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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (34 page)

Afortunadamente no había ocurrido eso. Mina encomendó sus almas al dios Único y las instó a servirle bien. Gerard miró a Odila, que no se encontraba lejos de él. La mujer tenía la cabeza inclinada y las manos enlazadas como si orase.

El caballero estaba furioso con ella; y furioso consigo mismo por estar furioso. Odila sólo había dicho la verdad. Ese dios Único era omnipotente, omnisciente, y lo veía todo. Ellos no podían hacer nada para detenerlo. Le repateaba afrontar la verdad, eso era todo. Detestaba admitir la derrota.

Cuando la ceremonia por los muertos terminó, Mina montó en su caballo y cabalgó al interior de la ciudad que se encontraba, en su mayor parte, desierta.

Durante la Guerra de la Lanza, Sanction había sido un campamento armado dedicado a la Reina de la Oscuridad, el cuartel general de sus ejércitos. Los draconianos habían nacido en el templo de Luerkhisis. Lord Ariakas tenía su puesto de mando en Sanction, entrenaba allí sus tropas, guardaba sus esclavos, torturaba a los prisioneros.

La Guerra de Caos, con la marcha de los dioses, que había sembrado la devastación en muchas partes de Ansalon, llevó prosperidad a Sanction. Al principio parecía que la ciudad sería destruida y que nadie la gobernaría, ya que los ríos de lava que se derramaban de los cráteres de los Señores de la Muerte amenazaban con enterrarla. Un hombre llamado Hogan Rada llegó para salvar a Sanction de las iras de las montañas. Haciendo uso de una magia poderosa que jamás explicó, desvió los flujos de lava y expulsó a la gente perversa que había gobernado largo tiempo la ciudad. Se invitó a ir allí a mercaderes y a quienes buscaran un medio de ganarse la vida y, casi de la noche a la mañana, Sanction prosperó a medida que las mercancías entraban en muelles y dársenas.

Viendo su riqueza y necesitados de acceso a su puerto, los caballeros negros quisieron recuperar el control de la ciudad, y ahora lo tenían.

Con Qualinost destruida, Silvanesti ocupada y Solamnia bajo su dominio, podría decirse, con toda justicia, que las zonas de Ansalon que no estaban controladas por Mina no merecía la pena controlarlas. Había cerrado el círculo al regresar a Sanction, donde comenzó su leyenda.

Advertidos de la marcha de Mina sobre su ciudad, los habitantes de Sanction, que habían capeado el asedio sin demasiadas privaciones, al escuchar los rumores sobre el ejército de caballeros negros y temiendo que los crueles conquistadores los esclavizaran, saquearan sus hogares, violaran a sus hijas y asesinaran a sus hijos, habían cogido sus botes o sus carretas y se hicieron a la mar o se encaminaron hacia las montañas.

Sólo se quedaron unos pocos: los pobres, que no tenían medios para marcharse; los viejos y los enfermos, que no podían emprender viaje; los kenders (por cuestión de carácter); y los oportunistas, a quienes les importaba poco cualquier dios y no debían lealtad a ningún gobierno ni causa excepto la suya propia. Estas personas se alineaban en las calles para ver la entrada del ejército, y sus expresiones iban desde una aburrida apatía hasta una anhelante expectativa.

En el caso de los pobres, su vida era ya tan miserable que no tenían nada que temer. En el caso de los oportunistas, sus miradas avariciosas no se apartaban de los dos enormes arcones de madera, reforzados con hierro, que se habían transportado bajo la estrecha vigilancia de una numerosa guardia desde Palanthas. En ellos viajaba gran parte de la fortuna de los caballeros negros, fortuna que tan codiciosamente había amasado el difunto lord Targonne. Ahora, esas riquezas se compartirían con todos los que habían luchado por Mina, o eso se rumoreaba.

Reforzar el fervor religioso con bolsas de monedas de acero; un movimiento inteligente, pensó Gerard, y con el que se aseguraba ganarse el corazón de sus soldados, además de sus almas.

El ejército avanzó por la calle del Armador y llegó a una gran plaza de mercado. Uno de los caballeros, que había visitado Sanction en una ocasión, explicó que se llamaba bazar Souk y que por lo general estaba tan abarrotado de gente que apenas había espacio para respirar, cuanto menos caminar. No ocurría lo mismo ahora. Los únicos que rondaban por allí eran unos cuantos matones oportunistas que aprovechaban la conmoción para saquear los puestos abandonados.

Mina ordenó hacer un alto en esa zona central y procedió a tomar el control de la ciudad. Despachó guardias al mando de oficiales de confianza para confiscar almacenes, tabernas, tiendas de magia y establecimientos de prestamistas. Envió a otro grupo de guardias, dirigidos por Galdar, al imponente palacio donde vivía el gobernador de la ciudad, el misterioso Hogan Rada. Los guardias tenían orden de arrestarlo, cogerlo vivo si cooperaba y matarlo en caso contrario. Sin embargo, Hogan Rada continuó siendo un misterio, ya que Galdar regresó para informar que no habían podido localizarlo y que nadie sabía cuándo se le había visto por última vez.

—El palacio está vacío y sería un alojamiento ideal para ti, Mina —dijo el minotauro—. ¿Ordeno a las tropas que lo preparen para tu llegada?

—El palacio será el cuartel general —repuso la joven—, no mi alojamiento. El Único no reside en palacios grandiosos, y yo tampoco lo haré.

Miró la carreta que transportaba el cadáver de Goldmoon atrapado en el sarcófago. El cuerpo no se había corrompido, no se había apergaminado. Congelado en el ámbar, parecía conservar una juventud eterna, una belleza imperecedera. La carreta había ocupado un lugar destacado en la procesión, inmediatamente detrás de Mina, rodeada por una guardia de honor de sus caballeros.

—Me alojaré en lo que antaño se llamaba el Templo de Huerzyd, pero que ahora se conoce como el Templo del Corazón. Detened a los Místicos que queden en el templo. Llevadlos a un sitio protegido, por su propia seguridad. Tratadlos con respeto y decidles que estoy deseando reunirme con ellos. Escoltad el cuerpo de Goldmoon al templo y llevad el sarcófago al interior para colocarlo delante del altar. Te encontrarás a gusto, madre, como en casa —dijo quedamente al frío rostro de la mujer aprisionada en el ámbar.

Galdar no pareció muy complacido con la tarea asignada, pero no cuestionó la decisión de Mina. Sus caballeros se arremolinaban a su alrededor, ansiosos por servirla, esperando una mirada, una palabra, una sonrisa. Gerard se mantuvo retirado, ya que no deseaba quedar atrapado en la aglomeración de hombres y caballos. Necesitaba saber qué tenía que hacer con el elfo, pero no le corría prisa. Se alegró de disponer de tiempo para pensar, para decidir cuál sería su siguiente movimiento. No le gustaba en absoluto lo que le estaba pasando a Odila. Sus palabras sobre manos consumidas lo asustaban. Tuviera el medallón o no, iba a hallar un modo de sacarla de allí aunque para conseguirlo tuviera que golpearle la cabeza y llevársela a la fuerza.

De repente sintió una feroz e imperiosa necesidad de hacer algo, cualquier cosa, para luchar contra ese dios Único, aunque le causara menos daño que la picadura de una abeja. Una abeja no haría demasiado daño, pero si hubiera cientos, miles de ellas... Había oído historias de dragones huyendo de enjambres así. Tenía que haber...

—Eh, Gerard —llamó alguien—. Has perdido a tu prisionero.

Gerard salió de su abstracción con un sobresalto. El elfo ya no estaba a su lado. No temía —ni esperaba— que Silvanoshei intentase escapar. Sabía exactamente dónde buscarlo. Silvanoshei azuzaba a su caballo tratando de abrirse paso entre el círculo de caballeros que rodeaban a Mina.

Maldiciendo entre dientes, Gerard taconeó a su montura. Los caballeros se habían percatado de la presencia del elfo y le obstruían el paso a propósito. Silvanoshei apretó las mandíbulas y continuó decidida y obstinadamente hacia su objetivo. Uno de los caballeros, cuyo corcel recibió un empellón de la montura de Silvanoshei, se volvió y lo miró fijamente. Era Clorant, con el rostro magullado e hinchado y el labio manchado de sangre. El labio partido se tensó en una mueca. Silvanoshei vaciló un instante, pero después siguió empujando. Clorant dio un seco tirón a las riendas, girando bruscamente la cabeza del caballo. El animal, irritado, lanzó un mordisco a la montura de Silvanoshei, que a su vez le enseñó los dientes. En medio de la confusión, Clorant propinó un empujón al elfo con intención de desmontarlo. Silvanoshei se las arregló para agarrarse a la silla, y respondió con otro empellón.

Gerard condujo a su corcel a través del tropel y alcanzó al elfo, apartando el brazo de Clorant mientras pasaba.

—No es un buen momento de interrumpir a Mina, majestad —dijo en voz baja al elfo—. Quizá más tarde. —Alargó la mano para asir las riendas del caballo de Silvanoshei.

—Sir Gerard —llamó Mina—. Atiéndeme. Trae aquí a su majestad. Todos los demás, abrid paso.

A la orden de Mina, Clorant no tuvo más remedio que hacer recular a su caballo para que Gerard y Silvanoshei pudieran pasar. La mirada sombría de Clorant los siguió. Gerard la sintió como un cosquilleo en la nuca mientras se aproximada para recibir órdenes.

Se quitó el yelmo e hizo un saludo a Mina. Como consecuencia de la pelea con Clorant, Gerard tenía el rostro magullado y el cabello apelmazado con sangre reseca. Tras la batalla, sin embargo, el aspecto de los demás caballeros era igual o peor, y Gerard confió en que Mina no se diera cuenta.

Puede que la joven no hubiese reparado en las señales de Gerard, pero observó intensamente a Silvanoshei, que tenía la camisa desgarrada y manchada de sangre y la capa de viaje cubierta de barro.

—Sir Gerard, te confié la seguridad de su majestad, que lo mantuvieras a salvo y lejos del combate. Veo que ambos tenéis contusiones y sangre. ¿Alguno de los dos ha sufrido una herida grave?

—No, señora —repuso Gerard.

Se negaba a llamarla Mina, como hacían los demás caballeros. Al igual que una medicina preparada con alumbre y miel, su nombre, dulce al principio, dejaba un regusto amargo en la lengua. No dijo nada sobre la pelea con Clorant y sus compañeros. Tampoco Silvanoshei se refirió al incidente. Tras asegurarle que no estaba herido, el elfo se sumió en el silencio. Ninguno de los numerosos caballeros agrupados en el círculo dijo nada. Aquí y allí, un caballo se movía intranquilo, contagiado por su nervioso jinete. A estas alturas todos los caballeros de Mina estaban al corriente de lo ocurrido; puede que incluso hubieran estado confabulados.

—¿Cuáles son vuestras órdenes, señora? —preguntó Gerard con la esperanza de echar tierra sobre el asunto.

—Eso puede esperar. ¿Qué ocurrió? —insistió Mina.

—Una patrulla solámnica apareció de improviso, señora —contestó sin alterarse. Miró directamente los ojos ambarinos—. Creo que intentaban apoderarse de la carreta de suministros. Los rechazamos.

—¿También su majestad los combatió? —instó la joven esbozando una sonrisa.

—Cuando vieron que era un elfo, trataron de rescatarlo, señora.

—No quería que me rescatara nadie —añadió Silvanoshei.

Gerard apretó los labios. El comentario del elfo era completamente cierto.

Mina lanzó una fría mirada a Silvanoshei y después volvió a centrar su atención en Gerard.

—No vi cadáveres.

—Conocéis a los solámnicos, señora —repuso impasible—. Sabéis lo cobardes que son. En cuanto cruzamos nuestras espadas con ellos, salieron huyendo.

—Conozco a los solámnicos, sí —replicó Mina—. Y contrariamente a lo que piensas, sir Gerard, siento un gran respeto por ellos.

La mirada ambarina de la joven pasó por la hilera de caballeros y seleccionó de modo infalible a los cuatro que habían estado involucrados. Sus ojos permanecieron más tiempo clavados en Clorant, y aunque el caballero trató de sostener su mirada, acabó encogido por la vergüenza. Al cabo, Mina apartó la vista de él y la dirigió hacia Silvanoshei, otro insecto capturado en la cálida resina.

—Sir Gerard, ¿sabes cómo ir al cuartel general de la guardia de la ciudad? —preguntó Mina.

—No, señora. Nunca había estado en Sanction. Pero podré localizarlo, sin lugar a dudas.

—Allí encontrarás celdas de seguridad. Escoltarás a su majestad hasta esas celdas y te asegurarás de que se le encierra en una de ellas. Ocúpate de que se encuentre cómodo. Esto lo hago por vuestra protección, majestad —añadió Mina—. Alguien podría intentar «rescataros» de nuevo, y la próxima vez podría ocurrir que no contaseis con un defensor tan valeroso.

Gerard miró a Silvanoshei y apartó rápidamente los ojos. Resultaba demasiado doloroso contemplar al elfo. Las palabras de la muchacha tuvieron el efecto de una daga clavada en las entrañas del joven monarca.

Hasta sus labios perdieron color, y en el semblante lívido sus ardientes ojos eran lo único que parecía tener vida.

—Mina, tengo que saber una cosa —dijo Silvanoshei en un tono quedo, desesperado—. ¿Me amaste alguna vez? ¿O sólo me has estado utilizando?

—Sir Gerard, te he dado una orden —urgió Mina mientras se daba media vuelta.

—Sí, señora. —Gerard tomó las riendas de las manos del elfo y se dispuso a alejarse conduciendo al otro caballo.

—Mina —suplicó Silvanoshei—. Al menos me merezco saber la verdad.

La muchacha volvió la cabeza para mirarlo por encima del hombro.

—Mi amor, mi vida, pertenecen al dios Único.

Gerard tiró de las riendas del caballo del elfo y se puso en marcha.

* * *

El cuartel general de la guardia se encontraba al sur de la Puerta Oeste, a unas pocas manzanas. Los dos cabalgaron en silencio por las calles que habían estado desiertas cuando las tropas entraron en la ciudad, pero que ahora se llenaban rápidamente con los soldados del ejército del Único. Gerard tenía que ir muy atento para evitar arrollar a alguien y su avance era lento. Miró hacia atrás a Silvanoshei, preocupado, y vio su rostro tenso, las mandíbulas prietas, la vista clavada en las manos que aferraban el pomo de la silla con tal fuerza que los nudillos estaban blancos.

—Mujeres —rezongó Gerard—. Nos pasa a todos.

Silvanoshei sonrió amargamente y sacudió la cabeza.

«Bueno, tiene razón —admitió Gerard—. Los demás no tenemos a un dios implicado en nuestras relaciones íntimas.»

Cruzaron la Puerta Oeste. Gerard acarició la idea de que el elfo y él podrían escapar en medio de la confusión, pero la descartó de inmediato. La calzada se encontraba abarrotada con las tropas de Mina y aún quedaban más en el campo que rodeaba la ciudad. Todos y cada uno de los hombres con los que se cruzaban asestaban una mirada ceñuda y hosca a Silvanoshei. Más de un centenar de ellos masculló amenazas.

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