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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (49 page)

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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Oyó que el policía se levantaba y decía un par de frases de despedida a su hermana. Un hombre acostumbrado a obedecer.

Hizo un breve saludo de perfil al policía cuando este abrió la puerta y se marchó, y luego se quedó un momento mirando a la mujer de la cama. Raro sería que aquella mujer pudiera constituir jamás una amenaza para él.

En aquel momento, Rakel abrió los ojos. Se quedó mirándolo como si estuviera del todo consciente. Le dirigió una mirada vacía, pero tan intensa que sería muy difícil de olvidar. Después sus ojos volvieron a cerrarse. Esperó un momento para ver si aquello se repetía, pero no ocurrió tal cosa. Puede que se debiera a algún tipo de reflejo. Escuchó los pitidos de los aparatos. Seguro que el pulso se le había acelerado en el último minuto.

Entonces se volvió hacia Isabel, cuyo pecho se alzaba y se hundía cada vez más rápido. Así que ya sabía que él estaba allí. Le habría reconocido la voz, pero ¿de qué iba a servirle? Tenía la mandíbula inmovilizada y los ojos tapados por la gasa. Estaba bien sujeta, conectada a varios goteros y aparatos de medida, pero en su boca no había ninguna sonda, tampoco tenía respiración asistida. Pronto podría hablar. En realidad, ya no estaba en peligro de muerte.

Qué irónico que ninguna de esas señales de vida vayan a valerle para esquivar la muerte, pensó mientras se acercaba y buscaba una vena de su brazo que latiera con suficiente fuerza.

Sacó una jeringa del bolsillo. Extrajo una aguja de su embalaje y la montó. Después retiró el émbolo hacia atrás y la jeringa se llenó de aire.

—Deberías haberte conformado con lo que te daba, Isabel —la amonestó, y observó que tanto la respiración como el ritmo cardíaco de la mujer se aceleraban.

No me gusta, pensó; se deslizó al otro lado de la cama y retiró la almohada que tenía Isabel bajo el brazo. Podían ver las reacciones de Isabel desde la sala de observación.

—Tranquila, Isabel —la sosegó—. No voy a hacerte nada. He venido para decirte que no voy a hacer nada a los niños. Los cuidaré bien. Cuando estés mejor te haré saber dónde están. Créeme. Era por el dinero. No soy un asesino. Es lo que he venido a decirte.

Observó que la respiración seguía siendo violenta, pero que el ritmo cardíaco había disminuido algo. Menos mal.

Después dirigió la vista hacia los aparatos de Rakel. De pronto dejaron de sonar los pitidos. Su corazón parecía haber enloquecido de repente.

Hay que darse prisa, fue la idea que cruzó su mente.

Cogió de un tirón el brazo de Isabel, encontró una vena palpitando y metió la aguja. Entró con facilidad.

Ella no reaccionó en absoluto. Estaba tan dopada de medicación que habría podido atravesarle el brazo sin que reaccionara.

Trató de apretar el émbolo, pero no lo consiguió. Debía de haber pinchado al lado de la vena.

Sacó la aguja y volvió a pinchar. Esta vez Isabel se sobresaltó. Ya sabía qué le quería hacer. No era nada bueno. El ritmo cardíaco subió de nuevo. Volvió a apretar el émbolo, pero este se resistía a avanzar. Por todos los diablos, tendría que buscar otra vena.

De pronto se abrió la puerta.

—¿Qué pasa aquí? —gritó una enfermera, mirando a los aparatos de Rakel y a aquel desconocido vestido con bata de médico con una jeringa apuntando al brazo de Isabel.

Él se guardó la jeringa en el bolsillo y ya se estaba levantando para cuando la enfermera comprendió lo que iba a suceder. El golpe contra su garganta fue breve y violento, y la mujer se derrumbó ante la puerta abierta.

—Ocúpate de ella, se ha desvanecido. Creo que está demasiado fatigada —gritó a la enfermera que entró corriendo desde la sala de observación para controlar los datos de los aparatos de las dos mujeres. En un segundo, la habitación pareció un hormiguero. Gente de blanco que se amontonó en la puerta mientras él se retiraba a paso rápido hacia la zona del ascensor.

Aquello iba mal, y era la segunda vez que Isabel se salvaba por los pelos. Con solo diez segundos más habría acertado una vena y la habría llenado de aire. Solo diez segundos. Diez putos segundos. No hizo falta más para estropearle el plan.

Oyó gritos enérgicos a sus espaldas cuando la puerta se cerró. Frente al ascensor estaba sentado un hombre flaco con ojeras esperando para entrar en Cirugía plástica. Hizo un breve saludo con la cabeza cuando vio la bata. Así funcionaban las batas en un hospital.

Apretó el botón del ascensor y miró a las escaleras de incendios cuando el ascensor se detuvo en la planta. Saludó con la cabeza a un par de hombres en bata y un par de visitas de rostro compungido que estaban en el ascensor, y después se puso de cara a la pared para que no se dieran cuenta de que no llevaba placa de identificación.

En la planta baja estuvo a punto de chocar con el hermano de Isabel frente al ascensor. No había ido muy lejos, no.

Estaba claro que los dos hombres con quienes conversaba eran sus compañeros. Bueno, puede que el moreno pequeño no, pero el danés, sí. Parecían serios.

Tampoco él estaba nada alegre, carajo.

Ya en el exterior vio el helicóptero revoloteando sobre el edificio. Más problemas para la unidad de Traumatología.

Venid, venid, pensó. Cuantos más problemas se amontonaran, menos recursos tendrían para ocuparse de quienes estaban allí por su culpa.

No se quitó la bata hasta estar bajo la sombra de los árboles del aparcamiento, donde tenía el coche.

La peluca la arrojó al asiento trasero.

41

Apenas llegaron Assad y él al sótano, Carl registró los cambios, que no habían sido para mejor. Ya desde la plataforma al final de la escalera había cajas de cartón y todo tipo de trastos por el suelo. Montones de estanterías de acero se apilaban junto a las paredes, y el tintineo procedente del fondo sugería que aquello no era lo único que iban a poner patas arriba aquel día.

—¿Qué coño…? —explotó cuando miró a su pasillo. ¿Dónde puñetas habían metido la puerta de entrada al infierno de amianto? ¿Dónde diablos estaba el tabique de separación que acababan de construir? ¿Serían aquellas placas apoyadas en sus expedientes y en la copia gigante del mensaje de la botella?

—¿Qué ocurre? —gritó cuando Rose asomó la cabeza de su despacho. Gracias a Dios, al menos ella no había cambiado. Pelo negro azabache cortísimo, el rostro adornado con polvos blancos y un montón de sombra de ojos. Deliciosa mirada mordaz a la que los tenía más acostumbrados.

—Están vaciando el sótano. El tabique les estorbaba —informó, indiferente.

Fue Assad quien se acordó de darle la bienvenida de vuelta a casa.

—Me alegro de verte, Rose. Estás… —Estuvo un rato buscando la palabra adecuada. Después sonrió—. Estás magnífica en tu papel.

Tal vez no fuera la frase idónea.

—Gracias por las rosas —replicó. Sus cejas arqueadísimas se alzaron ligeramente. Debía de ser algo así como un arrebato emocional.

Carl lució una breve sonrisa.

—De nada. Te hemos echado de menos. No porque pasara nada con Yrsa —se apresuró a añadir—, pero ya sabes.

Señaló el pasillo.

—Eso del tabique va a significar que los de Inspección de Trabajo van a volver —dedujo—. ¿Qué diablos ocurre ahí? Dices que están vaciando el sótano. ¿A qué te refieres?

—Se llevan todo. Aparte de nosotros, el Archivo, el trastero, el departamento de Correos y la Funeraria. La reforma de la Policía, ya sabes. Cambia, que algo queda.

Joder, así iban a tener sitio de sobra.

Carl se volvió hacia ella.

—¿Qué tienes para nosotros? ¿Quiénes son las dos mujeres del accidente, y cómo están?

Rose se encogió de hombros.

—Ah, eso. No he llegado aún, tenía que retirar de la mesa los cachivaches de Yrsa. ¿Corría prisa?

Carl registró en segundo plano a Assad agitando la mano en el aire en señal de advertencia. Cuidado, que se nos larga otra vez, quería decir; así que Carl contó para sí hasta diez.

Joder con la tía. ¿No había hecho lo que le había pedido? ¿Iba a ponerse otra vez en ese plan?

—Ya me perdonarás, Rose —dijo, en lucha consigo mismo—. En lo sucesivo precisaremos con claridad nuestras necesidades. ¿Serías tan amable de conseguirnos esa información? Porque sí que corre cierta prisa.

Hizo una vaga señal con la cabeza a Assad, que correspondió levantando el pulgar.

Rose ladeó la cabeza sin saber qué responder.

Bueno, por fin habían aprendido a manejarla.

—Por cierto, Carl, tienes cita con el psicólogo dentro de tres minutos, ¿lo habías olvidado, quizá? —observó, mirando el reloj—. Sí, no cabe duda de que andas justo de tiempo.

—¿A qué te refieres?

Rose le tendió la dirección.

—Si vas corriendo, llegarás justo. Ah, y saludos de Mona Ibsen; dice que está orgullosa de que sigas adelante.

El mensaje era claro: no le quedaba otro remedio.

Anker Heegaardsgade solo estaba a dos manzanas de Jefatura, pero la distancia fue suficiente para que Carl sintiera que le habían metido en el paladar una bomba de vacío que se afanaba en lograr que sus pulmones se colapsaran. Si era así como Mona quería hacerle un favor, no le importaría que fuera más comedida.

—Me alegro de que hayas venido —le dijo aquel psicólogo que se hacía llamar Kris—. ¿Te ha costado encontrarlo?

¿Qué se suponía que debía responder? Dos manzanas de distancia. El Departamento de Extranjería, donde había estado cientos de veces antes.

Pero ¿qué hacía el psicólogo allí?

—Bromas aparte, Carl. Ya sé que eres capaz de encontrar lo que sea. Y ahora estarás pensando qué hago yo en este edificio. Pero en el Departamento de Extranjería tenemos muchas cuestiones que precisan de un psicólogo. Ya te puedes imaginar.

Aquel tipo era siniestro de verdad. ¿Leía los pensamientos o qué?

—Solo tengo media hora —anunció Carl—. Trabajamos en un caso urgente.

Además, era la pura verdad.

—Vaya —comentó Kris, y escribió algo en su informe—. La próxima vez debes tratar de guardar para la consulta el tiempo acordado, ¿vale?

Sacó un expediente cuyo fotocopiado debió de llevarle por lo menos dos horas.

—¿Sabes qué es esto? ¿Te han informado sobre esto?

Carl sacudió la cabeza, pero se hacía una idea.

—Ya veo que sospechas qué es. Son los datos de tu expediente, y además están los informes del caso que provocó que disparasen contra ti y tus compañeros en la cabaña de Amager. En relación con eso, has de saber que dispongo de información de la que por desgracia no puedo hacerte partícipe.

—¿Qué información?

—Tengo informes tanto de Hardy Henningsen como de Anker Høyer, con quienes investigaste el caso. Por lo que pone aquí, tú estabas más al tanto del caso que ellos.

—Ah, ¿sí? Pues no creo. ¿Por qué dicen eso? Estuvimos juntos en el caso desde el principio.

—Bien, será una de las cosas en las que tal vez podamos avanzar en las consultas. Creo que quizá tengas alguna relación con el caso, que has reprimido o quizá no deseas contar.

Carl sacudió la cabeza. ¿Qué carajo era aquello? ¿Lo estaba acusando de algo?

—No tengo ninguna relación especial —protestó, sintiendo que la irritación acaloraba su rostro—. Era un caso de lo más corriente. Aparte de que nos disparasen. ¿Adónde quieres llegar con eso?

—¿Sabes por qué reaccionas de forma tan vehemente ante el tiroteo cuando ha pasado tanto tiempo?

—Sí; también tú lo harías si hubieras estado a un puto milímetro de morir y dos de tus mejores amigos no hubieran salido tan bien parados.

—¿Me estás diciendo que Hardy y Anker eran dos de tus mejores amigos?

—Eran mis colegas, sí. Buenos compañeros.

—Creo que eso cambia las cosas.

—Puede. No sé si tú querrías tener a un paralítico en tu sala de estar, pero es lo que tengo yo. En ese caso, ¿no dirías que soy un buen amigo?

—No me malinterpretes. Estoy seguro de que eres un tipo majo en muchos aspectos. Seguro que también has tenido mala conciencia por lo de Hardy Henningsen, así que comprendo que tuvieras que hacer un esfuerzo extra con él. Pero ¿estás seguro de que cuando trabajabais juntos también había una sana camaradería entre vosotros?

—Me gustaría pensar que sí.

Joder, qué tipo más insoportable.

—Anker Høyer tenía cocaína en la sangre cuando le hicieron la autopsia. ¿Lo sabías?

Entonces Carl se hundió en algo que se suponía era un sillón. No, no tenía ni repajolera idea.

—¿Has tomado cocaína también tú, Carl?

Cada vez había menos amabilidad en aquellos ojos azul claro que lo atenazaban. Había estado flirteando con él sin ningún disimulo mientras Mona estaba presente. Guiñitos gay y labios en punta que sonreían al mismo tiempo. Ahora parecía casi estar haciendo un interrogatorio de tercer grado.

—¿Cocaína? Desde luego que no. Detesto esa basura.

El psicólogo Kris levantó la mano.

—Vale, vayamos en otra dirección. ¿Tenías contacto con la mujer de Hardy antes de que se casara con él?

¿Tenemos que hablar otra vez de ella? Miró al tipo, que esperaba hierático.

—Sí, lo tenía —reconoció al poco—. Era amiga de la chica con la que salía entonces. Fue así como Hardy y ella se conocieron.

—¿No mantuvisteis relaciones sexuales?

Carl sonrió. Desde luego, era minucioso el tío. Le costaba entender que aquello pudiera ayudarlo contra la presión del pecho.

—Dudas. ¿Qué respondes?

—Respondo que esta es la terapia más extraña en la que he participado. ¿Cuándo vas a apretarme las clavijas? Pero no, aparte de manosearnos no hubo nada.

—Manosearnos. ¿Qué abarca eso?

—Ostras, Kris. Aunque seas gay, podrás imaginarte un poco de investigación corporal heterosexual, ¿no?

—O sea, que…

—Oye, mira, paso de darte detalles. Nos besamos y manoseamos un poco, pero no follamos. ¿Vale?

También lo apuntó.

Entonces dirigió su mirada azul claro hacia Carl.

—En relación con el caso que llamamos «el caso de la pistola clavadora», de los apuntes de Hardy Henningsen se desprende que tal vez tuvieras contacto después con quienes te dispararon. ¿Es eso cierto?

—Ni por el forro. Debe de ser un malentendido.

—Vale —admitió, mirando a Carl con una expresión que debería exhortarlo a mostrar más confianza—. Es lo que pasa, Carl: que si te pica el culo al acostarte, te huelen los dedos al despertar.

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