Por ella. Galdar se preguntó si sería consciente de eso. Los hombres luchaban por ella, por Mina. Gritaban su nombre cuando los conducía a la batalla. Lo gritaban en señal de victoria.
Mina... Mina...
No gritaban: «Por el dios Único». No gritaban: «Por Takhisis».
—Y apostaría que eso no te gusta —le dijo Galdar a la oscuridad.
¿Podía una deidad estar celosa de una mortal?
Esta diosa sí, pensó Galdar, y de repente lo asaltó el miedo.
Entró en la nave del altar y se paró parpadeando dolorosamente mientras sus ojos se acostumbraban a la luz de las velas que ardían en el ara. Mina se encontraba sola, rezando de rodillas ante el altar. Galdar oía su voz, musitando, haciendo un alto, musitando de nuevo, como si estuviese recibiendo instrucciones.
La otra solámnica, la dama de caballería convertida en sacerdotisa, yacía tendida sobre un banco, dormida profundamente en el duro lecho. La capa de la propia Mina cubría a la mujer. Galdar no conseguía nunca acordarse de su nombre.
Goldmoon, en su sarcófago de ámbar, también dormía. Los dos magos seguían sentados en la parte posterior de la cámara, donde los habían dejado. El minotauro distinguía sus figuras, imprecisas a la luz de las velas. Su mirada pasó rápidamente sobre ellos y volvió hacia Mina. Ver a los patéticos hechiceros le producía terror, hacía que se le erizara el vello a lo largo de la columna vertebral, recorriéndole la espalda con un escalofrío.
Quizás algún día su propio cadáver se sentaría allí en silencio, mirando al vacío, sin hacer nada, esperando las órdenes de Takhisis.
Galdar se dirigió al altar. Intentó caminar en silencio por respeto a Mina, pero los minotauros no estaban hechos para movimientos sigilosos. Tropezó con la rodilla en un banco, la espada se mecía y repicaba contra su costado, sus pisadas retumbaban, o eso le parecía a él.
La solámnica rebulló, inquieta, pero su sueño era demasiado profundo para despertarse.
Mina no le oyó.
Avanzó hasta situarse junto a ella.
—Mina —llamó en voz baja.
La muchacha no levantó la cabeza.
—Mina —repitió tras esperar un momento, y posó suavemente la mano en su hombro.
Ahora la joven se volvió y miró. Tenía el semblante pálido y demacrado por la fatiga. Las ojeras dibujaban un círculo oscuro en torno a sus ojos ambarinos, cuyo brillo estaba empañado.
—Deberías ir a la cama —le dijo Galdar.
—Aún no.
—En la batalla estuviste en todas partes —insistió—. No podía alcanzarte. Allí donde miraba, allí te encontraba, luchando, rezando. Necesitas descansar. Hay mucho que hacer mañana y los días siguientes para fortificar la ciudad. Los solámnicos nos atacarán. Su espía cabalga ya para alertarlos. Lo dejé marchar, como me ordenaste —gruñó—. Creo que fue un error. Está compinchado con el rey elfo. Los solámnicos llegarán a algún acuerdo con los elfos y ambas naciones caerán sobre nosotros con toda su potencia.
—Es lo más probable —convino Mina.
Le tendió la mano a Galdar, que se sintió privilegiado por ayudarla a ponerse de pie. La joven retuvo la mano derecha del minotauro en la suya y lo miró a los ojos.
—Todo está bien, Galdar. Sé lo que hago. Ten fe.
—Tengo fe en ti, Mina.
La mirada de la muchacha se tornó decepcionada. Le soltó la mano y se volvió hacia el altar. Su mirada y su silencio eran su modo de reprenderle; eso y el repentino e intensísimo dolor en el brazo. Apretó los labios mientras se daba masajes en el brazo y aguardó obstinadamente.
—No te necesito ya, Galdar —dijo Mina—. Ve a acostarte.
—No duermo hasta que tú duermes, Mina. Lo sabes. O deberías saberlo, después de todo el tiempo que llevamos juntos.
La chica inclinó la cabeza, y Galdar se quedó atónito al ver dos lágrimas brillando a la luz de las velas, deslizándose por sus mejillas.
—Lo sé, Galdar —musitó con voz ahogada, y aunque intentó darle un timbre brusco, fracasó—, y aprecio tu lealtad. Si al menos... —Hizo una pausa y después, mirándolo de nuevo, pidió casi con timidez—. ¿Quieres esperar aquí conmigo?
—¿Esperar qué, Mina?
—Un milagro.
Mina alzó las manos en un gesto de mando. Las llamas saltaron y se hincharon, ardiendo con más fuerza. Una oleada de calor golpeó el rostro de Galdar, que inhaló bruscamente al quedarse sin aire al tiempo que alzaba la mano para protegerse.
Una ráfaga sopló en la cámara, avivó las llamas de las velas y las hizo arder con más fuerza, agrandándolas. Detrás del altar colgaban estandartes y tapices con emblemas sagrados para los Místicos. Las llamas lamieron los flecos de las colgaduras y la tela prendió.
El calor se hizo más intenso. Los remolinos de humo se enroscaron alrededor del altar y del sarcófago de ámbar de Goldmoon. La solámnica empezó a toser, atragantada, y se despertó. Contempló la escena con atemorizado asombro y se incorporó de un brinco.
—¡Mina! —gritó—. ¡Hemos de salir de aquí!
Las llamas se propagaron rápidamente de los estandartes a las vigas de madera que sostenían el inclinado techo. Galdar no había visto nunca un fuego que se extendiera tan deprisa, como si la madera y las paredes estuvieran empapadas de aceite.
—Si tu milagro es reducir a cenizas el templo, entonces la solámnica tiene razón —bramó Galdar para hacerse oír sobre el rugido del fuego—. Hemos de salir de aquí ya, antes de que el techo se desplome.
—No corremos peligro —dijo sosegadamente Mina—. La mano del Único nos protege. Observa, y asómbrate y disfruta de su poder.
Las gigantescas vigas de madera del techo eran pasto del fuego. En cualquier momento empezarían a quebrarse y a desplomarse sobre ellos. Galdar estaba a punto de agarrar a Mina y sacarla de allí a la fuerza cuando vio, para su asombro más absoluto, que las llamas consumían las vigas por completo, sin dejar ni rastro de ellas. No cayeron cenizas, ningún trozo de madera ardiente se desplomó soltando chispas. El fuego sagrado devoró la madera, devoró el techo, devoró cualquier material utilizado en la construcción del tejado. Las llamas se consumieron y se apagaron.
No quedaba el menor rastro del tejado del templo, ni siquiera cenizas. Galdar miró fijamente el cielo nocturno, tachonado de estrellas.
Los cadáveres de los dos magos seguían sentados en el banco, sin ver nada, sin importarles nada. Podrían haber perecido en las llamas sin emitir un solo sonido, sin pronunciar una sola palabra de protesta, sin hacer nada para salvarse. A una firme orden de Mina, los cadáveres de los hechiceros se pusieron de pie y avanzaron hacia el altar. Caminaron sin ver a donde iban, se detuvieron cuando Mina les mandó que se pararan —cerca del sarcófago de Goldmoon— y se quedaron allí, de nuevo mirando al vacío.
—¡Observa! —musitó Mina—. Empieza el milagro.
Galdar había presenciado muchas cosas maravillosas y terribles en su larga vida, en especial esa parte de su vida que giraba en torno a Mina. Pero jamás había visto nada semejante, nada tan sobrecogedor como lo que ahora contemplaba atónito.
Cien mil espíritus llenaban el cielo nocturno. La niebla fantasmagórica de sus manos, sus caras, sus miembros diáfanos, ocultaba las estrellas. Galdar observó, sin salir de su estupefacción, sin dar crédito a sus ojos, que en las manos etéreas los muertos transportaban cráneos de dragones.
Reverente, cuidadosamente, las almas de los muertos bajaron el primer cráneo a través de la abertura que ocupaba antes el calcinado tejado y lo colocaron en el suelo, delante del altar.
El cráneo era enorme, el de un Dragón Dorado; Galdar lo supo por unas pocas escamas doradas pegadas al hueso que brillaron patéticamente a la titilante luz de las velas. A pesar de que la nave del altar era grande, dio la impresión de que el cráneo la llenaba.
Los muertos bajaron un segundo cráneo, éste de un Dragón Rojo, y lo ubicaron junto al del Dorado.
En el exterior se alzaron gritos y chillidos. Al ver las llamas, la gente había acudido corriendo al templo. Los gritos cesaron cuando la gente se quedó sobrecogida al ver el fascinante y aterrador espectáculo de cientos de cráneos de dragón descendiendo en espiral desde la oscura noche, sostenidos cuidadosamente por los brazos de los muertos.
De forma metódica, los espíritus apilaron los cráneos unos sobre otros, los más grandes debajo para crear una base firme, y los de dragones más pequeños apoyados sobre ellos. El montón de cráneos creció y creció, hasta alzarse muy por encima del pronunciado ángulo que había formado el tejado.
A Galdar se le quedó la boca seca. Los ojos le ardían, y tenía la garganta tan constreñida que le resultaba difícil hablar.
—¡Es el Tótem de las Calaveras de uno de los señores supremos! —exclamó.
—Los de tres señores supremos, para ser exactos —le corrigió Mina.
El tótem continuó creciendo de tamaño, ya más alto que los más altos árboles de alrededor, y los muertos seguían trayendo más cráneos para añadirlos al montón.
—Son los tótem de Beryllinthranox la Verde, de Khellendros el Azul y de Malystryx la Roja. Al igual que Malystryx robó los tótem de los otros dos, los muertos han robado el suyo.
A Galdar se le encogió el estómago, y sintió flojas las rodillas. Tuvo que agarrarse al altar para poder seguir de pie. Estaba aterrado, y no le daba vergüenza admitir su miedo.
—¿Habéis robado el tótem de Malys? La Roja se pondrá furiosa, Mina. ¡Descubrirá quién se lo ha llevado y vendrá aquí a por ti!
—Lo sé —contestó sosegadamente la muchacha—. Ese es el plan.
—¡Te matará, Mina! —exclamó Galdar—. Nos matará a todos.
Conozco a esa perversa hembra de dragón. Nadie puede hacerle frente. Hasta los de su propia raza le tienen terror.
—Mira, Galdar —indicó suavemente Mina.
Galdar volvió la vista de mala gana hacia el montón de cráneos que casi estaba completo. Una última calavera, la de un pequeño Dragón Blanco, quedó colocada en la cúspide de la pila. Los muertos se quedaron unos instantes más, como si admirasen su obra. Una fría ráfaga de viento descendió de la montaña, deshizo a los espíritus en jirones de niebla y los dispersó de un soplo.
Los ojos de los dragones muertos empezaron a brillar en las cuencas vacías. A Galdar le pareció escuchar voces, cientos de ellas, alzándose en un himno triunfal. Una figura vaga cobró forma encima del tótem y se enroscó codiciosamente a su alrededor. La forma vaga se fue haciendo más nítida, más precisa. Escamas de muchos colores brillaron a la luz de las velas. Una cola enorme se arrollaba en torno a la base del tótem, envuelto a su vez por el cuerpo de un gigantesco dragón. Cinco cabezas se alzaban sobre la cúspide del tótem. Cinco cabezas unidas a un cuerpo, y un cuerpo unido al tótem.
Sin embargo el cuerpo carecía de sustancia. Las cinco cabezas resultaban sobrecogedoras, pero no eran reales, no tan reales como los cráneos de los dragones muertos sobre los que se erguían. Los ojos de las calaveras brillaban intensamente, de un modo casi cegador, y, de repente, aquella luz salió disparada hacia la bóveda nocturna como una lanza.
Resplandeció en el cielo y allí, mirándolos desde lo alto, apareció un único ojo. El ojo de la diosa.
Blanco, escrutador, el ojo los contempló sin parpadear.
El cuerpo del dragón con cinco cabezas se hizo más nítido, adquirió más consistencia, más fuerza.
—El poder del tótem alimenta al Único del mismo modo que antes alimentaba a Malys —dijo Mina—. Cada momento que pasa, el Único está más cerca de entrar en el mundo, uniendo lo mortal con lo inmortal. En la Noche del Festival del Nuevo Ojo, el Único se convertirá en paradoja. La diosa se encarnará en un cuerpo mortal y lo imbuirá de inmortalidad. En ese instante, regirá sobre todo lo que existe en los cielos y en lo inferior. Gobernará a vivos y muertos. Su victoria quedará asegurada y su triunfo será completo.
«La diosa se encarnará en un cuerpo mortal.» Galdar entendió en ese momento por qué habían tenido que transportar el cadáver de Goldmoon en la carreta a través de todo Ansalon, subirlo por montañas y acarrearlo por valles.
La venganza final de Takhisis. Entraría en el cuerpo de la persona que la había combatido a lo largo de su vida, y utilizaría ese cuerpo para seducir, embelesar y engañar a los confiados, los inocentes, los cándidos.
Escuchó fuera del templo un barullo de voces que se alzaban con excitación, murmurando y gritando: ¡Mina! ¡Mina! a la vista de esa nueva luna en el cielo.
La muchacha saldría, bañada en la luz y la calidez de su cariño, tan distinta de aquella otra luz fría, heladora. Les diría que aquello era obra del dios Único, pero nadie prestaría atención.
—Mina... Mina...
La joven salió por las puertas del derruido templo. Galdar escuchó la atronadora aclamación cuando Mina apareció, la oyó retumbar, levantando eco, en las laderas de las montañas, en el cielo.
En el cielo.
Galdar miró hacia lo alto, a las cinco cabezas del dragón etéreo que se mecían sobre el tótem mientras consumían su poder. El único ojo ardía, y el minotauro comprendió en ese momento que se encontraba más cerca de su diosa de lo que Mina lo había estado y lo estaría jamás.
Los confiados, los inocentes, los cándidos.
Galdar deseó estar en su cama, dormir y enterrar todo esto en la negra profundidad del olvido absoluto. Esta noche rompería su propia regla. Mina estaba con quienes la adoraban, no lo necesitaba. Iba a marcharse cuando escuchó un gemido.
La solámnica estaba agazapada en el suelo hecha un ovillo, horrorizada, con los ojos clavados en el monstruo que se retorcía y se enroscaba en lo alto.
También ella había descubierto la verdad.
—Demasiado tarde —le dijo mientras pasaba ante ella, de camino a su cama—. Demasiado tarde para todos nosotros.
Espíritus sin sosiego
Los cuerpos de los dos magos seguían en el mismo sitio donde se les había ordenado que se quedaran, cerca del sarcófago de ámbar, en el Templo del Corazón, ahora el Templo del Único. Sólo uno de los espíritus de los hechiceros había permanecido allí para ver la construcción del tótem. El espíritu de Dalamar se había marchado con la llegada de los muertos que transportaban los cráneos. Palin observó cómo crecía el tótem, un monumento al afianzamiento y consolidación del poder de Takhisis. Ignoraba a donde había ido Dalamar. El espíritu del elfo oscuro se hallaba ausente a menudo, más tiempo que el que estaba presente.