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Authors: Brian Lumley

El origen del mal (38 page)

Lardis no solía hacer la guerra contra los Viajeros que rendían tributo a los wamphyri, prefería más bien mantenerse fuera de su camino. No obstante, si querían hacer la guerra contra él, siempre estaba dispuesto a ello. Sus hombres, e incluso muchas de sus mujeres jóvenes, estaban muy bien preparados y eran luchadores formidables; eran expertos en emboscadas, celadas, combates cuerpo a cuerpo y en el uso de todo tipo de armas. En las pocas ocasiones en que algunos forasteros habían tratado de realizar incursiones contra ellos, habían sido severamente castigados, por lo que, durante los cinco años de su liderazgo, se había propagado la leyenda de que no era un hombre con el que se podía andar con bromas. Estaba dispuesto a aceptar pequeños grupos para engrosar su tribu pensando en su propio bien, pero no tenía la más mínima intención de amalgamarse con contingentes muy grandes. Su lema era: la seguridad está en las dimensiones medianas. No ser tan numerosos que despertasen el interés de los wamphyri, ser lo suficientemente móviles para confundirlos y algo agresivos para disuadirlos de posibles incursiones. Hasta entonces, por lo menos, estos factores habían permitido que el resultado operara con eficacia.

Pero el esceptismo de Lardis (por no decir el desprecio) respecto a la superioridad de los wamphyri y su actitud contraria a la pacificación no eran las únicas razones de su éxito. Estaba al corriente, como es lógico suponer, de la superioridad puramente física y táctica de los señores de los vampiros —sabía de su fuerza y de su crueldad, del espantoso terror de sus bestias de guerra, de la eficiencia discreta y rápida de sus espías, de los grandes murciélagos y de la movilidad de sus criaturas voladoras—, pero también estaba al corriente de sus debilidades y sabía aprovecharse de ellas.

Únicamente podían realizar incursiones de noche, generalmente durante el período de calma pasajera que precedía o anunciaba alguna de las interminables guerras de los vampiros —a fin de secundar sus esfuerzos bélicos o coadyuvar a complementar su disminuida capacidad, como a veces ocurría—, e invariablemente terminaban sus incursiones en una carnicería. No eran muy propensos a pasar mucho tiempo en la Tierra del Sol, pues cuando se ausentaban no sabían nunca qué estarían llevándose entre manos sus enemigos de la Tierra de las Estrellas. ¡Los nidos de águilas habían podido ser ocupados mientras sus verdaderos señores hacían incursiones por tierras extrañas! Lardis sabía igualmente que los wamphyri rara vez hacían incursiones al oeste del desfiladero: la mayoría de las tribus, y especialmente las que estaban subordinadas a los wamphyri, habitaban en el este. ¿Por qué, entonces, debían buscar sus presas en el oeste cuando abundaba la oferta en el este? Un hecho era evidente: que pese a la tan cacareada arrogancia de los wamphyri, la verdad es que eran unos seres que tendían a la pereza. Cuando no guerreaban entre sí o se dedicaban a hacer incursiones, hacían planes para futuras guerras, no hacían nada o dormían. Esto también constituía una debilidad. Lardis Lidesci apenas dormía y, cuando se ponía el sol, descansaba a base de echar breves cabezadas.

Otra debilidad de los wamphyri era ésta: que aun cuando era difícil matarlos, podían morir, y de hecho morían. Lardis sabía cómo podían morir. Pero la muerte era muy diversa. Podían morir a manos de otro vampiro, esto era posible. Aunque a regañadientes, el orgullo de los wamphyri permitía esta posibilidad. Lo que sí era totalmente imposible es que se produjese a manos de un modesto Viajero. ¿Qué gloria les reportaría? ¿Quién tendría en cuenta el hecho? ¿Valdría la pena que una vida terminara de aquella manera? Lardis no había matado a ningún señor de verdad, pero por dos veces se ocupó de llegar a ese nivel final del poder de un vampiro.

Fueron los hijos y los lugartenientes de Lesk el Glotón los que pensaron atacarlo al alba, antes de la salida del sol, cuando él estuviera desprevenido y a punto de salir de la caverna que era su refugio, pero Lardis no conocía el significado de la palabra «desprevenido».

Tuvo que atravesar al vampiro con una estaca de madera, decapitarlo, quemar su cadáver… y ya estaba muerto. Sin embargo, Lardis quiso sentar un precedente con los compinches de Lesk: los ató a una estaca desde la salida del sol, que los fue cociendo lentamente, provocando un griterío ensordecedor. Otros líderes de los Viajeros podían verse metidos en dificultades a la hora de terminar con los vampiros, no Lardis. Los wamphyri acabaron por conocer su nombre e incluso por respetarlo. Como podía vivir durante siglos, es decir, era prácticamente inmortal, Lesk no consideraba prudente levantarse contra un Viajero como Lardis, que estaba en condiciones de reducir a nada la vida de los vampiros tan rápidamente y con tanta crueldad y que, si se le presentaba la oportunidad, no dejaba de hacerlo.

Estaba después el miedo que los wamphyri tenían a la plata, metal que era un veneno para sus sistemas y que tenía la misma función que el plomo en los hombres. Lardis había descubierto una pequeña mina de ese raro metal en las colinas occidentales y ahora las puntas de sus flechas eran de plata. Además, embadurnaba sus armas con el jugo de la raíz de
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, cuyo olor a ajo provocaba una parálisis parcial en los vampiros, amén de interminables vómitos y de unos desórdenes nerviosos generales que se prolongaban durante días. Si la hoja de una arma tratada con
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hacía una herida en la carne de un wamphyri, el miembro contaminado tenía que ser cortado y crecía otro en su sitio.

No era tanto que estas cosas fuesen secretas o conocidas únicamente por la tribu de Lardis —de hecho, todos los Viajeros estaban enterados de ellas desde tiempo inmemorial—, sino más bien que Lardis se atrevía a usarlas en defensa de su gente. Los wamphyri habían prohibido a todos los Viajeros el uso de espejos de bronce, plata y
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so pena de espantosas torturas y de la muerte, pero a Lardis le importaba un bledo. Él era un hombre que ya estaba marcado y es de todos sabido que los hombres sólo mueren una vez.

Así pues, éstas eran algunas de las cosas que influían en la manera como Lardis gobernaba su tribu y en su decisión de mantenerla segura al oeste del desfiladero que se abría entre las montañas, si bien había todavía otro elemento que jugaba a su favor y que confirmaba sus medidas de sentido común. Y era éste: que en algún lugar de los picos occidentales, en un valle pequeño y fértil, vivía aquel que temían los wamphyri y al que había dado el nombre de El-Habitante-de-su-Jardín-del-Oeste. La leyenda del Habitante era el motivo principal de que Lardis se hubiera ausentado esta vez. Era evidente que había estado buscando nuevas rutas y lugares abrigados para su tribu (de hecho, había descubierto varias), pero en realidad había tratado de localizar al Habitante y había llegado a la conclusión de que lo que era malo para los wamphyri tenía que ser bueno para la tribu de Lardis el Viajero. Por otra parte, ya hacía bastantes años que circulaba el rumor de que el Habitante ofrecía refugio a todo aquel que tuviera suficiente arrojo para encontrarlo. En cuanto a Lardis, la solución para él no era encontrar refugio, aunque ciertamente habría sido una gran cosa dar con un lugar permanente y seguro para su tribu; sin embargo, si el Habitante tenía poder suficiente para desafiar a los wamphyri… eso era ya razón suficiente para tratar de encontrarlo. Lardis aprendería de él y, gracias a los nuevos conocimientos adquiridos, podría mantener una lucha permanente contra sus enemigos vampiros.

Por tanto, lo había buscado… y lo había encontrado.

Ahora había regresado de aquella búsqueda a tiempo para salvar a Zekintha, la mujer procedente de la Tierra del Infierno, de la traición que le había preparado Arlek. Zekintha… y el recién llegado, cuyas habilidades en la lucha habían sido ponderadas con una reverencia rayana en el pavor por las víctimas de Arlek. En una lucha cuerpo a cuerpo y sin la intervención de sus partidarios, Arlek no habría tenido ninguna posibilidad frente a Jazz, y si había algo que sedujese a Lardis Lidesci era un buen luchador… aunque no jugara limpio.

Lardis, que los vio llegar a través del cañón, se adelantó a recibirlos. Rodeó a Zek con sus fornidos brazos y la besó en la oreja derecha.

—¡Derriba las montañas! —le gritó a modo de saludo—. Estoy contento de que estés bien, Zekintha.

—¡Mas o menos! —respondió ella, casi sin aliento—. En todo caso es gracias a él —dijo indicando con la cabeza a Jazz.

Éste, agotado y casi sin poder andar, como si acabara de realizar un trabajo superior a sus fuerzas, devolvió el ademán a Zek e inmediatamente después dirigió una mirada al cañón, que ahora aparecía bañado en la media luz del crepúsculo. Los hombres y los lobos se movían de un lado para otro entre las sombras proyectadas por los peñascos y el ruido que hacían, unido al rumor de su charla, era música para los oídos de Jazz. En un revoltillo de piedras planas situadas junto a la pared occidental ardía una gran hoguera, de la que se elevaba una negra columna de humo que subía casi verticalmente en medio del aire tranquilo. Jazz supuso que era la pira funeraria de Arlek.

A una distancia de unos cien metros más hacia el sur, el paso se desviaba un poco hacia el este y a partir de allí se iniciaba una bajada que conducía al pie de las colinas de la Tierra del Sol, invisibles desde allí. Los rayos del sol, declinando lentamente en el horizonte, incidían con fuerza en el último tramo del desfiladero, se reflejaban en la pared occidental del cañón e iluminaban sus salientes y despeñaderos. Desde las alturas, ágiles como cabras, bajaban media docena de Viajeros, que a modo de escudo llevaban espejos en sus hábiles manos, dirigiendo con ellos los rayos del sol hacia las tenebrosas profundidades de la garganta que se extendía hacia el norte. Jazz frunció el entrecejo al ver acercarse al primero de los que llevaban los espejos. ¿Era realmente de vidrio aquel gran espejo ovalado que llevaba el nombre? ¿Tenían verdaderamente a su disposición los Viajeros el conocimiento de aquella tecnología?

Lardis vio que Jazz se despojaba de su ropa de combate y después se acercó a él sonriendo y tendiéndole la mano derecha. Al ir a darle la mano, Jazz se dio cuenta de que le agarraba el antebrazo, al igual que Lardis el suyo. Era el saludo propio de un Viajero.

—Vienes de la Tierra del Infierno —le dijo Lardis—. ¿Cómo te llamas?

—Michael Simmons —respondió Jazz—, pero los amigos me llaman Jazz.

Lardis volvió a mover la cabeza haciendo un gesto afirmativo.

—Bien, entonces te llamaré Jazz… de momento. Todavía me falta tiempo para decidirme sobre ti. He oído rumores acerca de otros habitantes del infierno como tú que se quedan con los wamphyri y trabajan con ellos como hechiceros.

—Como puedes ver —le dijo Jazz—, no soy de ésos. Y me parece que no debe de haber ningún habitante de la Tierra de los Infiernos que se quede con los wamphyri por gusto.

Lardis llevó a Jazz aparte y lo condujo a un lugar donde un grupo de hombres permanecían sentados, con aire acongojado, sobre unas piedras. Estaban con la cabeza agachada y a su alrededor había un grupo de hombres de Lardis que los custodiaban. Los que estaban sentados habían sido seguidores de Arlek, y Jazz reconoció varias caras entre ellos. Cuando Jazz y Lardis se les acercaron, los cautivos todavía bajaron más la cabeza. Lardis les riñó y dijo:

—Arlek os habría entregado a lord Shaithis de los wamphyri, pero era un gran cobarde y ambicionaba la jefatura de la tribu. ¿Has visto aquella hoguera?

Jazz asintió con un gesto:

—Zek me ha dicho qué harías —dijo.

—¿Zek? —dijo Lardis mientras la sonrisa se desvanecía de su rostro—. ¿Ya la conocías antes? ¿Es que has venido para llevártela contigo?

—No, he venido porque me han obligado —respondió Jazz—, no he venido a buscar a Zek. Había oído hablar de ella, pero no nos conocíamos y ha sido aquí donde nos hemos visto por vez primera. En nuestro mundo pertenecemos a grupos de gente que… no son amigos.

—Pero aquí sois habitantes de la Tierra de los Infiernos, gente extraña en un mundo extraño… y eso os acerca.

Lo que acababa de decir Lardis era exacto.

Jazz se encogió de hombros y dijo:

—Supongo que así es.

Después, mirándole directamente a la cara, dijo a Lardis:

—¿Quieres hacer de Zek materia de discusión?

La expresión de Lardis no cambió y se limitó a decir:

—No, es una mujer libre. Yo no tengo tiempo para entretenerme en cosas pequeñas. Todas mis preocupaciones se centran en la tribu. Había pensado cosas con respecto a Zekintha…, pero ella sería para mí una distracción que no me puedo permitir. De todos modos, más que una esposa, creo que en ella puedo tener una compañera y una consejera. Además, ella viene de la Tierra de los Infiernos y un hombre no debe acercarse nunca demasiado a algo que no puede entender.

—Ese sitio que llamas la Tierra de los Infiernos es muy grande y en él hay gentes de culturas muy diferentes. Es un lugar extraño, pero no el infierno que imaginas.

Lardis enarcó las cejas y se quedó pensando en lo que Jazz acababa de decirle.

—Zekintha dice aproximadamente lo mismo —dijo—, me ha hablado mucho de ese mundo, me ha dicho que en él hay armas más grandes que todas las bestias de guerra de los wamphyri juntas, que hay un continente de gente negra que muere por millares de enfermedades y de hambre, que hay guerras en todos los rincones, hombres que luchan contra hombres, máquinas que piensan, corren y vuelan y que todo está lleno de fuego y de humo, que hay un ruido ensordecedor. Para mí, eso es el infierno.

Jazz se echó a reír a mandíbula batiente.

—Dicho de esa manera parece que tengas razón —dijo.

Había cogido la metralleta y se la había ajustado al hombro. Lardis miró el arma y dijo:

—¿Es tu… arma? Igual que la de Zekintha. Un día mató un oso con ella. El oso quedó con más agujeros que una red de pescar. Ahora está rota, pero ella sigue llevándola encima.

—Se puede reparar —dijo Jazz— y yo se la repararé así que tenga un poco de tiempo. Tu gente entiende de metales. ¿Cómo es que no se la han reparado?

—Porque les da miedo —hubo de admitir Lardis—. Y a mí también me lo da. Esas armas meten mucho ruido.

Jazz indicó con la cabeza que estaba de acuerdo.

—Pero el ruido no mata a los wamphyri —dijo.

Lardis, al escuchar aquellas palabras, se excitó igual que un niño.

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