El caballero llegó a la conclusión de que Mina tenía razón, que la prisión era probablemente el lugar más seguro para el joven. Si es que existía un lugar seguro para Silvanoshei en Sanction.
O los guardias de la ciudad habían huido del cuartel o es que habían muerto. Mina había puesto a uno de sus caballeros al cargo del edificio. El caballero miró sin interés a Silvanoshei y escuchó con impaciencia a Gerard, que insistía en que al joven se le pusiera bajo vigilancia especial. El caballero hizo un gesto con el pulgar señalando hacia el pabellón de celdas. Las llaves aparecieron tras una breve búsqueda.
Gerard escoltó al prisionero hasta una de las celdas, situada en el rincón más oscuro del pabellón, con la esperanza de que pasara inadvertido allí.
—Lamento todo esto, majestad —dijo.
Silvanoshei se encogió de hombros y tomó asiento en el bloque de piedra que hacía las veces de camastro. Gerard cerró la puerta y echó la llave. El sonido de la cerradura hizo que el joven elfo alzara la cabeza.
—Debería darte las gracias por salvarme la vida —manifestó.
—Apuesto que ahora desearíais que no lo hubiese hecho —respondió Gerard, compasivo.
—Las espadas habrían sido menos dolorosas —convino Silvanoshei, que esbozó un mínimo atisbo de sonrisa.
Gerard miró a su alrededor. Se encontraban solos en el pabellón de celdas.
—Majestad —empezó en voz baja—, puedo ayudaros a escapar. No ahora mismo, porque antes he de hacer una cosa, pero sí dentro de poco.
—Gracias, pero te pondrías en peligro sin necesidad. No puedo escapar.
—Majestad, ya la habéis visto, la habéis oído —argüyó Gerard, que endureció el tono—. ¡No tenéis la menor posibilidad con ella! No os ama. Sólo piensa en ese... ese dios suyo.
—Suyo sólo, no. También mío —repuso el elfo con una calma inquietante—. El Único me prometió que Mina y yo estaríamos juntos.
—¿Y seguís creyendo eso?
—No —admitió Silvanoshei al cabo de un momento. Dio la impresión de que le hubieran arrancado el monosílabo a la fuerza—. No, no lo creo.
—Entonces, estad preparado. Volveré a por vos.
Silvanoshei sacudió la cabeza.
—Majestad —insistió Gerard, exasperado—, ¿sabéis la razón de que Mina os embaucara para venir aquí, alejándoos de vuestro reino? Porque sabe que vuestro pueblo sólo os seguirá a vos. Los silvanestis están sin hacer nada, esperando a que regreséis con ellos. Volved y sed su rey, ¡el rey que ella teme!
—Volver para ser su rey. —Silvanoshei torció los labios—. Que vuelva con mi madre, quieres decir. Que vuelva al oprobio y la vergüenza, a las lágrimas y las reprimendas. Antes que afrontar eso me quedaría sentado en esta celda el resto de mi vida, y los elfos somos muy, muy longevos.
—Maldita sea. Mirad, si sólo se tratara de vos, os dejaría que os pudrieseis aquí —manifestó hoscamente Gerard—. Pero sois su rey, tanto si os gusta como si no. Tenéis que pensar en vuestro pueblo.
—Es exactamente lo que hago. Lo que haré.
Silvanoshei se puso de pie y se acercó a Gerard mientras tiraba de un anillo que llevaba puesto.
—Eres un Caballero de Solamnia, como dijo Mina, ¿verdad? ¿Por qué estás aquí, para espiarla?
El gesto de Gerard se tornó aun más ceñudo. El caballero se encogió de hombros y no respondió.
—No tienes que admitirlo —continuó Silvanoshei—. Mina vio tu corazón, por eso te eligió para protegerme. Si tu oferta de ayudarme es en serio...
—Lo es, majestad.
—Entonces, toma esto. —Silvanoshei le tendió un reluciente anillo azul a través de los barrotes—. Ahí fuera, en alguna parte, cerca, de eso estoy seguro, encontrarás a un guerrero elfo. Se llama Samar. Lo ha enviado mi madre para llevarme de vuelta. Dale este anillo, él lo reconocerá. Lo he llevado desde que era un niño. Cuando te pregunte cómo ha llegado a tu poder, dile que lo cogiste de mi cadáver.
—Majestad...
—Tómalo. —Silvanoshei le tendió de nuevo el anillo—. Dile que he muerto.
—¿Por qué habría de mentir? ¿Y por qué iba a creerme él? —inquirió Gerard, indeciso.
—Porque querrá creerte. Y con esta acción me liberarás.
Gerard tomó el anillo, que era un aro de zafiros lo bastante pequeño para encajar en el dedo de un niño.
—¿Cómo encontraré a ese tal Samar?
—Te enseñaré una canción —respondió Silvanoshei—. Una vieja canción infantil elfa. Mi madre la utilizaba como señal si necesitaba avisarme de algún peligro. Ve cantándola mientras cabalgas. Samar la oirá y sentirá una gran curiosidad por saber cómo conoces, siendo humano, esa canción. Él dará contigo.
—Y entonces me cortará el cuello...
—Antes querrá interrogarte —dijo Silvanoshei—. Samar es un hombre de honor. Si le cuentas la verdad enseguida verá que también eres un hombre de honor.
—Me gustaría que reconsideraseis vuestra decisión, majestad —adujo Gerard. Empezaba a gustarle el joven elfo, a quien compadecía profundamente.
Silvanoshei sacudió de nuevo la cabeza.
—De acuerdo —aceptó Gerard con un suspiro—. ¿Cómo es esa canción?
El joven elfo le enseñó la canción. La letra era sencilla, y la melodía, melancólica. Estaba pensada para enseñar a un niño a contar: «Cinco por los dedos de cada mano. Cuatro por las patas de un caballo».
Supo que la última línea jamás se le olvidaría.
«Uno es único y singular, y así será por siempre jamás.»
Silvanoshei volvió a la cama de piedra, se tendió en ella y escondió el rostro.
—Dile a Samar que he muerto —reiteró quedamente—. Si te sirve de consuelo, caballero, no estarás diciendo una mentira. Le dirás la verdad.
Liberar al pájaro atrapado
Cuando Gerard salió de la prisión ya había caído la noche. Oteó calle arriba y abajo e incluso dio un paseo con aire despreocupado por detrás del edificio para comprobar que nadie merodeaba en algún portal ni se escondía en las sombras.
—Ésta es mi oportunidad —murmuró—. Puedo salir a caballo por las puertas, perdiéndome entre las tropas que instalan el campamento, encontrar al tal Samar y volver a empezar a partir de ahí. Eso será lo que haga. Largarme ahora es lo lógico. Tiene sentido. Sí, definitivamente, es lo que voy a hacer.
Pero mientras se decía eso a sí mismo, mientras se repetía que era el mejor curso de acción a seguir, sabía muy bien que no lo haría. Iría a buscar a Samar, tenía que hacerlo porque se lo había prometido a Silvanoshei y estaba decidido a cumplir su promesa, a pesar que no tenía intención de cumplir todas las que le había hecho al joven.
Primero debía hablar con Odila. Por supuesto, la razón era que esperaba persuadirla para que se marchara con él. Había discurrido unos cuantos argumentos buenos en contra del Único y planeaba utilizarlos.
* * *
El Templo del Corazón era un edificio antiquísimo, anterior al Cataclismo, dedicado al culto de los antiguos dioses de la Luz. Se había construido al pie del monte Grishnor y se decía que era la estructura más antigua de Sanction, construida probablemente cuando la ciudad era poco más que un pueblo pesquero. Existían varias leyendas en torno al templo, incluida la de que la piedra fundamental la colocó uno de los Príncipes de los Sacerdotes que había tenido la desgracia de naufragar. Arrastrado hasta la playa por las olas, el Príncipe de los Sacerdotes dio las gracias a Paladine por haber sobrevivido, y para demostrar su gratitud construyó un templo a los dioses. Después del Cataclismo, el templo podría haber corrido la misma suerte de muchos otros templos durante esa época, cuando la gente descargó su ira contra los dioses atacando y destruyendo sus templos. Éste permaneció en pie, indemne, principalmente a causa del rumor de que el espíritu de aquel Príncipe de los Sacerdotes rondaba por él, impidiendo que nadie dañara su tributo a los dioses. El templo sólo sufrió los estragos del abandono, nada más.
A raíz de la Guerra de Caos, el espíritu vengativo debía de haber partido, ya que los Místicos de la Ciudadela de la Luz se instalaron en el templo sin que tuvieran encuentros con ningún fantasma.
La estructura pequeña, cuadrada y en absoluto impresionante, tenía el tejado con las vertientes muy pronunciadas y asomaba por encima de los árboles. Bajo el techo había una nave central, que era la estancia más grande del templo, donde se encontraba el altar. Otras cámaras rodeaban la del altar y su función era de apoyo: alojamientos para los clérigos, una biblioteca, etcétera, etcétera. Dos juegos de puertas dobles daban acceso al templo por la fachada principal.
Tras decidir que ganaría tiempo yendo a pie por las abarrotadas calles, Gerard dejó el caballo en el establo de una posada próxima a la Puerta Oeste, y caminó hacia el norte, donde se alzaba el templo sobre una colina un tanto alejada de la ciudad y desde la que se dominaba la urbe.
Encontró a unas cuantas personas reunidas delante del templo, escuchando a Mina relatar los milagros del dios Único. Un hombre mayor mostraba una expresión sumamente ceñuda, pero casi todos los demás parecían interesados.
El templo resplandecía con las luces, tanto dentro como fuera. Las inmensas puertas dobles se abrieron de par en par. Al mando de Galdar, los caballeros introdujeron el sarcófago de ámbar de Goldmoon en la nave central del altar. La cabeza astada del minotauro se divisaba con facilidad, los cuernos y el hocico perfilados contra las llamas de las antorchas colocadas en hacheros en las paredes. Mina observó atentamente el procedimiento, echando ojeadas frecuentes a la procesión para asegurarse de que el sarcófago era manejado con cuidado y que sus caballeros se comportaban con dignidad y respeto.
Gerard se había parado bajo la densa sombra de un árbol envuelto en la noche a fin de reconocer el terreno, confiando en atisbar a Odila, y observó cómo el sarcófago de ámbar entraba lenta y majestuosamente en el templo. En cierto momento oyó a Galdar lanzar una dura reprimenda, y vio que Mina giraba la cabeza rápidamente para ver qué ocurría. Estaba tan preocupada que perdió el hilo de su sermón y tuvo que pensar un momento para recordar dónde se había quedado.
Gerard no podía pedir una ocasión mejor que aquella para hablar con Odila, mientras Galdar supervisaba los detalles del funeral y Mina hacía proselitismo entre la gente. Cuando un grupo de caballeros pasó hacia el templo llevando el equipaje de Mina, Gerard se situó tras los últimos.
Los caballeros estaban de buen humor y charlaban y reían por la estupenda broma que significaba que Mina hubiera ocupado el templo de los hacedores de buenas obras, los Místicos. Gerard no le veía la gracia, y dudaba mucho de que a Mina le hubiera gustado si los hubiese oído.
Los caballeros entraron por otras dobles puertas, encaminándose a los aposentos de Mina. Al mirar por una puerta abierta que había a su izquierda, hacia la intensa luz de las velas, Gerard vio a Odila de pie junto al altar, dirigiendo el emplazamiento del sarcófago de ámbar encima de varios caballetes de madera.
Gerard se quedó en las sombras, esperando que se presentara la ocasión de pillar sola a Odila. Los caballeros avanzaron con el pesado sarcófago y lo depositaron sobre los caballetes entre gruñidos y resoplidos, así como un grito y una maldición, debidos a que uno de los hombres había soltado demasiado pronto su carga con el resultado de pillarle los dedos a otro. Odila lanzó una seca recriminación y Galdar gruñó una amenaza. Los hombres empujaron una y otra vez y, al poco rato, el sarcófago se encontraba en su sitio.
Cientos de velas blancas ardían en el altar, probablemente colocadas allí por Odila. Las llamas de las velas se reflejaban en el ámbar, de manera que daba la impresión de que Goldmoon yacía en medio de una miríada de minúsculas llamas. La luz iluminaba su céreo rostro. Tenía un aspecto más sereno de lo que Gerard recordaba, si es que tal cosa era posible. Quizá, como había dicho Mina, a Goldmoon le complacía encontrarse en casa.
Gerard se pasó la manga por la frente sudorosa. Las velas irradiaban muchísimo calor. El caballero vio un hueco en un banco, en la parte trasera de la nave del altar. Se movió tan silenciosamente como le fue posible, sosteniendo la espada para evitar que golpeara contra la pared. Estaba un poco deslumbrado por haber contemplado las llamas fijamente, y tropezó con alguien. Iba a disculparse cuando le sacudió un escalofrío al ver que esa persona era Palin. El mago estaba sentado en el banco, completamente inmóvil, mirando sin pestañear las llamas de las velas.
Tocar el fláccido brazo del mago fue como tocar un cadáver caliente. Sintiendo una náusea, Gerard se cambió rápidamente a otro banco. Tomó asiento y aguardó con impaciencia que el minotauro se marchara.
—Pondré una guardia alrededor del sarcófago —anunció Galdar.
Gerard masculló una maldición. No había contado con eso.
—No es necesario —dijo Odila—. Mina va a venir a rezar al altar y ha dado órdenes de que quiere estar sola.
Gerard respiró con alivio, y entonces se le cortó del golpe la respiración. El minotauro estaba a medio camino hacia la puerta cuando hizo una pausa y recorrió con la mirada la nave del altar. Gerard se quedó completamente inmóvil mientras intentaba recordar si los minotauros tenían buena vista nocturna o no. Le pareció que Galdar lo había visto, ya que los ojos bovinos se quedaron clavados en él. El caballero esperó, tenso, a que Galdar lo llamara, pero al cabo de unos instantes de escrutinio el minotauro salió del templo.
Gerard se enjugó el sudor que le corría por la cara y le goteaba en la barbilla. Lenta y cautelosamente, se apartó de las filas de bancos y se dirigió hacia el altar. Intentó no hacer ruido, pero el cuero crujía y el metal tintineaba.
La luz de las velas bañaba a Odila. Tenía el rostro vuelto parcialmente hacia él, y Gerard se alarmó al ver lo delgada y demacrada que estaba. Había perdido su buen tono muscular al viajar durante semanas en la carreta y sin hacer otra cosa que escuchar las arengas de Mina y obligar a comer a los magos. Probablemente todavía podía empuñar su espada, pero no duraría ni dos asaltos con un oponente sano y avezado en la lucha.
Apenas hablaba y nunca reía, llevando a cabo sus tareas en silencio. A Gerard no le había gustado ese dios antes, pero ahora empezaba a odiarlo. ¿Qué tipo de dios sofocaba la alegría y le ofendía la risa? Ningún dios con el que él quisiera tener nada que ver. Se alegraba de haber ido a hablar con Odila, y esperaba poder convencerla para que abandonara esto y se fuera con él.