La ausencia de Palin era algo tan inusitado que, a despecho de la urgencia de su tarea, Dalamar hizo una pausa para meditar dónde podría haber ido y qué se traería entre manos el alma del otro hechicero. No estaba preocupado, ya que consideraba a Palin tan artero como un cuenco de gachas de avena.
—Con todo —se recordó Dalamar a sí mismo—, es sobrino de Raistlin, y las gachas de avena serán pálidas y grumosas, pero también son espesas y viscosas. Bajo la blanda superficie se puede esconder mucho.
Las almas giraban en un frenético éxtasis alrededor del tótem formando una nube tan densa como la condensación que se eleva de un bosque empapado de agua. Millones de rostros pasaban a raudales ante Dalamar cada vez que miraba hacia el remolino. Siguió su camino hacia la siguiente fase de su plan.
Mina se encontraba sola en el altar iluminado por las velas, de espaldas al tótem, la mirada absorta en las llamas. El enorme minotauro se hallaba cerca. Allí donde estuviera Mina, estaba el minotauro.
—Mina, estás agotada, apenas te sostienes en pie. Debes irte a acostar —suplicó Galdar—. Mañana... ¿Quién sabe lo que traerá el nuevo día? Deberías descansar.
—Creía que te habías ido a la cama, Galdar —dijo la joven.
—Lo hice —gruñó el minotauro—. Pero no podía dormirme. Sabía que te encontraría aquí.
—Me gusta estar aquí —repuso Mina con aire distraído—. Cerca de la diosa. Siento su sagrada presencia. Me envuelve en sus brazos y me eleva con ella.
La joven alzó la vista hacia el cielo nocturno, ahora visible ya que el tejado se había destruido.
—Me siento arropada cuando estoy con ella, Galdar. Arropada y querida y alimentada y vestida y a salvo en sus brazos. Cuando vuelvo al mundo tengo frío, y hambre y sed. Es un castigo estar aquí, Galdar, cuando lo que querría es encontrarme ahí arriba.
El minotauro emitió un sonido retumbante. Si albergaba dudas, tuvo el sentido común de no exponerlas en voz alta.
—Aun así —se limitó a decir—, mientras te encuentres aquí abajo, Mina, tienes una tarea que realizar para el Único. Y no podrás hacerla si enfermas por el agotamiento.
Mina alargó la mano y la puso sobre el brazo del minotauro.
—Tienes razón, Galdar. Estoy siendo egoísta. Me acostaré y dormiré hasta bien entrada la mañana. —Se volvió hacia el tótem y sus ojos ambarinos relucieron como si siguieran fijos en las llamas de las velas—. ¿No te parece magnífico?
Quizás iba a añadir algo más, pero Dalamar se encargó de situarse en su campo visual e hizo una profunda reverencia.
—Solicito un momento de tu tiempo, Mina —pidió al tiempo que hacía otra reverencia.
—Adelántate, Galdar, y asegúrate de que mi habitación está dispuesta —ordenó Mina—. No te preocupes, iré enseguida.
Los ojos bovinos del minotauro pasaron por el lugar donde el espíritu de Dalamar flotaba. El hechicero no supo discernir si Galdar lo había visto o no. Creía que no, pero tuvo la sensación de que el minotauro sabía que se encontraba allí. Galdar arrugó el hocico, como si oliera algo podrido, y después, soltando un resoplido, dio media vuelta y salió de la nave del altar.
—¿Qué quieres? —le preguntó Mina a Dalamar, con voz serena—. ¿Has logrado alguna información sobre el ingenio mágico que lleva el kender?
—Lamentablemente, no, Mina, pero sí tengo otra información. Son noticias graves. Malys sabe que fuiste tú quien le robó el tótem.
—¿De veras? —dijo Mina con una ligera sonrisa.
—Malys vendrá para recuperarlo, Mina. Está furiosa. Ahora te ve como una amenaza a su poder.
—¿Por qué me cuentas esto, hechicero? —inquirió la joven—. A buen seguro no es mi seguridad por lo que temes.
—Cierto, Mina —admitió fríamente Dalamar—. Pero sí temo por la mía si te pasa algo. Te ayudaré a derrotar a Malys. Necesitarás la ayuda de un mago para luchar contra ese reptil.
—¿Y de qué modo me ayudarás en tu lamentable estado actual?
—Devuelve mi alma a mi cuerpo. Soy uno de los hechiceros más poderosos de la historia de Krynn. Mi ayuda sería inestimable. No tienes un cabecilla para los muertos. Intentaste reclutar a lord Soth y no lo conseguiste.
Los ojos ambarinos chispearon, denotando su desagrado.
—Sí, me he enterado de eso —siguió Dalamar—. Mi espíritu viaja por el mundo, y estoy al tanto de muchas cosas que pasan en él. Podría serte de utilidad. Ser el que dirigiese a los muertos. Y podría buscar al kender y traerlos a él y a ese ingenio mágico. Burrfoot me conoce, confía en mí. He realizado un estudio del ingenio para viajar en el tiempo. Puedo enseñarte a utilizarlo. Podría usar mi magia para ayudarte a combatir la del dragón. Todo eso podría hacer por ti... pero sólo como un hombre vivo.
Dalamar se vio reflejado en los ojos ambarinos: una voluta, más insustancial que la seda de la araña.
—Y todo eso y más harás por mí si lo requiero —repuso Mina—, no como un hombre vivo, sino como un cadáver viviente. —Alzó la cabeza con orgullo—. En cuanto a tu ayuda contra Malys, no la preciso. El Único me apoya y lucha a mi lado. No necesito a nadie más.
—Escúchame, Mina, antes de irte —insistió Dalamar cuando la joven ya daba media vuelta—. En mi juventud, acudí a tu Único como acude un amante a su amada. Me abrazó y me acarició y me prometió que algún día los dos gobernaríamos el mundo. La creí, confié en ella. Mi confianza fue traicionada. Cuando ya no me necesitó, me entregó a mis enemigos. Hará lo mismo contigo, Mina. Cuando ese día llegue, necesitarás un aliado de mi fuerza y poder. Un aliado vivo, no un cadáver.
Mina se paró y se volvió a mirarlo. Su gesto era pensativo.
—Quizás haya algo de verdad en lo que dices, hechicero.
Dalamar la observó con cautela, sin confiar en aquel repentino y radical cambio de postura.
—Tu fe en la diosa fue traicionada, pero ella podría decir lo mismo de ti, Dalamar el Oscuro. Los amantes pelean a menudo, peleas tontas que enseguida se olvidan, que ninguno de los dos recuerda.
—Yo sí lo recuerdo —adujo Dalamar—. A causa de su traición perdí todo lo que amaba y valoraba. ¿Crees que iba a olvidar tan fácilmente?
—La diosa podría argüir que pusiste todo lo que amabas y valorabas por encima de ella —dijo Mina—, que fue ella la abandonada. Aun así, después de tanto tiempo, no importa de quién fue la culpa. Aprecia en lo que vale tu afecto, y le gustaría demostrar que aún te ama devolviéndote todo lo que perdiste y más.
—¿A cambio de qué? —preguntó, cauteloso, Dalamar.
—Tu promesa de devoción.
—¿Y...?
—Un pequeño favor.
—¿Y cuál es ese «pequeño» favor»?
—Tu amigo, Palin Majere...
—No es mi amigo —la interrumpió.
—Entonces, eso lo hace más sencillo. Tu colega hechicero conspira contra el Único. La diosa está enterada de sus maquinaciones, por supuesto. No sería difícil para ella desbaratarlas, pero son muchas las cosas que tiene en mente estos días y agradecería tu ayuda.
—¿Qué he de hacer? —preguntó Dalamar.
—Poca cosa —respondió Mina al tiempo que se encogía de hombros—. Simplemente avisarla cuando el mago esté a punto de actuar. Eso es todo. Ella se encargará del asunto a partir de ese momento.
—Y ¿a cambio?
—Se te devolverá la vida. Se te dará todo cuanto pidas, incluido el liderazgo del ejército de espíritus, si eso es lo que quieres. Además... —Mina le sonrió. Los ojos ambarinos sonrieron.
—¿Sí? ¿Además...?
—Se te devolverá la magia.
—Mi magia —puntualizó Dalamar—. No quiero que se me preste la magia tomada de los muertos. ¡Quiero la que antaño vivía dentro de mí!
—Quieres la magia del dios. Bien. Lo promete.
Dalamar recordó todas las promesas que Takhisis le había hecho, todas las promesas que había roto. Ansiaba tanto aquello, que quería creer.
—Lo haré —musitó.
El anillo y la capa
Habían pasado días, semanas, desde que los qualinestis llegaron a Silvanesti. Gilthas no sabía exactamente cuánto tiempo llevaban allí, pues un día se mezclaba con otro en aquellos bosques eternos. Y aunque su pueblo estaba conforme en dejar que los días resbalaran de la hebra de seda del tiempo y cayeran sobre la suave y mullida hierba, él no lo estaba. Su frustración iba en aumento. Alhana mantenía la farsa de que Silvanoshei se recuperaba dentro de su tienda. Le hablaba de él a los suyos, dándoles detalles de lo que había comido, de lo que había dicho, y de cómo mejoraba poco a poco. Gilthas escuchaba tales mentiras conmocionado, pero, al cabo de un tiempo, llegó a la conclusión de que Alhana creía realmente lo que contaba. Había tejido los hilos de la mentira creando una cálida manta que utilizaba para protegerse de la fría verdad.
Los silvanestis la escuchaban sin hacer preguntas, otra cosa que era incomprensible para Gilthas.
—A los silvanestis no nos gustan los cambios —explicó Kiryn en respuesta a la frustración de Gilthas—. Nuestros magos detuvieron el cambio de las estaciones porque no soportábamos ver el verdor primaveral marchitarse y morir. Sé que no puedes entenderlo, Gilthas. Tu parte de sangre humana es impulsiva y no te permite quedarte sentado, sin hacer nada. Cuentas los segundos porque son cortos y pasan muy deprisa. Tu parte humana se deleita con el cambio.
—¡Pero el cambio se produce! —argumentó Gilthas mientras paseaba de un lado a otro—, tanto si los silvanestis quieren como si no.
—Sí, el cambio nos ha llegado —admitió Kiryn con una triste sonrisa—. Su arrollador torrente ha arrastrado mucho de lo que amábamos. Ahora las aguas corren algo más calmas, y nos contentamos con flotar en su superficie. Quizá nos lleven hasta una tranquila orilla donde nadie nos encuentre ni nos alcance ni nos vuelva a hacer daño jamás.
—Los caballeros negros están desesperados —siguió Gilthas—. Se encuentran en inferioridad numérica, no disponen de comida y tienen la moral baja. ¡Deberíamos atacar ahora!
—¿Con qué resultado? —preguntó Kiryn, que se encogió de hombros—. Como bien dices, los caballeros negros están desesperados y no caerán sin luchar. Muchos de los nuestros morirían.
—Y también muchos enemigos —adujo Gilthas con impaciencia.
—La muerte de un humano es como aplastar a una hormiga. Son tantos que quedarían muchos y llegarían muchos más. La muerte de un solo elfo es la caída de un gran roble. No crecerá otro para ocupar su lugar hasta pasar cientos de años, si es que crece. Ya son muchos de los nuestros los que han muerto. Quedamos pocos, y la vida de cada uno es preciosa. ¿Cómo vamos a desperdiciarla?
—¿Y si los silvanestis supieran la verdad sobre Silvanoshei? —inquirió con gesto grave—. ¿Qué ocurriría entonces?
Kiryn miró hacia las verdes hojas del inmutable bosque.
—Lo saben, Gilthas —musitó—. Lo saben. Como ya he dicho, no les gustan los cambios. Es más fácil fingir que siempre es primavera.
* * *
Finalmente, Gilthas tuvo que dejar de preocuparse por los silvanestis y comenzó a preocuparse por los suyos. Los qualinestis habían empezado a dividirse en facciones. Una de ellas estaba encabezada, desafortunadamente, por su esposa.
La Leona
buscaba venganza, costara lo que costase. Ella y los que pensaban como ella querían combatir a los humanos de Silvanost, expulsarlos de la ciudad, tanto si Silvanesti se unía a ellos como si no. Le tocó a Gilthas argumentar una y otra vez que los qualinestis no podían, bajo ninguna circunstancia, lanzar un ataque contra la capital de sus parientes. Argüía que no podía salir nada bueno de ello, sino que conduciría a más años de enconada división entre ambas naciones. Lo veía tan claro que se preguntaba cómo podían estar tan ciegos los demás.
—Tú eres el que estás ciego —replicó
La Leona,
furiosa—. No es de extrañar. ¡Estás absorto en la contemplación de la oscuridad de tu propia mente!
Le dejó y se trasladó a vivir entre sus tropas de Elfos Salvajes. Gilthas lamentó la pelea —la primera desde que se casaron—, pero antes que amante esposo era rey. Por mucho que anhelara dar su brazo a torcer, no podía, en conciencia, permitirle que hiciese las cosas a su manera.
Otra facción de qualinestis se estaba dejando seducir por el estilo de vida silvanesti. Heridos y afligidos los corazones, se conformaban con vivir en un estado de ensoñación en los maravillosos bosques que les recordaban los de su patria. El senador Pakhainon, líder de esta facción, adulaba rastreramente a los silvanestis dejando caer en sus oídos que Gilthas, debido a su parte humana, no era el dirigente adecuado de los qualinestis y jamás lo sería. Que Gilthas era imprevisible y caprichoso, como todos los humanos, y no era digno de confianza. Que de no haber sido por la incondicional e inquebrantable entrega del senador Palthainon, los qualinestis jamás habrían salido vivos de la travesía por el desierto, etcétera, etcétera.
Algunos qualinestis sabían que tal cosa no era cierta, y muchos hablaban a favor de su rey, pero el resto, aunque aplaudían el valor de Gilthas, no habrían lamentado verlo partir. Él representaba el pasado, el dolor, la herida abierta. Querían empezar a sanarse. En cuanto a los silvanestis, para empezar no confiaban en Gilthas, y las patrañas de Palthainon no ayudaron precisamente.
Gilthas se sentía como si hubiese caído en arenas movedizas. Implacablemente, centímetro a centímetro, con angustiosa lentitud, se iba hundiendo hacia un indescriptible final. Sus esfuerzos por salir sólo lo hundían más, sus gritos eran desoídos. El final se acercaba tan lentamente que nadie más parecía darse cuenta. Sólo él lo veía.
La situación de estancamiento continuó. Los caballeros negros seguían refugiados en Silvanost, temerosos de salir. Los elfos permanecían escondidos en el bosque, sin querer moverse.
Gilthas había tomado por costumbre pasear solo por el bosque. No deseaba compañía para sus pensamientos pesimistas, e incluso alejó a Planchet. Al oír un grito bestial en el aire, alzó la vista, sobresaltado. Un grifo, que transportaba un jinete, voló en círculos sobre los árboles buscando un lugar seguro donde aterrizar. El cambio, para bien o para mal, había llegado.
El joven rey se dirigió presuroso por la fronda hacia el lugar donde Alhana tenía el campamento, a unos cincuenta kilómetros al sur de la frontera entre Silvanesti y Blode. La mayoría de la fuerza silvanesti se encontraba en esa ubicación, junto con los refugiados que habían huido o habían sido rescatados de la capital, y los refugiados qualinestis. Otras fuerzas elfas se hallaban a lo largo del río Thon-Thalas, y otra parte merodeando por el Bosque Atormentado que rodeaba Silvanost. Aunque dispersas, las fuerzas elfas se mantenían en continuo contacto, valiéndose del viento, de las criaturas de los bosques y del aire, y de corredores que llevaban mensajes de un grupo a otro.