Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Ahí va la virgen. ¿También este iba a empezar en ese plan?
—¿Qué…? ¿Te has curado? —preguntó Rose desde el pasillo cuando volvió. Sonreía al decirlo, una sonrisa quizá demasiado amplia.
—Muy graciosa, Rose. A ti tampoco te vendría mal inscribirte en un cursillo de buenos modales.
—Ya —se atrincheró—. No puedes esperar que sea amable y políticamente correcta a la vez.
¡¿Amable?! Santo cielo.
—¿Qué has averiguado sobre las dos mujeres, Rose?
Ella le dio sus nombres, direcciones y edades. Ambas eran mujeres de mediana edad, sin ningún contacto con círculos de delincuentes: gente corriente y moliente.
—Todavía no he logrado ponerme en contacto con la unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Central. Es cuestión de tiempo.
—¿De quién era el coche accidentado? Se me ha olvidado preguntar.
—¿No has leído el atestado del accidente? Era de Isabel Jønsson, pero era la otra quien conducía, Lisa Karin Krogh.
—Eso ya lo sé. Esas mujeres, ¿sabes si pertenecen a la Iglesia nacional?
—Tus preguntas van algo descaminadas hoy, ¿no?
—¿Lo sabes?
Rose se encogió de hombros.
—Pues averígualo. Y si no pertenecen, entérate de qué fe profesan.
—¿Qué te piensas, que soy periodista?
Carl iba a cabrearse, pero lo interrumpió un griterío terrible en el departamento de Correos.
—¿Qué ocurre? —gritó Assad.
—Ni idea —replicó Carl. Solo vio que al fondo del pasillo había un hombre blandiendo el larguero de una estantería de acero, y que un agente uniformado se le echaba encima desde un pasillo lateral. El larguero le dio de lleno y el agente cayó de espaldas.
En ese momento el atacante vio al trío del Departamento Q, y sin vacilar dio la vuelta y echó a correr en su dirección blandiendo el larguero. Rose retrocedió, pero Assad se quedó quieto junto a Carl, esperando.
—Habrá que dejar que se encargue de él el cuerpo de guardia, ¿no, Assad? —propuso Carl mientras el hombre se ponía a gritar algo que no entendían.
Pero Assad no respondió. Se inclinó hacia delante y adelantó los puños como un luchador. Por desgracia, la pose no desanimó al atacante, cosa de la que pronto se arrepentiría. Porque en el momento en que el hombre estaba cerca, y levantaba el larguero de acero sobre su cabeza, Assad saltó en diagonal y asió el arma con las dos manos. El efecto fue asombroso a más no poder.
Los brazos del atacante crujieron a la altura del codo, el larguero de acero retrocedió y cayó con enorme fuerza en los hombros del atacante; se oyó con claridad el crujido de uno de sus huesos.
Assad, por si acaso, terminó su contraataque dando una patada con la puntera en pleno abdomen de aquella masa de músculos. No fue agradable de ver. Los sonidos que emitía aquel hombre desesperado no eran, desde luego, de los que deseas volver a oír. Nunca se había visto algo tan amenazador doblegarse en tan poco tiempo.
El hombre se quedó tumbado sobre un costado con la clavícula rota y terribles retortijones en el bajo vientre, y al punto llegaron corriendo más agentes.
Fue entonces cuando Carl reparó en la esposa que colgaba de la muñeca derecha del hombre.
—Acabábamos de entrar con él en el patio 4 porque tenía que declarar ante el juez de guardia —dijo uno de los agentes mientras le colocaban las esposas—. No sé cómo coño se ha quitado las esposas, pero saltó por la compuerta de carga al departamento de Correos.
—De todos modos, no iba a escapar —dijo el otro agente. Carl lo conocía. Un tirador excelente.
Los agentes dieron unas palmadas en el hombro a Assad. No los preocupó el hecho de que casi con total seguridad hubiera enviado a su presa directo al hospital.
—¿Quién es ese pavo? —quiso saber Carl.
—¿Este? Todo indica que es el que se ha cepillado a tres cobradores serbios durante las últimas dos semanas.
Fue entonces cuando Carl divisó el anillo hundido en la carne del dedo meñique del hombre.
La mirada de Carl se cruzó con la de Assad. Tampoco entonces pareció sorprendido.
—Lo he visto todo —dijo una voz detrás de Carl, mientras los agentes se llevaban al serbio jadeante al lugar de donde venía.
Carl se volvió. Era Valde, uno de los agentes jubilados que se encargaba de la Funeraria. Vicepresidente, por lo que sabía Carl.
—¿Qué diablos haces aquí un miércoles, Valde? ¿No os reunís los martes?
El hombre rio y se frotó la barba.
—Sí, pero ayer estuvimos todos en el cumpleaños de Jannik. Setenta años, tú. Y hemos tenido que relajar un poco la tradición.
Se volvió hacia Assad.
—Ostras, compañero, has estado imponente. ¿Dónde has aprendido esos trucos?
Assad se alzó de hombros.
—Acción y reacción, no es más que eso.
Valde asintió en silencio.
—Ven a visitarnos. Te mereces un Gammel Dansk
[3]
.
—¿Gammel Dansk? —repitió Assad, sin entender.
—Assad no bebe alcohol, Valde —intervino Carl—. Es musulmán. Pero yo lo beberé con gusto.
Estaba toda la banda. La mayoría, antiguos agentes de tráfico, pero también el jefe de máquinas Jannik y uno de los antiguos chóferes de la directora de la Policía.
Bollos, cigarrillos, café y Gammel Dansk. Los jubilados se lo pasaban de puta madre en Jefatura.
—¿Te has recuperado ya, Carl? —preguntó uno de ellos. Un tipo con quien alguna vez había tenido contacto en el distrito policial de Gladsaxe.
Carl hizo un gesto afirmativo.
—Mal asunto lo de Hardy y Anker. Muy mal asunto. ¿Lo has resuelto?
—Por desgracia, no —respondió, volviéndose hacia la ventana que había tras los escritorios—. Qué suerte la vuestra, que tenéis una ventana. No nos vendría mal una.
Vio que los cinco fruncían el entrecejo a la vez.
—¿Qué pasa? —quiso saber.
—Ya perdonarás, pero hay ventanas en todos los despachos del sótano —respondió uno de ellos.
—En el nuestro, no —aseguró Carl.
El jefe de máquinas Jannik se levantó.
—Llevo aquí treinta y siete años y me conozco todos los rincones de esta casa. ¿Te importa enseñarme ese despacho enseguida? Tengo que irme pronto.
Hubo una ronda rápida de Gammel Dansk.
—Aquí —indicó Carl al rato, señalando la pared de donde colgaba la pantalla plana—. ¿Dónde está la ventana?
El jefe de máquinas se inclinó un poco a un lado.
—¿Cómo llamas a esto? —preguntó, señalando la pared.
—E… ¿pared?
—Placas de pladur, Carl Mørck. Son placas de pladur, joder. Las puso mi gente cuando usábamos los cuartos como almacén de piezas de recambio. Entonces todo esto estaba lleno de estanterías. Esto y el despacho de tu amable secretaria. Las estanterías que después usamos para las viseras y los cascos de la Unidad de Intervención Rápida y que ahora están por todas partes —explicó, riendo—. No andas muy perspicaz, Carl Mørck. ¿Quieres que te haga un agujero para que puedas mirar a la calle, o lo harás tú?
Ahí va la pera…
—¿Y el del otro lado? —preguntó, señalando el cuchitril de Assad.
—¿Eso? Eso no es ningún despacho, Carl. Es un armario para las escobas. Por supuesto que no tiene ninguna ventana.
—Vale. Creo que Rose y yo podremos prescindir de la ventana. Tal vez más tarde, cuando terminen de sacar cosas del sótano y Assad consiga otro sitio.
El jefe de máquinas sacudió la cabeza y rio para sí.
—Esto está patas arriba —se quejó cuando salieron al pasillo—. ¿Qué diablos habéis hecho?
Señaló los restos de tabique alineados desde la pared de Assad con sus expedientes hasta el despacho de Rose.
—Pusimos un tabique por esas tuberías. Desprenden amianto. Los de la Inspección de Trabajo se han quejado.
—¿
Esas
tuberías? —preguntó el jefe de máquinas señalando el techo mientras se daba la vuelta y volvía a su Gammel Dansk—. Joder, no tenéis más que quitarlas. Los tubos de la calefacción están en los pasillos laterales. Esos de ahí no cumplen ninguna función.
Su risa retumbó por todo el sótano.
Carl apenas había terminado de soltar juramentos cuando apareció Rose. Vaya, parecía que por una vez había hecho su trabajo.
—Las dos están vivas, Carl. Una de ellas, Lisa Karin Krogh, sigue muy grave, pero la otra saldrá adelante, están seguros.
Carl asintió en silencio. Bien, tendrían que ir al hospital a hablar con ella.
—Y en cuanto a su pertenencia religiosa, Isabel Jønsson pertenece a la Iglesia nacional, y Lisa Krogh es miembro de algo llamado la Iglesia Madre. He hablado por teléfono con su vecino de Frederiks. Por lo visto es algo bastante raro, una especie de secta muy cerrada. Por lo que decía la mujer del vecino, fue Lisa Krogh la que convenció a su marido para entrar. También cambiaron de nombre. El hombre pasó a llamarse Joshua, y la mujer Rakel.
Carl aspiró hondo.
—Pero eso no es todo —continuó Rose, sacudiendo la cabeza—. Nuestros compañeros de Slagelse han encontrado una bolsa de deportes entre la maleza del lugar del accidente. Parece ser que la arrojaron con fuerza del coche. Y ¿qué creéis que había dentro? Un millón de coronas en billetes usados.
—Lo he oído todo —se oyó la voz de Assad detrás de Carl—. ¡Alá es grande!
Alá es grande, justo lo que iba a decir Carl.
Rose ladeó la cabeza.
—Por otra parte, me he enterado de que el marido de Lisa Karin Krogh murió en el tren entre Slagelse y Sorø el lunes por la noche. Más o menos al mismo tiempo que su mujer tuvo el accidente. La autopsia dice que de un ataque al corazón.
—Me cago en la puta —exclamó Carl. Aquello le daba muy mala espina. Lo asaltaron todo tipo de temores. Incluso sintió un sudor frío bajándole por la espalda.
—Antes de subir a la habitación de Isabel Jønsson vamos a ver cómo está Hardy —propuso Carl. Cogió la luz azul de emergencia de la guantera y la puso tras el parabrisas. Una forma excelente de ahuyentar a los vigilantes de aparcamiento cuando aparcabas en un lugar no muy legal.
—Va a ser mejor que esperes fuera, ¿te importa? Es que debo hacerle algunas preguntas.
Encontró a Hardy en una habitación con vistas, como suele decirse. Amplias ventanas con panorámicas de las nubes, que se separaban unas de otras como piezas de un rompecabezas revuelto.
Hardy dijo que estaba bien. Sus pulmones se habían resecado y las exploraciones terminarían pronto.
—Pero no me creen cuando les digo que puedo girar la muñeca —protestó.
Carl no hizo ningún comentario. Si era una idea fija que tenía Hardy, no sería él quien se la quitara de la cabeza.
—Hoy he estado con el psicólogo, Hardy. No con Mona, sino con un tiparraco que se llama Kris. Me ha contado que habías escrito cosas sobre mí en un informe que no me habías enseñado. ¿Recuerdas algo de eso?
—Solo escribí que conocías el caso mejor que Anker y que yo.
—¿Por qué escribiste eso?
—Porque era verdad. Conocías al viejo que encontramos asesinado, Georg Madsen.
—Qué voy a conocerlo, Hardy. No tenía ni idea de quién era Georg Madsen.
—Sí que lo conocías. Lo habías utilizado de testigo en algún caso, no recuerdo en cuál, pero es verdad.
—Te equivocas, Hardy —declaró, sacudiendo la cabeza—. Pero no importa. Estoy aquí por otro caso, solo quería saber cómo te iba. Recuerdos de Assad, está aquí conmigo.
Hardy arqueó las cejas.
—Antes de que te vayas tienes que prometerme una cosa, Carl.
—Dime, viejo amigo, veré qué puedo hacer.
Hardy tragó saliva un par de veces antes de hablar.
—Tienes que dejarme volver a tu casa cuando salga de aquí. Si no lo haces, moriré.
Carl lo miró a los ojos. Si había una persona que a base de fuerza de voluntad era capaz de acelerar su propia ascensión a los cielos, era Hardy.
—Pues claro, Hardy —dijo con voz queda.
Vigga tendría que seguir con su Carcamal aturbantado.
Estaban esperando el ascensor en la entrada 4.1 cuando se abrió la puerta y salió uno de los antiguos instructores de Carl en la Academia de Policía.
—¡Karsten! —exclamó Carl, tendiendo la mano. El otro sonrió al reconocerlo.
—Carl Mørck —dijo el policía tras unos segundos de reflexión—. Veo que has envejecido con los años.
Carl sonrió. Karsten Jønsson. Otra carrera prometedora que había terminado en un departamento de Tráfico. Otro hombre que sabía cómo evitar el desgaste en aquel mundo.
Estuvieron hablando un rato de los viejos tiempos y de lo difícil que se estaba poniendo ser policía, y después se dieron la mano para despedirse.
El apretón de manos de Karsten Jønsson le provocó una sensación extraña en el cuerpo antes de que su cerebro llegara a registrar la razón. Era una sensación indefinible pero inquietante que frenaba todo lo demás. Primero la sensación, y después la conciencia de que algo estaba a punto de revelarse.
Llegó de repente. Por supuesto. Era demasiada coincidencia para tratarse de una casualidad.
El hombre parece triste, pensó Carl. Había salido del ascensor que llevaba a la Unidad de Cuidados Intensivos. Se apellida Jønsson. Pues claro que tiene que haber alguna relación, dedujo.
—Dime, Karsten: ¿estás aquí por Isabel Jønsson? —preguntó.
El policía asintió en silencio.
—Sí, es mi hermana pequeña. ¿Llevas tú el caso? —quiso saber, mientras sacudía la cabeza sin comprender—. ¿No trabajabas en el Departamento A?
—No, ya no. Pero tranquilo. Solo tengo un par de preguntas que hacerle.
—Creo que te va a costar. Tiene la mandíbula inmovilizada y está muy medicada. Acabo de estar con ella, y no ha dicho ni palabra. Me han hecho salir, porque iban a pasarla a planta. Me han dicho que esperase media hora en la cafetería.
—Ya veo. Pues entonces creo que subiremos antes de que la trasladen. Me alegro de haberte visto, Karsten.
Uno de los ascensores anunció su llegada, y un hombre con bata salió de él.
Les dirigió una sombría mirada fugaz.
Después entraron al ascensor y subieron.
Carl había estado en aquella unidad muchas veces antes. A menudo terminaba allí gente que había tenido la mala suerte de cruzarse con imbéciles armados. Aquella era la segunda consecuencia grave de la delincuencia violenta.
Allí sí eran competentes. Aquel era el lugar de la tierra donde querría que lo llevasen si le pasaba algo grave.