¿El colon? Pero ¿qué carajo hacía el colon en su costado? El colon no tenía nada que ver con los costados, tenía que quedarse en las tripas. Pero si tenía que ver con las tripas, ¿significaba que —experimentó un sobresalto tan grande, que los médicos se dieron cuenta— a partir de aquel momento y a lo largo de toda su vida tendría que seguir tirando a base de papillitas?
—¿... papillitas? —dijo finalmente la voz de Montalbano. El horror de aquella perspectiva le había reactivado las cuerdas vocales.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el médico jefe, dirigiéndose a sus colaboradores.
—Creo que ha dicho «zapatillitas» —dijo uno.
—No, no, ha dicho «rapiñitas» —terció el otro.
Y se fueron discutiendo entre sí acerca de la cuestión.
A las ocho y media se abrió la puerta y apareció Catarella.
—¿Cómo se encuentra,
dottori
?
Si había en el mundo alguna persona con la cual Montalbano considerara inútil mantener un diálogo, ésta era Catarella. No contestó, se limitó a sacudir la cabeza para dar a entender que iba tirando.
—Estoy aquí de guardia, montando guardia para usted. Este hospital es puerto de mar, la gente entra y sale, va y viene. Podría entrar alguien con malas intenciones para completar el trabajo. ¿Me he explicado?
Se había explicado muy bien.
—¿Sabe,
dottori
? He dado sangre para la transfusión.
Y regresó a su lugar para montar guardia. Montalbano pensó con amargura que le esperaban años muy negros, sobreviviendo gracias a la sangre de Catarella y alimentándose con papilla de sémola.
Los primeros de la larga serie de besos que recibiría en el transcurso de aquel día fueron los de Fazio.
—¿Sabe,
dottori
, que dispara usted como Dios? A uno lo alcanzó en la garganta de un solo disparo, y al otro lo hirió.
—¿Logré herir también al otro?
—Sí, señor, no sabemos en qué parte del cuerpo, pero herirlo lo hirió. Se dio cuenta el
dottore
Jacomuzzi; a unos diez metros del vehículo había un charco rojizo... era sangre.
—¿Han identificado al muerto?
—Claro.
Fazio sacó una hoja de papel del bolsillo y leyó.
—Gerlando Munafò, nacido en Montelusa el 6 de septiembre de 1970, soltero, domiciliado en Montelusa, via Crispi, 43, señas particulares, ninguna.
«La manía del Registro Civil no lo abandona», pensó Montalbano.
—¿Y en qué situación se encontraba con la ley?
—Nada de nada,
dottore
. Carecía de antecedentes penales.
Fazio se volvió a guardar la hoja de papel en el bolsillo.
—Para hacer estas cosas, les pagan como máximo medio millón.
Fazio hizo una pausa; era evidente que tenía que decir algo, pero le faltaba el valor. Montalbano decidió echarle una mano.
—¿Gegè murió en el acto?
—No sufrió. La ráfaga le arrancó media cabeza.
Entraron los demás y hubo montones de besos y abrazos.
Desde Montelusa llegaron Jacomuzzi y el doctor Pasquano.
—Todos los periódicos hablan de ti —dijo Jacomuzzi.
Estaba emocionado, pero no podía disimular una pizca de envidia.
—He lamentado sinceramente no haber podido practicarle la autopsia —dijo Pasquano—. Siento curiosidad por saber cómo está hecho por dentro.
—Yo fui el primero en llegar al escenario de los hechos —dijo Mimì Augello— y, al verte en semejante estado y en aquel lugar, me pegué un susto tan grande que por poco me cago encima.
—¿Cómo te enteraste?
—En el despacho recibimos una llamada anónima que nos informó que había habido un tiroteo al pie de la Scala dei Turchi. Galluzzo estaba de guardia y me llamó enseguida. Y me dijo, además, una cosa que yo no sabía. Que tú, en el lugar donde se habían producido los disparos, solías reunirte con Gegè.
—¿Él lo sabía?
—¡Al parecer, lo sabía todo el mundo! ¡Medio pueblo lo sabía! Ni siquiera me vestí, salí en pijama, tal como estaba...
Montalbano lo interrumpió, levantando una mano cansada.
—¿Tú duermes con pijama?
—Sí —contestó Augello, perplejo—. ¿Por qué?
—Por nada. Sigue.
—Mientras me dirigía corriendo al coche, pedí una ambulancia a través del teléfono celular. E hice muy bien porque estabas perdiendo mucha sangre.
—Gracias —dijo Montalbano, agradecido.
—¡Qué gracias ni qué historias! ¿No habrías hecho tú lo mismo por mí?
Montalbano hizo un rápido examen de conciencia y prefirió no contestar.
—Ah, quería comentarte algo muy curioso —añadió Augello—. Lo primero que me pediste cuando estabas todavía tendido en la arena quejándote fue que te quitara los caracoles que se estaban arrastrando por tu cuerpo. Sufrías una especie de delirio y por eso te dije que sí, que te los iba a quitar... pero no había ningún caracol.
Llegó Livia, le dio un fuerte abrazo y rompió a llorar; se tendió a su lado en la cama todo lo que pudo.
—Quédate así —dijo Montalbano.
Le gustaba aspirar el perfume de su cabello mientras ella mantenía la cabeza apoyada sobre su pecho.
—¿Cómo te enteraste?
—Por la radio. Mejor dicho, fue mi prima la que oyó la noticia. Fue una bonita manera de despertar.
—¿Y qué hiciste?
—Ante todo, llamé a Alitalia y reservé un billete para Palermo; después llamé a tu despacho de Vigàta y me comunicaron con Augello, que fue muy amable y se ofreció a ir a recogerme al aeropuerto. Durante el trayecto me lo contó todo.
—¿Cómo estoy, Livia?
—Estás bien, teniendo en cuenta lo que ha ocurrido.
—¿Estoy destrozado para siempre?
—Pero ¿qué dices?
—¿Tendré que hacer régimen toda la vida?
—Pero usted me ata de pies y manos —dijo sonriendo el jefe.
—¿Porqué?
—Porque se pone a hacer cosas propias de un
sheriff
o, si lo prefiere, de un vengador justiciero nocturno y sale en todas las televisiones y todos los periódicos.
—La culpa no es mía.
—No, no lo es, pero tampoco será mía si me veo obligado a ascenderlo. Tendría que estarse quietecito durante algún tiempo. Por suerte, tardará unos veinte días en poder salir de aquí.
—¿Tanto?
—Por cierto, en Montelusa está el subsecretario Licalzi... Dice que ha venido para sensibilizar a la opinión pública en la cuestión de la lucha contra la mafia y ha manifestado su intención de venir a verlo esta tarde.
—¡No lo quiero ver! —gritó Montalbano, visiblemente alterado.
Era un funcionario que había tenido asuntos lucrativos con la mafia y que ahora se estaba reciclando, con el permiso de la misma mafia, claro.
En ese momento entró el jefe del servicio. Al ver que en la habitación había seis personas, puso mala cara.
—No lo tomen a mal, pero les ruego que lo dejen solo, tiene que descansar.
Empezaron a despedirse mientras el médico le decía a la enfermera, levantando la voz:
—Por hoy se acabaron las visitas.
—El subsecretario se va esta tarde a las cinco —le dijo su superior en voz baja a Montalbano—. Por desgracia, y habida cuenta de la orden del doctor, no podrá entrar a saludarlo.
Ambos se miraron sonriendo.
Pasados unos días, le quitaron el gota a gota del brazo pusieron el teléfono en la mesita de noche. Aquella misma mañana lo visitó Nicolò Zito, convertido en una especie de Papá Noel.
—Te traigo un televisor, una vídeo y un casete. También te traigo los periódicos que han hablado de ti.
—¿Qué hay en el casete?
—He incluido y editado todas las tonterías que yo, los de Televigata y los de otras cadenas de televisión hemos dicho acerca de lo ocurrido.
—¿Hola, Salvo? Habla Mimì. ¿Cómo te encuentras hoy?
—Mejor, gracias.
—Te llamo para decirte que han asesinado a nuestro amigo Ingrassia.
—Lo tenía previsto. ¿Cuándo sucedió?
—Esta mañana. Le descerrajaron un tiro cuando regresaba al pueblo en coche. Dos tipos que iban a bordo de una moto muy potente. El agente que lo seguía trató de prestarle auxilio, pero ya no había nada que hacer.
»Oye, Salvo, mañana por la mañana pasaré por allí. Tienes que contarme oficialmente todos los detalles de tu tiroteo.
Le dijo a Livia que le pusiera la cinta; no sentía mucha curiosidad, sólo quería pasar el rato. El cuñado de Galluzzo en Televigata se abandonaba a una fantasía digna de un guionista de películas tipo «En busca del arca perdida». En su opinión, el tiroteo había sido la consecuencia directa del descubrimiento de los dos cadáveres momificados en la cueva. ¿Qué secreto terrible e indescifrable se ocultaba detrás de aquel crimen lejano? El periodista no se avergonzaba de recordar, aunque sólo fuera de pasada, el triste fin que habían tenido los descubridores de las tumbas de los faraones y lo relacionó con la emboscada sufrida por el comisario.
Montalbano se rió durante un rato hasta que experimentó una punzada en el costado. A continuación, apareció el rostro de Pippo Ragonese, el comentarista político de la misma cadena privada, ex comunista, ex democristiano, ahora destacado exponente del Partido de la Renovación. Sin andarse por las ramas, Ragonese formuló una pregunta: ¿Qué hacía el comisario Montalbano con un propietario de burdel y traficante de drogas, de quien se decía que era amigo? ¿Concordaba tal amistad con el rigor moral que cabía esperar de todo servidor público? «Los tiempos han cambiado», terminaba diciendo severamente el comentarista, «un aire de renovación sacude el país gracias al nuevo gobierno y hay que ir al paso. Las viejas actitudes y las antiguas connivencias tienen que terminar para siempre».
Montalbano, dominado por la furia, experimentó otra punzada en el costado y lanzó un gemido. Livia se levantó de un salto y apagó el televisor.
—¿Cómo puedes fastidiarte por lo que dice este imbécil?
Al cabo de media hora de insistentes súplicas, Livia dio su brazo a torcer y volvió a encender el televisor. El comentario de Nicolò Zito era cariñoso, indignado y racional. Cariñoso hacia su amigo el comisario, a quien enviaba sus mejores deseos de recuperación; indignado porque, a pesar de todas las promesas de los hombres del gobierno, la mafia seguía actuando a su antojo en la isla, sin miramientos, y racional porque establecía una relación entre la detención de Tano el Griego y el descubrimiento de las armas. El autor de aquellos dos importantes golpes asestados contra el crimen organizado había sido Montalbano, quien se había convertido por ello en un adversario peligroso al que había que quitar de en medio al precio que fuera. Se burlaba de la hipótesis según la cual la emboscada había sido una venganza de los muertos profanados. ¿Con qué dinero habían pagado estos a los sicarios?, se preguntaba, ¿quizá con las monedas sin valor que había en el cuenco?
Luego volvía a tomar la palabra el periodista de Televigata, quien entrevistaba a Alcide Maraventano, presentado como un «especialista de lo oculto». El cura secularizado vestía una sotana con remiendos de distintos colores y aparecía en pantalla chupando el biberón. A las preguntas insistentes que pretendían obligarlo a admitir una posible relación entre la emboscada y la presunta profanación, Maraventano, con su maestría de actor consumado, lo admitió y no lo acabó de admitir, dejándolos a todos sumidos en una incertidumbre nebulosa. El casete preparado por Zito terminaba con la grabación del programa político de Ragonese. Sólo que, de pronto, apareció un periodista anónimo para anunciar que aquella tarde su compañero no podría presentarse por haber sido víctima de una brutal agresión. La víspera, unos malhechores le habían propinado una paliza y le habían robado cuando regresaba a su casa tras haber desarrollado su labor en Televigata. El periodista dirigía una dura acusación a las fuerzas del orden que ya no estaban en condiciones de garantizar la seguridad de los ciudadanos.
—¿Por qué Zito habrá querido que veas este fragmento que no guarda ninguna relación contigo? —preguntó ingenuamente Livia, que era del norte y no comprendía ciertas insinuaciones.
Augello preguntaba y Tortorella tomaba por escrito la declaración. Montalbano dijo que había sido compañero de escuela y amigo de Gegè y que la amistad entre ambos se había prolongado a lo largo del tiempo a pesar de que las circunstancias los hubieran colocado en lados opuestos de la barrera.
Quiso que constara en la declaración que aquella noche Gegè había pedido verlo, pero que sólo habían podido intercambiar unas cuantas palabras, apenas algo más que unos saludos.
—Había hecho referencia al tráfico de armas y me dijo que se había enterado por ahí de una cosa que quizá me podría interesar. Pero no tuvo tiempo de decirme qué era.
Mimì Augello fingió creerle y Montalbano pudo explicar con todo detalle las distintas fases del tiroteo.
—Y ahora cuéntame tú —le dijo el comisario a Mimì.
—Primero firma la declaración.
Montalbano firmó, Tortorella lo saludó y regresó a la comisaría.
Augello le dijo que tenía muy pocas cosas que contarle: la motocicleta se adelantó al automóvil de Ingrassia, el que iba atrás se volvió, abrió fuego y listo. El coche de Ingrassia había ido a parar a la cuneta.
—Han querido cortar la rama seca —señaló Montalbano.
Después preguntó con un poco de tristeza, pues se sentía fuera de juego:
—¿Qué piensan hacer?
—Los de Catania, a los que he informado de lo ocurrido, nos han prometido no soltar a Brancato.
—Esperémoslo —dijo Montalbano.
Augello no lo sabía, pero puede que, con su información a los compañeros de Catania, hubiera firmado la condena a muerte de Brancato.
—¿Quién fue?
—¿Quién fue qué? —preguntó Mimì.
—Mira eso.
Accionó el control remoto y pasó el fragmento en el que se daba la noticia de la agresión a Ragonese. Mimì interpretó muy bien el papel de sorprendido.
—¿Y por qué me lo preguntas a mí? Además, eso a nosotros no nos interesa... Ragonese vive en Montelusa.
—¡Pero qué inocente eres, Mimì! Toma, chúpame el dedito.
Y Montalbano le ofreció el dedo meñique, tal como se hace con los niños.
Al cabo de una semana, a las visitas, los abrazos, las llamadas por teléfono y las enhorabuenas les sucedieron la soledad y el aburrimiento. Había convencido a Livia de que regresara junto a su prima de Milán; no había ningún motivo para que desperdiciara sus vacaciones, aunque aún no era el momento de hablar del previsto viaje a El Cairo. Acordaron que Livia bajaría de nuevo a la isla en cuanto Montalbano saliera del hospital, y que sólo entonces éste decidiría cómo y dónde pasar las dos semanas de vacaciones que todavía le quedaban.