Authors: Brian Lumley
—¿Zek? —la llamó sin aliento al cabo de un momento—. ¿Estás bien?
Salió muy nerviosa de su escondrijo, sacudiéndose el polvo bajo un rayo de luz donde se encontraron los tres —hombre, mujer y lobo—, iluminados por él.
—Estoy perfectamente —dijo Zek, aunque su voz era temblorosa.
Jazz bajó el arma y fue corriendo hacia ella. Zek se arrojó en sus brazos. El la acogió con un gesto normal y después la abrazó con fuerza, sintiéndose tranquilo tanto por él como por ella. El encuentro con los wamphyri impresionó extraordinariamente a Jazz y ésta era una reacción natural. Así hubo de decírselo a sí mismo.
Zek permaneció unos momentos en brazos de Jazz, después se liberó de ellos y le protegió los ojos con las manos como amparándole contra la luz que los iluminaba desde las alturas del desfiladero situadas hacia la parte oeste.
—Estamos en plena luz —dijo ella.
Sin perder más tiempo, Jazz se dirigió a sus macutos y sacó otro cargador para el arma. Lo encajó en la metralleta, se sentó y rompió unas cajitas de cartón que contenían municiones para recargar los cargadores vacíos. Esto formaba parte de su entrenamiento. Mientras estaba ocupado, preguntó:
—Parece que nos han rescatado. ¿Quiénes eran? ¿Amigos?
Como respuesta a sus palabras, se oyó un grito que procedía de las alturas y cuyos ecos llegaron hasta ellos.
—Zekintha… ¿eres tú? ¿Todo va bien?
Era una voz llena de ansiedad, tensa como el cuero de un tambor.
—¡Lardis Lidesci! —dijo ella con un suspiro. Y dirigiéndose a Jazz, continuó—: Sí, hemos sido rescatados. No tengo nada que temer de Lardis… ¡a no ser al propio Lardis! Le gusto un poco… eso es todo, pero puedes tener la seguridad de que es una buena persona.
A continuación, ahuecando las manos junto a la boca, gritó:
—¡Lardis, estamos perfectamente!
—Venid siguiendo el desfiladero —dijo con una voz que volvió a arrancar ecos a las montañas—. Aquí no estáis seguros.
—¡Vaya cosa nos dice! —dijo Jazz refunfuñando.
Y terminando de cargarse todos los paquetes, añadió:
—¡Ayúdame a llevar todo esto!
Cuando volvieron a emprender el camino hacia el sur, vieron varios espejos que brillaban en la pared occidental, donde la puesta de sol tenía aquellos peñascos del color del oro fundido. Los destellos dorados de luz iban bajando lentamente y de vez en cuando se distinguían pequeñas figuras humanas recortadas contra el cielo. Desde el lecho del desfiladero llegaba el cascabeleo distante de los gitanos y hasta ellos el jadeo de los corredores al aproximarse a Jazz, a Zek y a Lobo. Sombras huidizas se transformaron en perfiles de hombres vestidos a la manera de los Viajeros. El ansia se reflejaba en sus rostros. No eran hombres pertenecientes a la cuadrilla de Arlek, sino rostros que resultaban nuevos para Jazz. Sin embargo, Zek los conocía y, suspirando aliviada, dijo:
—¡Ah, sí, ahora ya estamos seguros!
Jazz pensó si también él debía de estar a salvo, puesto que no sabía qué iba a pensar de él Lardis Lidesci.
Desde una distancia de kilómetro y medio o más en dirección al sur llegaron los ecos de unos gritos estridentes, que se interrumpieron al alcanzar el punto culminante de un crescendo de terror. Después reinó el silencio y aletearon unas ramas distantes, que quemaban con fulgores amarillos y anaranjados.
Caminando cansinamente junto a Zek —con los corredores de Lardis en los flancos instándolos a que avanzaran más aprisa y Lobo siguiéndolos al trote en la sombra— Jazz dijo:
—¿Qué imaginas que puede haber ocurrido?
El rostro de Zek estaba muy pálido.
—Supongo que Lardis ha hecho un trato con Arlek —respondió Zek.
—¿Que ha tratado con él?
Zek asintió con la cabeza.
—Arlek era ambicioso, cosa que de hecho no es ningún crimen, pero además era un traidor… y un cobarde. Quería llegar a un acuerdo con los wamphyri a expensas de los demás, a sus expensas. Lardis ya le había hecho varias advertencias en diferentes ocasiones. Ya no tendrá que volver a hacérselas.
—Quieres decir que lo ha matado, ¿verdad? —dijo Jazz asintiendo con la cabeza—. Aquí saben hacer justicia.
—Este mundo es muy duro —expuso Zek.
En la cabeza de Jazz seguían resonando los gritos de Arlek.
—¿Cómo lo habrá matado Lardis?
Zek dejó vagar la mirada a lo lejos.
—El castigo es proporcional al crimen —respondió—. Me figuro que Arlek habrá tenido la muerte de un vampiro: una estaca clavada en el corazón y después habrá sido decapitado y quemado.
—¿Ah, sí? —preguntó Jazz escuchando atentamente y volviendo a asentir con la cabeza—. Quieres decir que de este modo su muerte es absolutamente segura, ¿verdad?
En la respuesta de Zek no había ni la más ligera huella de humor.
—Exactamente, es para quedar absolutamente seguros de que ha muerto. Has de saber, Jazz, que los vampiros son difíciles de matar.
Jazz asintió con un gesto y pensó que la mujer tenía una gran sangre fría.
—No, no es verdad —le dijo ella oprimiéndole con fuerza la mano entre las suyas—. Lo que pasa es que hace más tiempo que tú que estoy aquí…
Lardis Lidesci no era como Jazz esperaba. Tenía una altura aproximada de un metro setenta y cinco, una abundante cabellera y unos brazos largos que le colgaban flaccidos, como los de Jazz. Su constitución física se parecía más a la de un rinoceronte que a la de un gato, como en el caso de Jazz. Era joven —tres o cuatro años más joven que Jazz— y, sorprendentemente para su figura fornida, era extremadamente ágil. La agilidad de Lardis no sólo era física, su inteligencia se hacía patente en cada uno de los rasgos de su faz morena, extremadamente expresiva y con múltiples pliegues, algunos provocados por su costumbre de reír a menudo. El rostro redondo de Lardis era abierto y franco, enmarcado por una cabellera oscura y alborotada, tenía unas cejas pobladas e inclinadas, una nariz aplastada y una gran boca de dientes fuertes e irregulares. En sus ojos castaños no había malicia; generalmente estaban risueños, pero en ocasiones se sumían en profundos pensamientos. En la Tierra que Jazz y Zek habían dejado atrás habría podido ser un luchador profesional, ya que tenía ese aspecto. Entre sus gentes, en el medio gobernado por los vampiros que se extendía al otro lado de la Puerta, era un jefe natural, y una gran parte de sus quinientos hombres, su tribu, lo seguían por doquier sin rechistar. Arlek había constituido una rara excepción, lo que demostraba el peso de la autoridad de Lardis…, pero Arlek ya no existía.
Desde que heredó de su padre el cargo de jefe cinco años atrás, cuando el viejo Lidesci quedó imposibilitado a causa de la artritis, Lardis consiguió mantener a sus Viajeros libres y seguros frente a la permanente amenaza de los wamphyri. Así pues, la tribu creció y se expandió al absorber otros grupos gitanos más pequeños. Aunque aquella tribu no era tan numerosa ni tan fuerte como otras tribus orientales, la gente de Lardis se sentía segura, lo que causaba la envidia de todos los Viajeros. Desde que se convirtió en líder, los wamphyri no habían vuelto a hacer ninguna incursión entre sus gentes. Las razones de aquella actitud eran varias.
Una de ellas derivaba de la diferencia tan marcada que existía entre Lardis y Arlek, cuyo resultado fue la eliminación del último. Lardis no consideraba que los wamphyri fueran los dueños y señores naturales de la esfera ni que llegaría un día en que una incursión devastadora diezmaría su tribu. Él no quería ceder ante los wamphyri, no quería aplacarlos bajo ninguna de las maneras. Esto era algo que ya habían intentado otras tribus de Viajeros en épocas pasadas y que incluso seguían intentándolo ahora, aunque nunca dio resultado. Gorgan Lidesci, el padre de Lardis, todavía hablaba del destino que había correspondido a su primera tribu, cuando él no era más que un chiquillo.
En aquellos tiempos reinaba una cierta paz entre los wamphyri, cosa que permitió a los señores de los vampiros consolidar su prepotencia y hacer incursiones más efectivas, y con mayores contingentes. La tribu de Gorgan, que era muy numerosa y estaba gobernada por un Consejo de Ancianos, quiso hacer un trato con los wamphyri y llegar con ellos a un «acuerdo» mutuamente satisfactorio. Antes de cada puesta de sol, saldría un grupo de gente de Gorgan a hacer incursiones y apresar hombres y mujeres de otros grupos menores de Viajeros y hacerlos cautivos. Como estos grupos menores podían reducirse a unidades de dos o tres familias y constituir un conjunto de unos cuarenta adultos, por estar diseminados a lo largo del flanco de las montañas de la Tierra del Sol, no era difícil conseguir, antes de cada puesta de sol, un diezmo de un centenar de personas. Estas personas eran encarceladas durante la noche y, en caso de producirse una incursión de los wamphyri, se los entregaba para apaciguarlos. Entre los viejos líderes de la tribu de Gorgan era creencia común que, con tal de que los wamphyri dispusieran siempre de un tributo fácil, no tendrían necesidad de ensañarse con las personas de la tribu que les pagaban un tributo. Para decirlo de alguna manera, no podían morder las manos que les daban alimento.
Por espacio de unos años y a lo largo de muchas noches, este sistema se mantuvo intacto. Había ocasiones en que aparecían los wamphyri y otras en las que no conseguían encontrar la tribu de Gorgan (pues los Viajeros no eran nunca sedentarios sino que estaban continuamente en movimiento, inquietud que era inherente en ellos después de centenares de años de rapacidad de los wamphyri), y en estas afortunadas ocasiones, a la salida del sol, los prisioneros estaban en libertad de valerse por sí mismos y de vivir su vida como en tiempos antiguos hasta que volvían a caer prisioneros, quizás antes de la siguiente puesta de sol.
Y cuando volvían los wamphyri, había que hacer ofrecimientos, y los señores wamphyri, sus guerreros y los soldados que no habían muerto recogían su diezmo de cien Viajeros y se volvían a marchar. En resumen, los wamphyri se convertían en recaudadores de impuestos, y por fidelidad al trato establecido, no hacían ningún daño a los que les pagaban este tributo humano regular.
Esto tuvo como resultado que la gente de la tribu de Gorgan fuera debilitándose, engordando y volviéndose cada vez más indiferentes. Perdieron su necesidad de viajar y de evitar las incursiones de los wamphyri, se servían de rutas regulares, de los mismos agujeros y de las mismas zonas para refugiarse, y sus carromatos, a lo largo del flanco de las montañas en la Tierra del Sol, seguían caminos cada vez más previsibles. A diferencia de lo que ocurría entre la mayoría de los Viajeros, no había ningún misterio en sus movimientos. En resumen, que como ya no se molestaban en ocultarse, eran localizados con gran facilidad. Ahora había muchas menos noches de paz y sosiego, mientras que cada vez más a menudo llegaban los wamphyri y se llevaban su tributo humano. Pero ¿qué importaba esto? La tribu estaba a salvo, ¿no es verdad?
Bueno, estuvo a salvo hasta que la breve alianza de un puñado de señores wamphyri se rompió, porque se pelearon y se separaron y cada una de las facciones de la antigua alianza decidió restaurar sus respectivas fuerzas, llenar sus almacenes, redefínir sus antiguos límites territoriales y volver a hacerse con las antiguas tradiciones de los wamphyri. Porque ocurre que cuando se forman ejércitos para la guerra —y en caso de los wamphyri se trataba de un enemigo recíprocamente destructivo, cada señor vampiro contra sus vecinos—, éstos se apropian de todos los recursos que encuentran y se sirven de ellos, sin pensar para nada en su conservación. Los recursos naturales de los wamphyri han sido siempre la carne y la sangre de los Viajeros.
Una noche de locura y de terror —un espacio sin sol, es decir, el comprendido entre la puesta de sol y su salida, un período de tiempo de cuarenta horas—, la tribu de Gorgan se vio extraordinariamente diezmada. Llegaron los wamphyri: primeramente Shaithis, que exigió su tributo habitual y lo tomó; después, Lesk el Glotón; finalmente, Lascula Longtooth. Habrían podido acudir muchos más —Belath, Volse y el resto—, pero es que entonces ya estaba todo terminado y de haber llegado, los supervivientes de la tribu de Gorgan ya no habrían estado esperándolos en sus agujeros. Después de Shaithis, los señores Lesk y Lascula no encontraron ningún tributo que recoger, así que se limitaron a matar a los miembros que formaban el Consejo de los Ancianos y procedieron a llevarse a la flor y nata de la tribu igual que si fuera un rebaño. A consecuencia de ello, un puñado de supervivientes, tal vez cincuenta ancianos y un centenar de niños, corrieron a refugiarse en los lugares recónditos que les fue posible encontrar. Algunos de ellos se refugiaron en una tierra donde los pertenecientes a la tribu de Gorgan eran odiados por todos. A partir de entonces ya no existió la tribu de Gorgan, y el joven Gorgan se propuso no volver a tener más tratos con los traicioneros wamphyri. Lardis, a su vez, era de la misma opinión: que otros jefes de tribu hicieran lo que les viniera en gana, que siguieran sus procedimientos y que no les faltase la suerte, puesto que sus gentes no se someterían nunca a los wamphyri ni tampoco depredarían a los hermanos Viajeros para dudosos fines personales y para la obtención de viles e inhumanos recargos en la Tierra de las Estrellas.
En cuanto a las convicciones de Lardis, actuaban en su favor.
Todavía había tribus que utilizaban algún que otro sistema de tributos, utilizando Viajeros cautivos robados a otros grupos para aplacar a los wamphyri o incluso echando suerte y sacrificando a los propios miembros de sus comunidades nómadas. Los Viajeros que adoptaron o aceptaron esta existencia servil solían pertenecer a grandes tribus del flanco este que contaban con más de mil miembros. Su número los protegía contra represalias por víctimas anteriores, lo que les permitía cumplir con el sacrificio periódico requerido sin disminuir apreciablemente la potencia de la tribu.
Moraban en la parte situada al este del desfiladero, porque allí la caza era más abundante y, en cierto sentido, la supervivencia mucho más fácil. Lardis lo sabía y por eso hacía que su gente habitase al oeste del desfiladero; allí era más difícil conseguir el necesario sustento, pero la seguridad era mucho mayor. En los períodos de sol, tenía centinelas en los extremos sur del desfiladero, para advertir a los Viajeros que hiciesen sus correrías hacia el oeste y suministrar informes secretos de sus contingentes, de sus posiciones y de cualquier otro posible peligro para su propia gente o para la ruta de paso.