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Authors: Brian Lumley

El origen del mal (57 page)

BOOK: El origen del mal
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—Son pensamientos… —dijo.

—¿Pensamientos de quién?

Jazz sintió un estremecimiento en la espina dorsal y notó que se le ponía la carne de gallina.

—Pensamientos de ellos…

Hasta allí llegaban los ecos de unos gritos de pánico; de pronto, una explosión rasgó el silencio de la noche: era una de las granadas de Jazz, que se habían quedado junto a Lardis. Se escuchó un rugido misterioso, bestial, un sonido realmente primitivo.

—¿Qué diablos es eso?

Jazz levantó a Zek en brazos para bajarla del saliente de la roca donde estaba y le dio la espalda para iniciar el descenso.

—¡No, Jazz! —le gritó ella, cubriéndose inmediatamente la boca con una mano. Y añadió—: ¡Oh, no digas nada!

Se oyeron otras explosiones, unos gritos espantosos y a continuación voces que daban órdenes tajantes y perentorias. Después siguió un tumulto de sonidos: ruido de pelea y gemidos de desesperación.

—¡Estaban esperándonos! —dijo Zek en un hilo de voz—. Están Shaithis, sus lugartenientes, un guerrero, todos ocultos en lo más profundo de las rocas. ¡Y hay otros guerreros por aquí!

Algo de enormes proporciones comenzó a descender desde un lugar situado a mayor altura que aquel en que se encontraban. Se estremecía entre la niebla que ondeaba sobre las copas de los árboles y era una sombra oscura que bajaba del cielo a gran velocidad y que arrastraba tras de sí como unos apéndices que arrancaban las ramas más altas de los árboles situados casi exactamente sobre sus cabezas. Además, emitía una especie de rugido.

Jazz cogió la metralleta que llevaba colgada y la cargó.

—Tenemos que ayudar —dijo—. No, yo tengo que ayudar. Tú te quedas aquí.

—¿Es que no lo entiendes? —dijo ella agarrándose a Jazz y deteniéndolo antes de que se pusiera en marcha—. ¡Todo ha acabado! Tú no puedes ayudar. Era un guerrero, uno de tantos. Aunque dispusieras de un tanque y de los hombres necesarios para moverlo seguirías sin poder ayudar.

Mientras Zek hablaba se oyó una última y atronadora explosión y por un momento brilló un resplandor anaranjado a través de aquel biombo formado por los árboles y la niebla. Resonaron muchos gritos, unos gritos humanos que estremecían los nervios y que salían de multitud de gargantas aterradas. Después, dominando un fondo de gritos sofocados, de lamentos, se oyó la estentórea voz de Shaithis que se elevaba por encima del olor de la pólvora y de la niebla:

—¡Buscadlos! Buscad a Lardis y a los habitantes del infierno. En cuanto a los demás, aniquiladlos a todos. Pero no dejéis que los guerreros se den un banquete. Me han herido y ahora me tomo la venganza. Ahora me toca a mí herir y hacer daño. Buscad a la gente que necesito y traédmela.

—¿Qué pasa con las defensas de Lardis? —murmuró Jazz.

—Estaba emboscado —gimió Zek—. Su gente no tiene ninguna posibilidad. Ven, tenemos que huir de aquí.

Jazz, entre la espada y la pared, hizo rechinar los dientes y volvió la cabeza a uno y otro lado.

—¡Por favor, Jazz! —dijo Zek insistiéndole—. Nosotros tenemos que salvar nuestras vidas…, si podemos.

Como no podían bajar, comenzaron a subir, pero…

Pero antes de que pudieran dar dos pasos se oyó un ronco jadeo que subía desde abajo, unos sonidos ásperos que procedían de la maleza. Jazz y Zek, con el rostro lívido, retrocedieron para refugiarse en la sombra de la roca y se quedaron mirándose mutuamente. Entre los árboles apareció una figura tambaleante que se agarró al pie de la roca, avanzando a empellones de un tronco a otro. Jazz murmuró al oído de Zek:

—¿Un Viajero?

El rostro de Zek reflejaba la tensión provocada por la concentración. Aquel jadeo era ahora más audible y parecía presa del miedo, era casi un lamento. Jazz pensó que tenía que tratarse forzosamente de un Viajero. Dejó que la figura tambaleante se acercase un poco más y salió de su escondrijo y la agarró. Al mismo tiempo oyó que Zek le hacía una advertencia mediante un siseo.

—¡No, Jazz! Es…

Sí, era Karl Vyotsky, que parecía aprovechar la única oportunidad que le quedaba de escapar o simplemente de huir de aquel horror que estaba ocurriendo abajo.

Los dos hombres se reconocieron mutuamente al mismo tiempo y se miraron con los ojos abiertos de par en par. Vyotsky abrió la boca absolutamente atónito y, cogiendo el arma, aspiró una intensa bocanada de aire, como si se dispusiese a lanzar un potente grito que no llegó a proferir. Jazz le dio un culatazo en el cuello con la metralleta, intentó darle un puntapié pero le falló el gesto y le propinó un sonoro bofetón en plena cara. La cabeza de Vyotsky vaciló sobre los hombros y se venció hacia atrás, como si hubiera perdido el equilibrio, probablemente inconsciente, derribado entre las zarzas y la maleza veladas por la niebla. La neblina que se levantaba del suelo lo fue cubriendo lentamente hasta que desapareció de la vista.

Jazz y Zek escucharon conteniendo el aliento, incapaces de reprimir los potentes latidos de su corazón. Lo único que percibían eran unos gritos roncos e interminables que venían de abajo, un inmenso griterío, crujidos, lamentos inconexos. Y enseguida se pusieron nuevamente a trepar.

Forzaban sus músculos doloridos hasta el límite del esfuerzo y por fin llegaron al mismo nivel de la bóveda que coronaba la roca y se encaramaron en ella, echaron a correr con la niebla hasta la cintura y entre las zarzas punzantes donde el terreno se hacía algo más llano. Después volvieron a trepar, sin atreverse todavía a jadear demasiado, con el corazón y los pulmones al borde del agotamiento, mientras con las piernas entumecidas y los brazos exhaustos se abrían paso a través del follaje. Pero los ruidos que llegaban de abajo iban apagándose gradualmente, al tiempo que tanto los árboles como la niebla empezaban a aclararse.

—Una niebla provocada por los vampiros —dijo Zek jadeante—. Son ellos los que la causan, pero no me preguntes cómo. Si lo hubiera sabido, hubiera tratado de escucharlos con la mente. Pero ellos sabían de mi presencia y estaban protegiéndose. Lobo lo sabía, creo. Y ahora que lo pienso, ¿dónde está Lobo?

Pero Zek no tenía por qué preocuparse, porque el animal estaba pegado a sus talones igual que un perro fiel.

—Ahórrate las palabras —refunfuñó Jazz— y sigue trepando.

—Pero es que si los hubiera oído, podría haberte advertido. Si no hubiera estado tan cansada… Y si…

—Pero tus pensamientos estaban centrados en otras cosas. Eres humana, Zek, no te eches las culpas. En todo caso, si tienes que echar las culpas a alguien, échamelas a mí.

Jazz la arrastró hacia un reborde de pizarra que formaba parte de la superficie resbaladiza de una roca. Habían atravesado la barrera de árboles y se dirigían a los peñascos, al pie de las montañas. Como la niebla se había dispersado, ahora podían ver un resplandor anaranjado que iba desvaneciéndose por la parte sur. Era el sol y ya se había puesto. Después de la puesta de sol ya no había ningún lugar seguro. Por lo menos la luz diáfana de las estrellas iluminaba su camino y guiaba sus pasos.

El reborde era ancho, pero estaba un poco inclinado hacia afuera y se prolongaba en dirección hacia arriba, retorcido y abrupto. Desde muy abajo llegaban todavía los ecos del griterío y parecía que la niebla se hubiera quedado suspendida en las profundidades, pero ahora ya no eran propiamente gritos lo que se oía, sino sobre todo las llamadas de monstruos buscadores y las respuestas de sus seguidores. Después…

Zek tuvo un sobresalto y exhaló un profundo suspiro que era más bien un jadeo, fruto del terror.

—Es Vyotsky…, nos viene siguiendo —dijo Zek—. Y Shaithis no le anda muy lejos.

—¡No digas nada! —dijo Jazz agarrándola con fuerza—. ¡Ssss!

Se pusieron a escuchar, otearon a su alrededor. Abajo, en el mismo borde marcado por la línea de árboles, la niebla se dividía y en medio de ella apareció Vyotsky. Vieron que miraba a derecha e izquierda, pero no hacia arriba, y que se dirigía a la base de los acantilados. Quizá se figuraba que habían dado un rodeo, cosa que posiblemente habrían debido hacer. De todos modos, ahora nadie podría sorprenderlos en aquel reborde donde estaban.

Jazz apuntó con la metralleta, pero frunció el entrecejo y la bajó.

—No estoy seguro de poder darle —murmuró—. Estos artilugios son para la lucha en lugares cerrados o para la calle. Además, se oiría el disparo.

Nuevamente volvió a formarse un claro entre la niebla y apareció en él la figura de Shaithis cubierta con una capa. No miraba a derecha ni a izquierda, sino que tenía la cabeza erguida, inclinada un poco hacia atrás, para observar directamente a los fugitivos. Sus ojos resplandecían como pequeños focos bajo las estrellas.

—¡Ahí están! —gritó el vampiro señalándolos con el dedo—. Están en aquel saliente de la roca, debajo del acantilado. ¡A ellos, Karl! Y si quieres ser mi hombre, no me dejes atrás…

Mientras Shaithis se deslizaba hacia adelante, Vyotsky desapareció de la vista, metiéndose en las escarpaduras del acantilado. Jazz y Zek oyeron que alguien había resbalado sobre el suelo de pizarra y también pudieron escuchar el taco que había soltado Vyotsky. Ahora estaba en el reborde y acababa de descubrir lo resbaladizo que era.

—¡Muévete! —dijo Jazz—. ¡Rápido! ¡Sube! Y esperemos que este reborde lleve a alguna parte. ¡A cualquier parte! ¡Reza para que así sea, Zek!

Pero si Zek rezó, sus oraciones no fueron escuchadas. Allí donde el acantilado estaba cortado y giraba bruscamente sobre sí mismo, el reborde se estrechaba y quedaba reducido apenas a medio metro. En la zona donde estaba cortado, que tenía la forma de una «V», había quedado libre una grieta, que se inclinaba hacia afuera sobre vertiginosas profundidades. Detrás de dicha grieta se habían acumulado unos guijarros que formaban el suelo de una cueva. Las estrellas brillaban sobre el reborde, pero en lo hondo de la cueva había una negrura que parecía tinta.

Ahora Shaithis también estaba en aquel reborde y las órdenes que daba retumbaban con fuerza:

—Karl, los quiero vivos. A la mujer, por lo que pueda hacerme; al hombre, por lo que ya me ha hecho.

Recorriendo el margen del reborde en dirección a la grieta y a la caverna situada tras ella, Jazz preguntó a Zek:

—¿Por qué no ha solicitado Shaithis más ayuda?

—Probablemente porque está seguro de no necesitarla —refunfuñó.

Mientras hablaba, una esquirla de roca fue a parar debajo de los pies de Zek y la hizo resbalar. Las piernas y la parte inferior de su cuerpo se inclinaron hacia un lado, sobre el espacio abierto. Jazz soltó el arma, que quedó pendiente de la correa, y agarró a Zek por la mano que había quedado sin asidero. Al hacerlo, Jazz cayó de rodillas y, con la mano que le quedaba libre, arañó la roca buscando un sitio al que agarrarse. Por fortuna sus dedos asieron una poderosa raíz en el momento en que la muchacha se desplomaba sobre él con todo su peso.

Zek había quedado ahora colgando en el aire, sostenida únicamente por el codo que tenía afianzado en el borde del saliente. Todo el resto de su cuerpo se zarandeaba, agitando las piernas en el aire. La única estabilidad que tenía a su alcance era la que podía ofrecerle Jazz.

—¡Oh, Dios mío! —sollozó—. ¡Dios mío!

—¡Encarámate! —le gritó Jazz haciendo rechinar los dientes—. Procura no hacer demasiada fuerza sobre mí. Apóyate en los codos. Impúlsate hacia arriba, por el amor de Dios.

Zek hizo lo que Jazz le ordenaba y puso en juego todas sus fuerzas para encaramarse sobre el reborde y colocarse delante de Jazz. Éste la agarró por el cinturón y la izó rudamente sobre la roca.

—Ahora, a gatas —le dijo—, no te pongas de pie o de lo contrario volverás a caerte. Hemos de intentar meternos por esa grieta…

¿Y después qué? Pero se negaba a pensar en lo que podía suceder después.

Zek pudo trepar hasta la ladera cubierta de guijarros que estaba debajo del saliente y, una vez allí, se dejó caer boca abajo, con los brazos y piernas totalmente abiertos, al tiempo que hundía los dedos en los fragmentos de roca y se afianzaba en ellos. Jazz se agachó, rodeó su cuerpo con el brazo y la arrastró hacia él.

—Tenemos que meternos en algún sitio, de lo contrario… —murmuró Jazz.

¡Ching!, se oyó de pronto, de manera perfectamente clara, detrás de ellos.

Jazz se volvió y vio a Vyotsky, que asomaba por detrás de un ángulo de la roca. Sus labios crueles descubrieron sus dientes al apuntar con su metralleta a la pareja que andaba persiguiendo. Pero detrás de él se oyó la voz de Shaithis que le advertía:

—¡Vivos, Karl! ¿Me has oído?

La voz de Shaithis había sonado mucho más cerca y los ojos de Vyotsky todavía se habían abierto más a causa del miedo. Al volver la vista atrás, Jazz aprovechó la ocasión para dirigir su arma hacia Vyotsky y apretó el gatillo. ¡Al diablo el silencio!

Se oyó el castañeteo del arma y toda una retahíla de balas salieron zumbando para estrellarse en la roca igual que abejas metálicas, proyectando esquirlas a la cara de Vyotsky. Éste, instintivamente, devolvió el tiro y una bala certera arrancó el arma de las manos de Jazz y la envió en rápida rotación al fondo del abismo. Al serle arrancada violentamente la correa del hombro, sólo la grieta en la roca donde se sujetaba le impidió ir detrás del arma.

Zek se agarró con fuerza a Jazz y se quedaron los dos abrazados.

Pero entonces de la sombra salió una voz helada que dijo:

—Acercaos.

Debajo del reborde de la roca, en el interior de la cueva, había una figura alta, delgada, envuelta en una capa. Era un hombre y llevaba el rostro cubierto con una impasible máscara dorada a la que la luz de las estrellas arrancaba destellos. Jazz pensó que aquel personaje parecía el Fantasma de la Ópera.

—¿Quién…? —dijo con voz entrecortada.

—¡Rápido! —dijo el recién llegado—, si queréis conservar la vida.

—¡No os mováis! —gritó Vyotsky, pero Jazz y Zek ya estaban obedeciendo al desconocido.

Al entrar en la cueva para ir a su encuentro, éste les salió al paso para recibirlos. Vyotsky lo vio y, a causa de la capa que llevaba, el ruso al primer momento se figuró que era uno de los lugartenientes de Shaithis.

El desconocido tendió una mano urgente a la pareja y se abrió la capa como para protegerlos con ella, al tiempo que los atraía hacia sí.

Hasta aquí Vyotsky lo vio todo, pero al momento siguiente… el enorme ruso parpadeó y con la mano que tenía libre se restregó furiosamente los ojos. Habían desaparecido, ¡habían desaparecido los tres! No había visto que se metieran en la cueva.

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