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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (47 page)

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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¿Qué más prueba hacía falta estando como estaba con el edredón clavado encima y las piernas como si fueran de plomo?

Aquella mujer lo superaba por completo.

—¿Qué te pasa, entonces? —preguntó Assad cuando coincidieron en el coche patrulla.

Carl pasó de contestar. ¿Cómo iba a hacerlo cuando tenía el cuerpo como si lo hubieran apaleado y sentía en los huevos unas palpitaciones dolorosas como las de un flemón?

—Ya estamos, o sea, en Vedbysønder —anunció Assad tras mirar embobado durante media hora la raya central de la calzada.

Carl desplazó la mirada del GPS a un minúsculo grupo de granjas y casas, y, más allá, al paisaje de campos. Pocas casas, una carretera comarcal bien asfaltada. Árboles y arbustos en grupos variados. El sitio no estaba nada mal para recoger el dinero del rescate.

—Tienes que ir hasta el edificio —advirtió Assad señalando más adelante—. Hay que pasar el puente y tener los ojos bien abiertos.

Tan pronto como apareció la primera granja a la altura del puente del tren, Carl reconoció lo que había descrito Martin Holt. Casas a ambos lados de la carretera. La vía férrea tras las casas, a la derecha. Algo más allá, un par de edificios aislados, y después la carretera secundaria que llevaba hacia la vía. Más adelante había una delgada hilera de árboles, y justo en la curva, vegetación más espesa. Aquel era el lugar donde al menos dos de las víctimas del secuestrador habían arrojado el dinero por la ventanilla del tren.

Aparcaron en la carretera secundaria que llevaba a un estrecho viaducto y encendieron las luces de emergencia para estar seguros de que otros automovilistas los verían en la nebulosa luz matinal.

Carl salió del coche con dificultad y pensó en fortalecerse con un cigarrillo, mientras Assad tenía ya la vista pegada a las matas de hierba que había a sus pies.

—Está algo húmedo, entonces —sentenció Assad, casi hablando para sí—. Algo húmedo. Ha debido de llover hace poco, pero no mucho, o sea. Mira.

Señaló unas huellas de ruedas impresas en el suelo.

—¿Ves? Ha llegado hasta aquí, o sea, tranquilamente —explicó Assad, poniéndose en cuclillas—. Y aquí ha arrancado de repente, como si tuviera prisa.

Carl asintió en silencio.

—Sí, o porque las ruedas giraban sin poder agarrarse al asfalto mojado.

Carl encendió el cigarrillo y miró alrededor. Sabían de dos hombres que arrojaron sus sacos con el dinero del rescate desde el tren a este descampado, pero ninguno de ellos vio el coche. Solo los destellos de la luz.

En ambos casos el tren venía del este, de modo que el saco podía haber caído en cualquier parte del trecho que había hasta la casa aislada, a unos doscientos metros de allí. Parecía que habían renovado la casa, así que sus ocupantes tal vez se instalaran después de 2005, cuando el padre de Flemming Emil Madsen arrojó su saco. Fuera como fuese, el caso es que apenas habían encontrado nada que los hiciera avanzar; esa fue su impresión.

Carl se llevó las manos a la nuca y se estiró, mientras el humo del cigarrillo que colgaba de la comisura de los labios se mezclaba con la humedad que el calor de marzo hacía brotar de la tierra. Sus fosas nasales guardaban aún el perfume de Mona. Así ¿cómo coño iba a pensar con fuste? ¿Cómo iba a pensar en algo que no fuera volver a verla?

—Mira, Carl. Ha salido un coche de la casa —informó Assad, señalando hacia el edificio aislado—. ¿Lo hacemos parar?

Carl arrojó la colilla y la aplastó sobre el asfalto.

La mujer que conducía pareció asustada cuando la hicieron detenerse en el arcén, tras el coche patrulla.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Tengo mal las luces?

Carl se encogió de hombros. ¿Y él qué sabía?

—Nos interesa ese terreno de ahí. ¿Es vuestro?

La mujer asintió con la cabeza.

—Sí, hasta los árboles de allí. ¿Por qué?

—Hola, me llamo Hafez el—Assad —hizo saber Assad, tendiéndole su mano peluda por la ventanilla abierta—. ¿Has visto a alguien lanzar algo desde el tren aquí?

—No. ¿Cuándo ha sido eso? —preguntó. Sus ojos se iluminaron un poco. Así que no la habían parado por haber hecho algo mal.

—Varias veces. Hace unos años, quizá. ¿Has visto, por casualidad, un coche aparcado aquí, esperando?

—Si fue hace varios años, no. Acabamos de mudarnos —aseguró, sonriendo aliviada—. Acabamos de terminar la obra. Todavía podéis ver los andamios en la parte trasera.

Señaló tras de sí y miró a Carl a los ojos. Tal vez él tuviera aspecto de saber más de andamios que Assad.

Carl iba a darle las gracias por la ayuda. Hacerse a un lado como un aduanero y dejarla seguir su camino. Encender otro cigarrillo y volver a pensar en Mona.

—Pero sí que hubo un coche aparcado anteayer, cuando sucedió el espantoso accidente de tráfico en Lindebjerg Lynge —continuó la mujer.

Carl asintió en silencio, satisfecho. Por eso se veían las huellas de ruedas en la tierra.

La mujer mudó la expresión de su semblante.

—He oído que hubo una persecución en coche. Las mujeres de uno de los coches quedaron malheridas. Mi cuñado es primo de uno del servicio de ambulancias. Dijo que no creía que sobrevivieran.

Sí, pensó Carl. El tráfico podía ser peligroso por las carreteras secundarias. ¿Qué iba a hacer la gente, sino apretar el acelerador hasta el fondo?

—Y ese coche que estuvo parado ¿qué aspecto tenía, entonces? —preguntó Assad.

La mujer hizo un gesto de desconocimiento.

—Solo vimos las luces rojas traseras; después las apagó. Cuando estamos en la sala viendo la televisión, desde allí se ve esta zona. Mi marido pensó que sería alguna pareja de besuqueo.

Movió la cabeza a un lado y al otro. Debía de querer decir que a las parejas había que dejarlas besarse así, porque también ella lo había hecho.

—Pero, de pronto desapareció —continuó—. Vimos los faros de otro coche, y luego desaparecieron los dos. Mi marido dijo más tarde que a lo mejor uno de ellos era el que tuvo el accidente —sonrió con aire de disculpa—. Mi marido tiene tendencia a dramatizar.

—¿Dices que ocurrió el lunes? —preguntó Carl, mirando las huellas de los coches. El que estuvo parado allí se había plantado en un lugar estratégico en muchos sentidos. Un buen panorama general. Cerca de la vía del tren. Y en caso de ocurrir algo inesperado, podía ponerse en la carretera en un santiamén. Después siguió preguntando—. Has hablado de un accidente. ¿Dónde has dicho que ocurrió?

—Al otro lado de Lindebjerg Lynge. Mi hermana vivía a unos cientos de metros de allí —informó, meneando la cabeza—. Pero ha emigrado a Australia.

La mujer dijo que ella iba en aquella dirección, y que podían seguirla.

Atravesó el bosque a menos de cincuenta por hora, con Carl pegado a su parachoques.

—¿No es mejor apagar las luces azules? —preguntó Assad pasados un par de kilómetros.

Carl sacudió la cabeza, resignado. Pues claro. ¿En qué estaba pensando? Aquel cortejo a paso de tortuga debía de resultar bastante cómico, a decir verdad.

—Mira ahí.

Assad señaló un tramo de calzada donde el sol se aprestaba a evaporar el rocío matutino.

Carl también lo vio. Marcas de frenado en el carril contrario, y diez metros más allá otras marcas, pero en su mismo carril.

Assad se inclinó hacia el parabrisas y entornó los ojos. Lo más seguro es que, en su mente, estuviera imaginando una persecución ficticia en coche. Parecía que tuviera el volante en sus manos y pisara el acelerador hasta la alfombrilla de goma.

—¡Ahí también! —gritó, señalando otras marcas que sugerían un frenazo brusco.

La mujer de delante detuvo el coche y salió.

—Ocurrió aquí —concretó, señalando el tronco de un árbol completamente descortezado.

Anduvieron de un lado para otro y encontraron algunos cascos de cristal de los faros y fuertes raspados en el asfalto. Un accidente violento y bastante incomprensible. Tendrían que hacer comprobaciones con sus compañeros de Tráfico.

—Vamos —instó Carl.

—Y ahora ¿qué? ¿Me dejarás conducir?

Carl miró a su colega. Los recuerdos de su temerario empleo del acelerador no hablaban en favor de su ayudante moreno. En absoluto.

—Primero, haremos las comprobaciones con los de Tráfico —decidió, sentándose al volante.

No conocía a quien había estado al cargo del caso y había hecho las mediciones, pero no tenía un pelo de tonto.

—Llevamos el coche a los garajes de Kongstedsvej para inspeccionarlo más a fondo —dijo el compañero de Tráfico—. Encontramos restos de pintura de otro vehículo en algunos de los puntos de colisión, pero todavía no sabemos de qué pintura se trata. Es de color oscuro, tal vez gris grafito, pero es posible que la fricción del momento de la colisión haya influido en el tono.

—¿Y las víctimas? ¿Están vivas?

Le dieron dos números de registro civil. Con eso podría seguir investigando.

—Así que, ¿crees que hubo otro coche implicado en el accidente? —preguntó Carl.

Su compañero rio al otro lado de la línea.

—No, no es que lo crea: lo sé. Lo que pasa es que aún no lo hemos hecho público. Hay indicios claros de una persecución en coche en un tramo de por lo menos dos kilómetros y medio antes del lugar del accidente. Conducían muy rápido, como salvajes. Así que si las dos mujeres salen vivas va a ser un milagro.

—¿No hay rastro del otro conductor, el que se dio a la fuga?

El hombre lo confirmó.

—Pregúntale por las mujeres, Carl —susurró Assad a su lado.

Y eso hizo. ¿Quiénes eran? ¿Qué relación había entre ellas? Ese tipo de cosas.

—Sí —replicó su interlocutor—. Las dos mujeres eran de la zona de Viborg, así que es bastante raro que colisionaran en una carretera secundaria perdida del sur de Selandia. Vemos que atravesaron el puente del Gran Belt varias veces aquel día, pero eso no es lo más raro.

Carl se dio cuenta de que el tipo se guardaba lo mejor para el final. Típico de los agentes de Tráfico. Para que los de la Brigada criminal aprendieran que no eran los únicos que tenían un trabajo emocionante.

—¿Qué es lo más raro? —quiso saber Carl.

—Lo más raro es que poco antes habían destrozado la barrera de control del puente y después hicieron todo lo posible por evitar que la Policía las detuviera.

Carl miró de nuevo a la calzada. ¡Anda la osa!

—¿Puedes mandarme el atestado para que lo reciba en el ordenador del coche?

—¿Ahora? Tendré que consultarlo con mis superiores.

Y colgó.

A los cinco minutos estaban leyendo el relato policial acerca de la conducción de las mujeres, y desde luego que cosas así no se leían todos los días. Los radares habían sacado cuatro fotos, dos con cada conductora, en el mismo día. Destrozar la barrera de control del puente sobre el Gran Belt. Conducción caótica por la E-20. Perseguidas por varios coches patrulla en el mismo tramo. Parece ser que condujeron un buen trecho con las luces apagadas para luego terminar en un accidente inevitable en una carretera forestal.

—¿Por qué van de Viborg a Selandia, vuelven a Fionia y después otra vez a Selandia a todo gas? ¿Lo sabes tú, Assad?

—No lo sé, entonces. En este momento estoy mirando esto.

Señaló la lista de las fotos del radar. Estaban hechas en sitios tan diferentes como la E-45 al sur de Vejle, la E-20 a mitad de camino entre Odense y Nyborg, y otra vez en la E-20, al sur de Slagelse.

El dedo de Assad bajó a la siguiente línea del atestado.

Carl vio la dirección de la localidad que señalaba. Al parecer, las mujeres también fueron detectadas por una instalación experimental de radares en una zona rural. Al menos, él nunca había oído el nombre del pueblo. Se llamaba Ferslev, y lo habían atravesado a ochenta y cinco kilómetros por hora donde el límite de velocidad era cincuenta. Si se calculaban todos los delitos cometidos y se añadía que había habido dos conductoras, tenía dos mujeres a las que, como mínimo, aquel día se les había retirado el carné de conducir.

Carl tecleó Ferslev en el GPS y examinó el mapa. Estaba en las afueras de Skibby. A mitad de camino entre Roskilde y Frederikssund.

Vio que Assad ponía el dedo en el mapa y lo iba deslizando hacia Nordskoven. El mismo lugar en el que Yrsa creía que podía haber una caseta de botes.

Aquello era muy extraño.

—Llama a Yrsa —ordenó a su ayudante mientras arrancaba el coche—. Dile que reúna información acerca de esas dos mujeres. Dale los números de registro civil y dile que se dé prisa. Dile también que vuelva a llamar para saber dónde están ingresadas y cuál es su estado. Esto me da mala espina.

Oyó hablar a Assad, pero estuvo un rato ausente. No podía quitarse de la cabeza la carrera desenfrenada que habían hecho las dos mujeres por todo el país.

Debían de ser drogadictas, susurró su sensato yo. Drogadictas, o al menos camellos. Algo así, y seguramente estarían bajo los efectos de la droga. Asintió en silencio para sí. Por supuesto que era algo de ese tipo. Si no, no habrían tenido el accidente. ¿Quién decía que había otro coche implicado que se dio a la fuga? ¿Por qué no podía ser un pobre asustado que se había visto acosado por unas descerebradas con droga en la sangre? Un pobre hombre que se asustó y solo quiso escapar de allí.

—Vale —oyó que decía Assad antes de colgar.

—¿Has hablado con ella? —preguntó—. ¿Ha entendido lo que tiene que hacer?

Trató de captar la mirada muy pensativa de Assad.

—Oye, y ¿qué ha dicho Yrsa?

—¿Que qué ha dicho Yrsa? —repitió Assad, levantando la cabeza—. No lo sé. Es que he hablado con Rose.

40

No estaba satisfecho. No lo estaba en absoluto.

Apenas habían transcurrido dos días desde el accidente y, según las noticias de la radio, una de las accidentadas estaba mejorando. A la otra no le daban muchas posibilidades, pero no decían quién era quién.

Fuera lo que fuese, su respuesta no podía esperar más.

La víspera reunió información sobre otra familia potencial, y después estuvo pensando en ir a la casa de Isabel en Viborg y hacer desaparecer el ordenador, pero ¿de qué iba a servirle si ya había enviado la información que tenía sobre él a su hermano?

Y luego estaba la cuestión de cuánto sabía Rakel. ¿Le habría contado todo Isabel?

Por supuesto que sí.

Estaba claro, las mujeres debían morir.

Alzó la vista hacia el cielo. Seguía existiendo una lucha entre Dios y él, siempre había sido así. Desde su niñez.

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