americanos no atribuían ninguna importancia. En el período entre mayo y junio del 43, quedamos más o menos cuatro mil habitantes, sin contar a los militares italianos y alemanes y a los marinos. Los demás se habían diseminado por el campo, vivían en cuevas, en pajares y en todos los agujeros que encontraban. ¿Cómo quiere usted que tuviéramos noticia de las desapariciones? ¡Todo el mundo había desaparecido!

Los ancianos volvieron a reírse. Montalbano les agradeció la información.

Bueno, algo había conseguido averiguar. La gratitud impulsiva que el comisario había experimentado hacia el contable y el director se convirtió, en cuanto éstos se retiraron, en un arrebato irrefrenable de generosidad del que estaba seguro de que, más tarde o más temprano, se arrepentiría. Llamó a su despacho a Mimì Augello, enmendó ampliamente sus culpas para con su amigo y colaborador, le rodeó los hombros con su brazo, paseó con él por la oficina, le manifestó su «confianza incondicional», le habló con todo lujo de detalles de la investigación que estaba llevando a cabo sobre el tráfico de armas, le reveló el asesinato de Misuraca y le comunicó que había pedido permiso al juez para intervenir los teléfonos de Ingrassia.

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