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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas

 

Reconocido como uno de los más grandes autores de teatro norteamericano de nuestros días, y guionista y director cinematográfico de éxito y prestigio indiscutible, David Mamet, que también ha entrado con fuerza en el mundo de la narrativa (
Esa gente tranquila
), ganó el
Premio Pulitzer
en 1984 por
Glengarry Glen Rose
.

Mamet recoge en este libro las notas y ensayos que de alguna forma han ido acompañando su carrera de escritor. La corrupción, la libertad, las ciudades, la decoración de las casas, las pequeñas comunidades, las mujeres (y los hombres), la infancia. Un conjunto de escritos, la mayoría inéditos en castellano, que iluminan los horizontes de nuestro tiempo con la clara voluntad de señalar su condición de obra abierta.

David Mamet

Una profesión de putas

ePUB v1.0

minicaja
16.08.12

Título original:
A whore's profession
.

David Mamet, 1994.

Traducción: J. M. Ibeas y J. Mustieles

Diseño portada: minicaja

Editor original: minicaja (v1.0)

ePub base v2.0

Tres citas que vienen muy bien como apoyo: la primera, del Bardo, que hace decir al mismísimo Príncipe de las Tinieblas «…igual que una puta, descargo mi corazón a base de palabras».

La segunda, atribuida a la señora de Patrick Campbell. Una noche, al salir de su teatro, se refugió bajo la marquesina para resguardarse de la lluvia y se encontró al lado de una trotacalles. Siguió la mirada de la muchacha y vio un coche en el que un joven y una chica de clase alta se metían mano con frenesí. La señora Campbell se volvió hacia su vecina y le expresó su simpatía: «Otra gran profesión echada a perder por los aficionados.»

La tercera, de las calles de Chicago: el aforismo «No son los hombres, son las escaleras».

Un cariñoso saludo. Gracias por su interés en mi obra.

D. M.

Agradecimientos

Quiero dar las gracias a Joni Evans y Julie Grau por su interés y preocupación por estos ensayos; y también a mi ayudante Harriet Voyt, por su maravilloso carácter y su ayuda en la preparación de este libro.

LA CABAÑA
Prólogo

Rutland Gate

Conocí a Pat Buckley en mi primer viaje a Londres. Yo acababa de cumplir treinta años y él pasaba de los ochenta.

Íbamos paseando cerca del Parlamento, y él hizo un gesto y me dijo que el despacho de sus abogados estaba cerca de allí: Precisamente yo andaba buscando un abogado y le pregunté cuánto tiempo llevaban aquellos tipos siendo sus abogados. «Unos ciento veinte años», respondió.

Me contó que se acordaba de que, siendo niño, le habían llevado a ver a la reina Victoria. Había ido al colegio con lord Mountbatten; en los años veinte había sido una auténtica figura. En los años setenta, cuando la BBC realizó una retrospectiva sobre el charlestón, mencionaron a Pat como uno de los principales exponentes de este baile, y él mismo habló en la radio sobre el charlestón y el Londres de los años veinte.

Había estado en el MI5 durante la segunda guerra mundial. Y me contó una historia: un amigo suyo, oficial del MI5, viajaba en tren de Londres a Escocia. Iba en un compartimento privado con su asistente, cuando entró un soldado raso y dijo que había otro oficial en el vagón, que parecía un poco raro. El oficial del MI5 dijo que lo llevaran a su compartimento, y así se hizo.

Los documentos del oficial estaban en orden, y no había nada en él que llamara la atención o despenara sospechas. No obstante, algo no parecía encajar del todo.

—Quítese la chaqueta— dijo el agente del MI5, y el oficial se la quitó.

A continuación, le pidió que se quitara la camisa, y después la camiseta, debajo de la cual se veían grandes verdugones, como los que pueden provocar las correas de un paracaídas. Resultó que el tipo era un espía alemán que se había lanzado en paracaídas sobre Inglaterra aquella misma mañana. Fue juzgado y ejecutado.

—Una historia preciosa —dijo Pat—. Podría haber animado las comidas con ella durante toda la guerra, pero, claro, mientras duró la guerra no pude contarla.

Estoy convencido de que aquel oficial del MI5 que iba en el tren era él.

Me pregunto qué habría hecho durante la primera guerra mundial, en la que sin duda combatió, pero de la que nunca quería hablar.

Sé que en los últimos años veinte y durante los treinta escribió libros de viajes, que gustaban mucho a la reina María (me enseñó cartas y una foto dedicada). También en aquella época había recorrido Estados Unidos dando conferencias sobre la Gran Bretaña, y parece que con gran éxito. En su repisa tenía varias fotos de una famosa actriz de cine, con dedicatorias muy íntimas.

Seguimos andando por Knightsbridge. Me llevó a una tienda de decoración para enseñarme algunos materiales. La propietaria era una mujer joven y muy guapa, que le trataba con muchísimo respeto y le llamaba comandante Buckley. Nos detuvimos en el taller de un sastre que le estaba arreglando los trajes. Eran de excelente calidad y bastante viejos, y como había perdido peso, había encargado que le reformaran las chaquetas, convirtiéndolas en cruzadas.

En la sastrería me enseñó una innovación de la que se sentía orgulloso: había hecho que el sastre cosiera un círculo de fieltro rojo de cinco centímetros de diámetro encima de la etiqueta del interior del cuello de su gabardina. Me explicó que en Londres todo el mundo llevaba gabardinas iguales, y que así evitaba líos al pedirla en los guardarropas.

Me pareció una idea estupenda y durante años me propuse, y aún me sigo proponiendo, hacer lo mismo en mis abrigos.

Regresamos a su piso de Rutland Gate y me contó lo siguiente:

Una amiga de una sobrina suya había venido de Estados Unidos a visitar Londres. Fue a su piso, él le preparó algo de comer y, después de marcharse la chica, se dio cuenta de que había desaparecido su reloj de pulsera, que había dejado en el aparador. Me dijo que era un Patek Philippe de platino, que hacía más de cincuenta años que lo tenía y que estaba seguro de que se lo había llevado ella.

En mi siguiente viaje a Londres, cinco años después, Pat me contó otra vez la historia del reloj, como si se lo hubieran robado el día anterior.

El otro día estaba leyendo una revista inglesa muy fina y en la sección de anuncios inmobiliarios vi un bonito piso en Rutland Gate. Había varias fotos del piso y se describían sus características, y yo, que había estado allí en persona, estuve de acuerdo con la descripción. En una de las fotos se veía la repisa de la chimenea, y en ella, la foto de la famosísima estrella de cine.

En fin, nos hemos quedado sin caballeros Victorianos.

Me habría gustado saber más del MI5, de la Gran Guerra y de su aventura con la estrella de cine.

Me habría gustado oírle contar cosas del mundo del cine en los años treinta y saber sí efectivamente fue él quien capturó al espía alemán.

Era un hombre con clase y fue un placer hablar con él. Se me ha ocurrido que, consciente o inconscientemente, me contó la historia del reloj Patek porque temía que yo le robara algo. Me gustaría verlo de otra manera, pero creo que si queremos que la reminiscencia tenga algún valor, tiene que ser exacta.

Un cariñoso saludo,

David Mamet.

El rastrillo

Tuvimos el episodio del rastrillo y tuvimos el episodio de la obra de teatro del colegio, y me parece que los dos tuvieron lugar en la mesa redonda de la cocina.

La mesa no estaba exactamente en la cocina, sino en una zona que llamábamos «el rinconcito», y que justificaba su derecho a esa pequeña dignidad por obra y gracia de una pared que llegaba a la cintura y que la separaba de la zona adyacente, conocida como el cuarto de estar.

La familia comía siempre en el rinconcito. Había un comedor a la derecha, pero, como sucedía con todas las habitaciones así llamadas en aquella época y en aquella región, no se usaba nunca.

La mesa redonda era de hierro forjado, con tablero de cristal. Era el cristal lo que la hacía importante, porque más de una vez, y hasta diría que más de unas cuantas veces, mi padrastro se puso tan furioso que golpeó el tablero de cristal con algún objeto, rompiéndolo y haciéndonos saber así lo mucho que le habíamos sacado de sus casillas.

Y me parece que casi todas las veces que rompía la mesa, fueran las veces que fueran, dejaba en el cristal algún fragmento de sí mismo; y que luego él o su mujer —nuestra madre— se cortaban las manos recogiendo los cristales, y que nosotros los niños teníamos que entender, y entendíamos, que aquellas heridas eran por culpa nuestra.

Así pues, la mesa estaba asociada en nuestras mentes a la idea de sangre.

La casa estaba en una urbanización nueva, en la periferia norte.

La nueva comunidad se había construido sobre los restos de un campo de maíz, y ahora se extendía por los alrededores. Cuando nuestra nueva familia se mudó allí no había más que unas pocas casas terminadas y unas cuantas más en construcción. Casi todas las calles estaban embarradas y exhibían una casa por aquí y otra por allá, con muchos solares vacíos, señalados con estacas blancas.

La casa en la que vivíamos era la casa piloto de la urbanización. La primera vez que la vimos tenía carteles pegados en la fachada y por todo el interior, explicando las diversas comodidades de que disponía. Y tenía césped, cosa que tenían muy pocas casas de la urbanización.

Mi padrastro estaba muy orgulloso del césped, y me encargó a mí y a mi hermana de su cuidado. Una tarde de otoño se nos ordenó rastrillar las hojas.

No sabría decir por qué nos resultaba tan odiosa aquella tarea. Lo único que se me ocurre es que los niños, y yo sobre todo, no nos sentíamos miembros de pleno derecho de aquella familia nueva y recompuesta, y nos disgustaba que se nos asignara el embellecimiento de un hogar que nos parecía feo en todos los aspectos y por el que no sentíamos ni cariño natural ni interés de propietarios.

Íbamos a la nueva escuela secundaria. Bajábamos andando una milla por la carretera de dos carriles, a uno de cuyos lados se encontraba la recién empezada comunidad suburbana, mientras que al otro lado se extendía el campo de maíz.

La escuela era tan nueva como la urbanización, y aún seguía construyéndose durante los tres primeros años de funcionamiento. Una de sus innovaciones era la idea de que la falta de seguridad engendraría honradez; por esta razón, las taquillas se diseñaron y construyeron sin cerradura y sin la posibilidad de instalar candados. Y así tuvimos la consiguiente epidemia de hurtos, y numerosos sermones al respecto por parte de las autoridades de la escuela, pero resulta difícil señalar con orgullo alguna tradición escolar o comunitaria que apoye la idea de que nosotros, los estudiantes, fuéramos a colaborar en este nuevo y utópico método. Íbamos a clase en un edificio sin terminar, en medio de un barrizal situado en medio de un campo de maíz. Nuestros equipos deportivos se llamaban Los Espartanos; y yo jugaba en aquellos equipos, de una incompetencia a tono con su novedad.

Mientras tanto, mi hermana se interesó por la compañía de teatro. Un año después de que yo dejara la escuela consiguió el papel protagonista en una función escolar. Tenía que actuar y cantar, dos cosas para las que poseía talento, y aquello parecía una señal de triunfo para ella en su, por lo demás, poco distinguida y nada disfrutada carrera escolar.

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