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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (48 page)

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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¿Por qué no lo dejaba Dios en paz?

Se concentró, abrió el ordenador, encontró el número de la unidad de Traumatología del Hospital Central y habló con una secretaria prepotente que no tenía muchas novedades que ofrecer.

Ambas mujeres habían sido trasladadas a la unidad de Cuidados Intensivos, eso era lo que sabía.

Él se quedó un rato mirando el cuaderno de notas.

Cuidados Intensivos. UCI 4131.

Teléfono: 35454131.

Tres pequeños datos que significaban la muerte para algunas y la vida para él. Podía reducirse a algo así de sencillo, sin importar qué ojos lo observaban desde el cielo todopoderoso.

Tecleó en Google el número de la Unidad y casi lo primero que salió en la lista de búsquedas fue la página web de la llamada Clínica de Terapia Intensiva del Hospital Central.

Era una web clara. Limpia y esterilizada como el propio Hospital Central. Pinchó en «Información práctica» y después en «Información para familiares.pdf», y consiguió un manual que le decía cuanto deseaba saber.

Recorrió la página.

Cambio de turno: 15.30-16.00, ponía. Así que era entonces cuando debía golpear. En el momento de mayor agitación.

En aquellas instrucciones increíbles ponía que las visitas y presencia de familiares podían ser un gran consuelo y apoyo para el paciente. Sonrió. Bueno, pues en adelante sería un familiar. Compraría un ramo de flores, eso sí que era reconfortante. Y su rostro exhibiría la expresión adecuada, para que vieran a las claras lo afectado que estaba.

Siguió leyendo. Aquello iba cada vez mejor. Ponía que todos los familiares o amigos cercanos de un paciente ingresado allí eran bienvenidos a cualquier hora del día o de la noche.

¡Amigos cercanos a cualquier hora del día o de la noche!

Lo pensó bien. Iba a ser mejor que se hiciera pasar por un amigo cercano, era más difícil de comprobar. Amigo cercano, e íntimo de Rakel. Uno de su comunidad. Adoptaría el dialecto cerrado del centro de Jutlandia, que justificaría que se quedara tanto tiempo. Tanto tiempo como le hiciera falta. Al fin y al cabo, había venido de muy lejos.

Todo eso y más ponía en las instrucciones para las visitas. Cuándo había que esperar en la sala de familiares. Dónde se podía tomar té y café. Que las consultas con los médicos podían hacerse durante el día. También incluía bonitas fotos del interior de las habitaciones, indicaciones precisas sobre lo que podía esperar de las sondas y de los aparatos de supervisión.

Miró las fotografías de aquellos aparatos y se dio cuenta de que se trataba de matar rápido y salir de allí lo antes posible. En el momento en que un paciente muriera en una unidad de cuidados intensivos como aquella, todos los aparatos darían la alarma. El personal de la sala de observación se enteraría enseguida. Estarían allí en nada de tiempo. Los intentos de reanimación se pondrían en marcha en pocos segundos. Eran profesionales, y así debían actuar.

De manera que no solo tendría que matar rápido, debería ser también una muerte certera, para que no pudieran revivir a las muertas, y lo más importante de todo era que no surgieran sospechas inmediatas de que la causa de la muerte pudiera no ser natural.

Pasó media hora delante del espejo. Se dibujó arrugas en la frente, se cambió de peluca y transformó el contorno de los ojos.

Cuando terminó miró satisfecho el resultado. Tenía ante sí a un hombre abatido por el pesar. Un hombre entrado en años con gafas, pelo canoso y mal cutis. Cosa bastante alejada de la realidad.

Abrió la puerta con espejo de su botiquín. Tiró de un cajón y sacó cuatro embalajes de plástico de entre muchos otros.

Jeringuillas corrientes, de las que podían comprarse en la farmacia sin receta. Agujas corrientes, como las que emplean a diario miles de adictos para pincharse con la bendición de la sociedad.

No necesitaba más.

Llenar la jeringa de aire, meterla en una vena y apretar el émbolo. La muerte sería rápida. Le daría tiempo para ir de una sala a otra y cargarse a las dos antes de que sonara la alarma.

Era cuestión de cronometrar bien.

Buscó la sección 4131. Rótulos directivos y un ascensor casi hasta la puerta, creía él. Bastaba con saber el número de sección, de ahí se sacaba la entrada, el piso y la unidad, según ponía en la guía del hospital.

Entrada 4, piso 13, unidad 1. Así debía ser, pero el ascensor solo subió hasta el piso 7.

Miró el reloj. El cambio de turno se acercaba, no había tiempo que perder.

Adelantó a un par de ancianos con muletas y buscó información en la entrada principal. El hombre de la ventanilla parecía venir de un empleo mejor, pero era efectivo y amable.

—No, no hay que leerlo así. Es la entrada 4.1, piso 3, unidad 1. Vaya a la entrada 4.1 y coja el ascensor.

Señaló la dirección, y por si acaso pasó un papel fotocopiado por debajo de la ventanilla, donde había escrito los números a bolígrafo. «El paciente está en la habitación…», ponía, y después las cifras.

Qué forma tan perfecta de conducirlo al lugar del crimen. ¡Bravo!

Salió en la tercera planta y comprobó enseguida que allí estaba el letrero de la sección 4131 de la Unidad de Cuidados Intensivos. Una puerta doble con cortinas blancas conducía al interior. De no haberlo sabido, habría pensado que era una funeraria.

Sonrió. De hecho lo era, en cierto sentido.

Si allí dentro había la misma actividad que en el pasillo, donde no se veía un alma, excepto varios carros de ropa vacíos, aquello iba a ser pan comido.

Empujó las puertas de vaivén.

La estancia no era grande, aunque lo pareciera. Lo que no había previsto era la energía que se desplegaba allí dentro. Se había imaginado una gran concentración y trabajo en silencio, pero no era el caso. Al menos en aquel momento, no.

Tal vez la hora elegida no era tan adecuada como había pensado.

Atravesó dos pequeñas salas para visitas y se encaminó directo a recepción. Un mostrador curvo multicolor capaz de detener a cualquiera.

La secretaria lo saludó con la cabeza; estaba ordenando sus papeles.

Mientras tanto, él miró alrededor.

Había médicos y enfermeras por todas partes. Algunos dentro de las habitaciones; otros se afanaban en los cubículos provistos de ordenadores, colocados a la entrada de las habitaciones de los pacientes. Y después, estaban los que se desplazaban por el pasillo con paso decidido.

Puede que sea por el cambio de turno, se dijo para sí.

—¿He venido en un mal momento? —preguntó a la secretaria en un jutlandés cerrado.

Ella miró su reloj de pulsera y después lo miró con amabilidad.

—Bueno, un poco. ¿A quién busca?

Entonces afloró el semblante preocupado que había estado ensayando.

—Soy amigo de Rakel Krogh —dijo.

La secretaria ladeó la cabeza.

—¿Rakel? Aquí no hay ninguna Rakel Krogh; querrá decir Lisa Krogh, ¿verdad? —aventuró, y miró a la pantalla—. Aquí pone Lisa Karin Krogh.

¿En qué diablos estaba pensando? Rakel era el nombre que empleaba en la comunidad, no su nombre verdadero. Si ya lo sabía.

—Ah, sí, perdone. Lisa, por supuesto. Verá, es que pertenecemos a la misma comunidad, y allí empleamos nuestros nombres bíblicos. Para nosotros, Lisa se llama Rakel.

La expresión facial de la secretaria se transformó ligeramente, pero no gran cosa. ¿No creía lo que estaba contándole o es que sentía aversión por la gente religiosa? ¿Iba a pedirle su documentación?

—Sí, y también conozco a Isabel Jønsson —añadió, antes de que ella reaccionara—. Somos amigos los tres. Las han ingresado juntas, por lo que tengo entendido, en la unidad de Traumatología, ¿no es así?

Ella asintió en silencio. Una sonrisa un tanto forzada, pero algo es algo.

—Sí —admitió—. Ahora están aquí las dos.

Señaló la sala y dijo el número.

En la misma habitación. Mejor, imposible.

—Tiene que esperar un momento. Vamos a trasladar a Isabel Jønsson a otra unidad, y los médicos y enfermeras están preparándola. Por cierto, ha venido otra visita para Isabel Jønsson, así que deberá esperar hasta que se haya marchado él. Preferimos que solo haya un grupo a la vez en la habitación —informó, señalando la sala de espera cercana a la salida—. Está esperando ahí. Puede que lo conozca.

Una información inquietante.

Se volvió rápido hacia la sala de espera. Sí, en la sala había un hombre cruzado de brazos, estaba solo. Llevaba uniforme de la Policía. Casi seguro que era el hermano de Isabel; sí, no cabía duda. Los mismos pómulos salientes, la misma nariz y el mismo rostro. No era una buena noticia.

Miró a la secretaria con expresión esperanzada.

—Isabel ¿está mejorando?

—Parece ser que sí —respondió ella—. No solemos hacer traslados a planta a menos que haya mejoría.

«Parece ser que sí», decía. Por supuesto que lo sabía con seguridad. Pero no sabía cuándo iba a hacerse el traslado, y seguro que podía ser en cualquier momento.

Muy desafortunado. Además, estaba el hermano de Isabel.

—Entonces, ¿podré hablar con Rakel? ¿Está consciente? Perdón, quiero decir con Lisa.

La mujer sacudió la cabeza.

—No, Lisa Krogh sigue en coma.

Él inclinó la cabeza.

—Pero Isabel está consciente, ¿verdad? —preguntó con voz queda.

—No lo sé, pregúntele a esa enfermera —dijo la secretaria, señalando a una mujer rubia de aspecto cansado que pasó trotando con un fajo de expedientes bajo el brazo. La secretaria se volvió hacia otro visitante que se había acercado al mostrador. La audiencia había terminado.

—Perdone —dijo a la enfermera con el brazo a media altura. En su chapa ponía «Mette Frigaard-Rasmussen»—. ¿Sabe si Isabel Jønsson está consciente? ¿Puedo entrar a hablar con ella?

Puede que no fuera su paciente, puede que no fuera su turno, puede que no fuera su día, o puede que estuviera exhausta; lo cierto es que lo miró por las delgadas rendijas de sus ojos y respondió abriendo unos labios igual de finos.

—¿Isabel Jønsson? Ah, sí. Está… —Se quedó un momento mirando al frente—. Está consciente, pero la tenemos muy medicada y tiene la mandíbula rota, así que no habla muy bien. De hecho, por ahora no puede comunicar nada, pero todo llegará.

Después le sonrió haciendo un esfuerzo, y él dio las gracias y dejó que siguiera con su dura jornada.

Isabel no podía comunicar: por fin una buena noticia. Así que se trataba de aprovechar la situación.

Apretó los labios, se alejó de la sala de espera y continuó por el pasillo. Pronto tendría que salir rápido de allí. Prefería tomar el ascensor al exterior con total tranquilidad, pero si había otras posibilidades debía conocerlas.

Pasó junto a varias habitaciones donde yacían pacientes en situación extrema rodeados de médicos y enfermeras trabajando con esmero y de forma pausada. En la sala de observación, había varias personas con bata mirando concentradas a las pantallas y hablando en voz baja. Todo estaba controlado.

Un auxiliar pasó junto a él y tal vez se preguntó qué hacía allí. Después se sonrieron y él siguió adelante.

Las paredes estaban pintadas de colores. Colores y cuadros intensos. También cristal coloreado. Todo irradiaba vida. La muerte allí no era bienvenida.

Torció al llegar a una pared roja y observó que había un pasillo que discurría paralelo por el que había venido. La parte izquierda parecía componerse de una serie de pequeños cuartos para uso del personal. Al menos había rótulos con nombres y titulaciones junto a las puertas. Miró a su derecha y pensó que podría volver a bajar a recepción por allí, pero al acercarse vio que no tenía salida. Eso sí, había un ascensor. Tal vez su medio de huida.

Vio la bata colgada tras la puerta en un cuarto donde había ropa de cama y diversos utensilios en estanterías. Debía de ser para lavar, al menos había otras cosas para lavar allí.

Dio un paso lateral, cogió la bata, se la colgó del brazo y esperó un momento antes de volver a dirigirse a recepción.

En el camino saludó al mismo auxiliar de antes, y palpó el bolsillo de la chaqueta para comprobar si estaban las jeringas.

Desde luego que estaban.

Se sentó en un sofá azul en la primera y más pequeña de las salas de espera sin que el policía que estaba en la sala más grande de atrás levantara la cabeza. A los cinco minutos exactos el policía se levantó de su asiento y se dirigió a la recepción. Dos médicos y un par de ayudantes acababan de salir de la habitación donde estaba su hermana, y mientras tanto los nuevos rostros del personal se distribuían entre sus respectivos puestos.

Estaban en pleno cambio de turno.

El policía saludó con la cabeza a la secretaria y ella le devolvió el saludo. Sí, había vía libre. El hermano de Isabel Jønsson podía entrar.

Lo siguió con la vista y lo vio desaparecer en la habitación. Dentro de poco llegaría un celador a por su hermana. No era el mejor inicio para su plan.

Si Isabel estaba tan recuperada como para que la trasladaran, debía matarla a ella primero. Puede que no hubiera tiempo para más.

Todo dependía de que tuviera el tiempo suficiente. Por eso debía hacer salir al hermano enseguida, aunque fuera peligroso. No le gustaba nada la idea de tener que acercarse a aquel hombre. Puede que Isabel le hubiera contado algo, es lo que le había dicho. Y puede que supiera demasiado. Entonces tendría que cubrirse el rostro cuando se acercara a él.

Esperó hasta que la secretaria empezó a recoger sus cosas y cedió su puesto a una persona más descansada.

Se puso la bata.

Era el momento.

Al entrar no reconoció a las mujeres enseguida, pero en la cama más alejada el policía hablaba a su hermana Isabel mientras le cogía la mano.

Entonces la mujer que estaba junto a la puerta, con una telaraña de máscaras, sondas y goteros alrededor, debía de ser Rakel.

Tras ella había un muro de sofisticados aparatos emitiendo destellos y pitidos. Su rostro estaba cubierto casi por completo, igual que su cuerpo. Bajo la manta se adivinaban lesiones graves y daños irreparables.

Miró hacia Isabel y su hermano.

—¿Qué ha pasado, Isabel? —acababa de preguntar el hermano.

Entonces él se colocó entre la pared y la cama de Rakel y se agachó.

—Lo siento, pero no puede seguir en la habitación, señor Jønsson —anunció, mientras se inclinaba sobre Rakel y levantaba sus párpados como si estuviera examinando sus pupilas. La verdad es que parecía estar en un coma profundo. Después continuó—. Vamos a trasladar a Isabel. Mientras tanto, puede ir a la cafetería. Cuando vuelva le diremos adónde han trasladado a su hermana. ¿Puede volver dentro de media hora?

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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