A Palin aún le desconcertaba encontrarse separado de su cuerpo durante cualquier período de tiempo, pero se había aventurado a alejarse más durante los últimos días. Cada vez se sentía más alarmado, pues se había dado cuenta —al igual que todos los muertos— de que estaba muy próximo el momento en que Takhisis haría su entrada triunfal en el mundo.
Palin vio crecer el tótem, y con él, el poder de Takhisis. Ésta podía adoptar muchas formas, pero cuando se las veía con dragones, prefería su forma de reptil. Cinco cabezas, cada una de un color y especie distinta de dragón, emergían de un cuerpo de inmenso poder y fuerza. La cabeza del Dragón Rojo era brutal, feroz; en sus ollares bailaban llamas. La cabeza del Azul era esbelta, elegante y mortífera; entre los afilados colmillos de sus fauces chisporroteaban rayos. La cabeza del Negro era maliciosa, astuta, y de sus fauces goteaba ácido tóxico. La cabeza del Blanco era cruel, calculadora, e irradiaba un frío gélido que helaba hasta la médula de los huesos. La cabeza del Verde era artera e inteligente; por sus fauces abiertas emergían gases tóxicos.
Ésa era Takhisis en el plano inmortal, la Takhisis a la que servían los muertos con aterrado pavor, la Takhisis a la que odiaba y despreciaba Palin, a la que, a despecho de sí mismo, se sentía impulsado a adorar porque en los ojos de los cinco dragones se reflejaba la mente de una deidad, una mente que abarcaba la vastedad de la eternidad, que veía y entendía las posibilidades ilimitadas y, al mismo tiempo, enumeraba todas las gotas de los inmensos océanos, contaba todos los granos de arena de los yermos desiertos.
La visión de la Reina de la Oscuridad cernida alrededor de los cráneos y recibiendo los honores de los dragones muertos, era más de lo que Palin podía soportar. El mago separó su espíritu de su cuerpo y flotó desasosegado en la oscuridad.
Le resultaba difícil renunciar a las costumbres de los vivos, de manera que deambuló por las calles de Sanction en su forma etérea como lo habría hecho con su forma corporal. Caminó alrededor de los edificios cuando podría haber pasado a través de ellos. Los objetos físicos no eran una barrera para un espíritu, pero a pesar de ello lo frenaban. Caminar a través de las paredes —algo que iba tan en contra de las leyes de la naturaleza— sería admitir que había perdido toda conexión con la vida, con la parte física de la vida. No podía hacerlo; todavía no.
Su forma etérea le permitía desplazarse con más facilidad por las calles abarrotadas de personas, todas corriendo hacia el recientemente denominado Templo del Único para presenciar el milagro. Si hubiese estado vivo, la multitud habría arrastrado y arrollado a Palin, como les pasó a dos mendigos que intentaban resistir la embestida en el suelo. Uno de ellos, un hombre cojo, había perdido la muleta en la que se apoyaba. El otro, un hombre ciego, también había perdido el bastón y tanteaba el suelo inútilmente para encontrarlo.
De forma instintiva, Palin iba a ofrecerles ayuda, y entonces recordó lo que era, recordó que no podía ayudar a nadie. Al aproximarse, el mago advirtió que el hombre ciego le resultaba familiar, con el pelo plateado, la túnica blanca... Sobre todo el pelo plateado. No veía la cara del hombre, que llevaba tapada con vendajes para ocultar la espantosa herida que le había privado de la vista. Palin lo conocía, pero no conseguía ubicarlo. Estaba... fuera de contexto, no donde se suponía que debía estar. A Palin le vino a la cabeza la Ciudadela de la Luz y de repente recordó dónde había visto a ese hombre. A ese hombre que no era un hombre.
Valiéndose de los ojos del mundo de los espíritus, el mago vio las verdaderas formas de los dos mendigos, formas que existían en el plano inmortal y, por ende, no se podían ocultar aunque hubiesen adoptado otras formas en el mundo mortal. Un Dragón Plateado —Espejo—, el guardián de la Ciudadela de la Luz, se encontraba codo con codo, punta de ala contra punta de ala, con un Dragón Azul.
Entonces recordó Palin lo que era albergar esperanza.
* * *
El espíritu de Dalamar también deambulaba esa noche. El elfo oscuro se aventuró a mucha más distancia que Palin. A diferencia de éste, Dalamar no permitía que ninguna barrera física lo entorpeciera. Para él, las montañas eran tan insustanciales como nubes. Pasó a través de los sólidos muros de roca del cubil de Malys y penetró en el laberinto de sus cámaras como quien parpadea o respira.
Encontró a la gran hembra Roja durmiendo, como ya estaba acostumbrado a encontrarla en ocasiones anteriores. No obstante, esta vez había una diferencia. En sus visitas previas Malys dormía profunda y sosegadamente, segura en la certeza de que era la suprema dirigente de este mundo y que no había nadie lo bastante fuerte para desafiarla. Ahora su sueño era agitado. Sus enormes patas se sacudían, sus ojos giraban bajo los párpados cerrados, sus ollares aleteaban. Le resbalaba saliva de las fauces y un gruñido retumbó hondo en su pecho. Soñaba, y al parecer era un sueño desagradable.
Eso no sería nada comparado a su despertar.
—Oh, grande y graciosa majestad —dijo Dalamar.
Malys abrió un ojo, otra señal de que no descansaba tranquila. Por lo general, Dalamar tenía que hablarle varias veces o incluso convocar a uno de los esbirros de la Roja para que viniera a despertarla.
—¿Qué quieres? —gruñó.
—Poneros al tanto de lo que pasa en el mundo mientras dormitáis.
—Sí, adelante —instó Malys mientras abría el otro ojo.
—¿Dónde está el tótem, majestad? —preguntó fríamente el hechicero.
Malys giró la inmensa cabeza para echar una ojeada tranquilizadora a su colección de cráneos, trofeos de muchas victorias, incluidas las ganadas a Beryl y Khellendros.
Sus ojos se abrieron de par en par. Su respiración escapó con un siseo. Irguiéndose tan bruscamente que hizo que la montaña temblara, volvió la cabeza a uno y otro lado.
—¿Dónde está? —bramó mientras sacudía la cola. Las paredes de granito se resquebrajaron con los golpes, las estalactitas se desplomaron del techo y se hicieron añicos sobre sus escamas, pero la Roja no les prestó atención—. ¿Dónde está el ladrón? ¿Quién lo ha robado? ¡Dímelo!
—Os lo diré —contestó Dalamar sin hacer caso de su furia ya que no podía hacerle daño—. Pero quiero algo a cambio.
—¡El mismo negociante astuto de siempre! —siseó con un atisbo de llamas entre los dientes.
—Conocéis mi lamentable condición actual —continuó Dalamar mientras extendía las manos para mostrar su forma fantasmal—. Si recobráis el tótem y derrotáis a la persona que se lo ha llevado ilícitamente, os pido que utilicéis vuestra magia para devolverme el alma al cuerpo.
—Concedido —accedió Malys al tiempo que sus garras se crispaban. Inclinó la cabeza hacia adelante—. ¿Quién fue?
—Mina.
—¿Mina? —repitió Malys, perpleja—. ¿Quién es esa Mina y por qué se ha llevado mi tótem? ¿Cómo se lo ha llevado? ¡No huelo al ladrón! ¡Nadie ha entrado en mi cubil! ¡Ningún ladrón podría transportarlo!
—Ni siquiera un ejército de ladrones —convino Dalamar—. Pero un ejército de muertos podría. Y lo hizo.
—Mina... —Malys pronunció el nombre con aversión—. Ahora recuerdo. Me hablaron de que dirigía un ejército de espíritus. ¡Qué porquería!
—La «porquería» robó el tótem mientras dormíais, y lo han reconstruido en Sanction, en el que hasta hace poco se llamaba Templo del Corazón, pero al que ahora se conoce como el Templo del Único.
—Otra vez el tal Único —gruñó Malys—. Ese dios Único empieza a irritarme.
—Podría hacer mucho más que irritaros, majestad —dijo fríamente Dalamar—. Ella es la responsable de la destrucción de Cyan Bloodbane, de tu pariente Beryl y de Khellendros el Azul, tan próximo a ti, los tres dragones más poderosos de Krynn. Ha provocado la caída de Silvanesti, la destrucción de Qualinost, la derrota de los Caballeros de Solamnia en Solanthus, y ahora se ha alzado victoriosa en Sanction. Sólo quedáis vos en su camino hacia el triunfo absoluto.
Malys frunció el entrecejo, rumiando en silencio. El mago había hablado con crudeza, pero aunque no le había gustado lo que decía, no podía negar que era verdad.
—Ella, dices... Robó mi tótem. ¿Por qué? —inquirió, hosca.
—No llevaba mucho tiempo siendo vuestro tótem —contestó Dalamar—. El Único ha estado subvirtiendo las almas de los dragones muertos que antaño la reverenciaban. Ha estado utilizando el poder de sus espíritus para alimentar su propio poder. Al tomar los tótem de vuestra pariente y de Khellendros, le seguisteis el juego. Hicisteis las almas de los dragones muertos aún más poderosas. No subestiméis a esa diosa. Aunque estuvo débil y próxima a la destrucción cuando aparecisteis en este mundo, ha recuperado su fuerza y ahora está preparada para reclamar el botín que codicia hace mucho tiempo.
—Hablas como si conocieses a esa diosa —adujo Malys mientras miraba a Dalamar con desprecio.
—La conozco. Y vos también... por su fama. Se llama Takhisis.
—Sí, he oído hablar de ella —admitió Malys con un ademán despectivo de su garra—. Me contaron que abandonó este mundo durante la guerra con el Padre Caos.
—No lo abandonó. Lo robó y lo trajo aquí, como lo había planeado hace mucho tiempo, con la ayuda de Khellendros. ¿Nunca se os ocurrió preguntaros cómo apareció el mundo de repente en esta parte del universo? ¿Nunca os extrañó?
—No, ¿por qué iba a extrañarme? —replicó, furiosa, la Roja—. Si la comida cae en las manos del hambriento, no hace preguntas, ¡come!
—Y comisteis extremadamente bien, majestad —convino Dalamar—. Es una lástima que después del banquete no sacaseis la basura. Las almas de los dragones muertos han reconocido a su reina, y harán todo lo que les pida. Lamentablemente, os superan mucho en número y estáis en desventaja, majestad.
—Los dragones muertos no tienen fauces —se mofó Malys—. Me enfrento a una insignificante deidad que tiene a una niña como paladín y que depende de espíritus para obtener poder. Recuperaré mi tótem y asestaré un golpe letal a esa diosa.
—¿Cuándo planeáis atacar Sanction? —preguntó Dalamar.
—Cuando esté preparada —gruñó la Roja—. Vete ahora.
Dalamar hizo una profunda reverencia.
—Vuestra majestad no olvidará la promesa de... devolver mi alma a mi cuerpo, ¿verdad? Podría seros de mucha ayuda como una persona completa.
—No olvido mis promesas. —Malys movió la garra—. Y ahora, vete.
Cerró los ojos y apoyó la inmensa cabeza en el suelo.
A Dalamar no le engañó. A pesar de su actitud despreocupada, Malys había sufrido una sacudida hasta lo más hondo de su ser. Fingiría que dormía, pero en su interior el fuego de la ira ardía brillante y abrasador.
Satisfecho de haber hecho cuanto estaba en su mano —al menos allí—, Dalamar partió.
* * *
El tótem creció dentro del templo arrasado por el fuego. Los caballeros y los soldados de Mina la aclamaron y corearon su nombre. La sombra de Takhisis se cernía sobre el tótem, pero eran pocos los que la veían. No la buscaban a ella. A quien veían era a Mina, y eso era lo único que les importaba.
En las calles de Sanction, ahora casi totalmente vacías, el Dragón Plateado, Espejo, buscó a tientas el bastón que un golpe le había arrebatado de la mano.
—¿Qué está pasando? —preguntó a su compañero, que le entregó el bastón en silencio—. ¿Qué ocurre? Oí un tumulto y un gran grito.
—Es Takhisis —informó Filo Agudo—. La veo. Se ha manifestado. Muchos de mis hermanos vuelan en círculo y claman su nombre. Los dragones muertos la aclaman. Oigo la voz de mi compañera entre ellos. Rojos, Azules, Blancos, Negros, Verdes, vivos, muertos... Todos jurándole lealtad. Mientras yo hablo su poder sigue creciendo.
—¿Te unirás a ellos? —preguntó Espejo.
—Llevo tiempo pensando en lo que me contaste en la caverna del poderoso Skie —respondió lentamente el Azul—. En el hecho de que ninguna de las calamidades que han azotado a este mundo habrían sucedido de no ser por ella. Detesto a Paladine y a los otros supuestos dioses de la luz. Maldigo sus nombres, y si tuviese ocasión de matar a uno de sus campeones la aprovecharía y me enorgullecería de ello. He esperado con ansia el día en que nuestra reina pudiera gobernar sin competencia.
»
Ahora que ese día ha llegado, lo lamento. No se ha preocupado por nosotros, le traemos sin cuidado. —Filo Agudo hizo una pausa y después añadió—. Veo que sonríes, Plateado. Piensas que «preocupar» no es el término adecuado. Estoy de acuerdo contigo. Los que seguimos a la Reina Oscura no destacamos por ser individuos a los que les importen los demás. Respeto. Ésa es la palabra que busco. Takhisis no respeta a los que la sirven. Los utiliza hasta que ya no son válidos para sus propósitos, y entonces los deja de lado. No, no serviré a Takhisis.
—Pero ¿tomará parte activa contra ella? —susurró una voz conocida al oído de Espejo—. Si respondes por él, me vendría bien su ayuda, así como la tuya.
—¿Palin? —Espejo se volvió con gran agrado hacia la voz. Tendió la mano hacia donde le había sonado, pero no sintió el cálido apretón que esperaba.
»
No te veo ni te toco, Palin, pero te oigo —dijo—. E incluso tu voz suena lejana, como si hablases desde el otro lado de un ancho valle.
—Y así es —respondió el mago—. Aun así, entre los dos quizá podamos cruzarlo. Quiero que me ayudes a destruir ese tótem.
* * *
El espíritu de Dalamar se unió al río de almas que fluía hacia el Templo del Único del mismo modo que otros ríos fluyen hacia el mar. Su espíritu no hacía caso del resto, sino que estaba concentrado en su próximo objetivo. A su vez, las otras almas hacían caso omiso de él. No lo veían. Sólo oían una voz, sólo veían un rostro.
Al llegar, Dalamar se apartó del torrente que giraba en espiral alrededor del tótem de los cráneos de dragones. El monumento se elevaba en el aire, visible desde kilómetros, o eso decían algunas de las miles de personas que lo contemplaban atónitas, entre admiradas y sobrecogidas, y se regocijaban con la victoria de Mina sobre la odiada Malys.
Dalamar miró de soslayo el tótem. Era impresionante, tenía que admitirlo. Entonces centró su mente en asuntos más urgentes. Había guardias apostados a las puertas del templo. Su espíritu se deslizó entre los guardias y entró en la nave del altar. Se aseguró de que su cuerpo estuviera a salvo y reparó con sorpresa en que el espíritu de Palin había salido esa noche.