Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Después la atrajo hacia sí y la dejó estar sobre su pecho. Habitualmente ella habría deslizado sus dedos entre los pelos del pecho y le habría acariciado la nuca con sus dedos finos y sensuales, pero esta vez no lo hizo. Se concentraba en bajar la respiración a un ritmo normal y en estar callada.
Por eso la interrogó directamente.
—Hay una bici de hombre en la entrada. ¿Sabes de quién es?
Ella se hizo la dormida, pero no lo estaba.
Por eso daba igual lo que hubiera podido responder.
Un par de horas después estaba tumbado con las manos tras la nuca, observando el amanecer de aquel día de marzo y la perezosa luz deslizándose por el techo en su empeño por ensanchar el espacio tramo a tramo.
El sosiego había vuelto a su mente. Tenían un problema, pero iba a resolverlo de una vez por todas.
Cuando ella despertara, iba a desnudar su mentira capa tras capa.
El interrogatorio empezó en serio cuando dejó al niño en el corralito. Justo como ella esperaba.
Llevaban cuatro años viviendo juntos sin desafiar su confianza mutua, pero ahora iban a tener que hacerlo.
—La bici está candada, así que no es robada —dijo, mirándola con ojos demasiado inexpresivos—. Alguien ha debido de dejarla a propósito, ¿no te parece?
Ella sacó hacia delante el labio inferior y se alzó de hombros. ¿Cómo iba a saberlo?, expresó por señas; pero el hombre desvió la mirada.
Poco a poco notó unas gotas traicioneras en las axilas. Dentro de poco el sudor se le notaría en la frente.
—Podríamos averiguar quién es el dueño, si queremos —dijo él y volvió a mirarla. Esta vez inclinando la cabeza.
—¿Tú crees?
Trató de parecer sorprendida, no pillada en falta. Después se llevó la mano a la frente e hizo como si algo la molestara. Sí, estaba sudando ya.
Él la miró con intensidad. De pronto la cocina parecía muy estrecha.
—¿Cómo podemos averiguarlo? —continuó ella.
—Podríamos preguntar a los vecinos si han visto a alguien dejarla ahí.
Ella respiró hondo. Estaba segura de que él no iba a hacerlo.
—Sí —admitió—. Podríamos hacerlo. Pero ¿no crees que se la llevarán en algún momento? Podemos dejarla junto a la carretera.
Se apoyó en el respaldo. Estaba más relajado ahora. Ella, no. Volvió a llevarse la mano a la frente.
—Estás sudando —dijo él—. ¿Te pasa algo?
Ella afiló los labios y expulsó el aire con lentitud. Conserva la serenidad, se dijo.
—Sí, creo que tengo algo de fiebre. Benjamin debe de haberme contagiado.
Él asintió en silencio y ladeó la cabeza.
—Por cierto, ¿dónde encontraste el cargador? —preguntó.
Ella cogió otro bollo y lo cortó por la mitad.
—En la cesta de los gorros, en el pasillo.
Se sentía en terreno más seguro. Ahora se trataba de seguir ahí.
—¿En la cesta?
—No sabía qué hacer con él después de cargar el móvil, así que volví a dejarlo ahí.
Él se levantó sin decir palabra. Dentro de poco iba a preguntarle cómo era posible que hubiera un cargador de móvil allí. Y ella iba a decirle, tal como había planeado, que debía de llevar años allí.
En aquel momento se dio cuenta de su error.
La bici que había en la entrada lo echaba todo a perder. Iba a asociar ambas cosas, así era él.
Se quedó mirando a la sala, donde Benjamin sacudía los barrotes del corralito como si fuera un animal luchando por salir de allí.
También tenían eso en común.
El cargador de móvil parecía más pequeño en la mano de él. Como si pudiera aplastarlo con un solo apretón.
—¿De dónde ha salido? —preguntó.
—Creía que era tuyo —respondió ella.
Él no dijo nada. O sea, que se llevaba el cargador cuando salía.
—Venga, dilo —la apremió—. Sé que estás mintiendo.
Trató de hacerse la indignada. No le costó gran cosa.
—Oye, ¿por qué dices eso? Si no es el tuyo, será de alguien que se lo ha dejado. Seguro que lleva ahí desde el bautizo.
Pero se sentía insegura.
—¿Desde el bautizo? Eso fue hace año y medio. ¿Desde el bautizo, dices?
Era evidente que le parecía risible, pero no se rio.
—Tuvimos diez o doce invitados. La mayoría viejas. Nadie se quedó a dormir y pocos tendrían móvil, de eso estoy seguro al cien por cien. Y si lo tenían, ¿por qué llevar el cargador a un bautizo? No tiene ninguna lógica.
Ella iba a protestar, pero la detuvo con un movimiento de la mano.
—No, mientes —dijo, señalando la bici al otro lado de la ventana—. ¿Es el cargador de él? ¿Cuándo ha estado por última vez?
La reacción de las glándulas sudoríferas de las axilas llegó de inmediato.
La asió con fuerza del brazo, tenía la mano cubierta de sudor frío. Ella había tenido sus dudas cuando vio el contenido de las cajas del primer piso, pero aquella presa de su brazo, tan firme y segura como un tornillo de banco, las despejó todas. Ahora me pegará, pensó ella; pero no la pegó. Al contrario, cuando vio que ella no respondía se volvió, cerró la puerta que daba al recibidor dando un portazo y no ocurrió nada más.
La mujer se levantó para ver si la sombra de él se deslizaba por el sendero del jardín. Tan pronto como supiera que él había salido iba a coger a Benjamin y escapar. Atravesar el jardín hasta el seto, encontrar el agujero que habían hecho los hijos de los anteriores propietarios y escabullirse por allí. Tardarían cinco minutos en llegar a la casa de Kenneth. Su marido jamás sabría adónde habían ido.
Y después tendría que volver a empezar de cero.
Pero no apareció la sombra del sendero del jardín; eso sí, se oyó un golpe sordo en el piso de arriba.
Dios mío, pensó. ¿Qué está haciendo ahora?
Miró a su hijo, que saltaba y reía. ¿Podría llevarlo hasta el seto sin que su marido los oyera? Las ventanas de arriba ¿seguirían abiertas? ¿Estaría vigilando por una de ellas para no perderlos de vista?
Se mordió el labio y miró al techo. ¿Qué hacía allí arriba?
Entonces tomó su bolso y vació en él el contenido de la lata con el dinero para los gastos de la casa. No se atrevía a salir al pasillo a por su abrigo y el de Benjamin, pero todo iría bien si Kenneth estaba en casa.
—Ven, cielo —dijo, atrayendo hacia sí al pequeño. Cuando la puerta del jardín estaba abierta, no hacían falta más de diez segundos para llegar al seto. La cuestión era si el agujero seguía estando allí. El año anterior lo había visto.
Al menos entonces tenía un tamaño considerable.
Cuando nacieron, él y su hermana Eva vivían en un mundo completamente diferente. Cuando su padre cerraba la puerta del despacho la mente se sosegaba. Entonces podían ir a sus habitaciones y dejar que Dios se ocupara de sus cosas.
Pero también otras veces, cuando acudían a las clases obligatorias de catequesis o cuando estaban en el servicio religioso rodeados de la multitud de manos alzadas al cielo, gritos de júbilo y adultos en éxtasis, volvían la mirada hacia su interior y se centraban en su propia realidad.
Cada uno tenía su propio estilo. Eva contemplaba a escondidas los zapatos y vestidos de las mujeres y se acicalaba. Apretaba con encanto los pliegues de la falda plisada entre las puntas de los dedos hasta dejarlos bien marcados y brillantes. En su interior era una princesa. Libre de los ojos severos y palabras duras del mundo. O un hada de livianas alas traslúcidas que el menor soplo de viento podía elevar por encima de la realidad gris y las obligaciones de su casa.
Cuando estaba en ese estado canturreaba en su interior. Canturreaba con la mirada embelesada y los pies inquietos, y los padres estaban convencidos de que se encontraba en las manos protectoras de Dios, y de que aquellos movimientos ágiles eran su forma característica de rezar.
Pero él ya sabía que no. Eva soñaba con zapatos y vestidos y un mundo hecho a base de espejos admiradores y palabras cariñosas. Era su hermano, y cosas así las sabía.
Él soñaba con un mundo de personas que supieran reír.
Donde vivían ellos nadie reía. Las sonrisas eran algo que solo veía en la ciudad, y le parecían feas. No, en su vida no había risas, no había alegría. No había oído reír a su padre desde la vez que, teniendo él cinco años, habló de un pastor de la Iglesia nacional al que había expulsado entre juramentos y maldiciones de su iglesia. Y por eso su alma infantil tardó años en entender que la risa podía expresar otras cosas que no fueran la alegría por el mal ajeno.
Cuando al final cayó en la cuenta, se hizo el sordo ante los sermones y las burlas de su padre, y aprendió a protegerse.
Guardaba secretos que podían alegrarlo, pero también hacerle daño. Debajo de su cama, bien oculto bajo un armiño disecado, estaban sus tesoros. Ejemplares de
Hogar y La voz de la familia
con dibujos y relatos delirantes. Catálogos de los grandes almacenes Daell con mujeres casi desnudas que lo miraban y sonreían. Tenía también revistas con nombres tan desquiciados que solo eso lo hacía reír. Antiguas revistas desechadas, con lamparones de grasa y las esquinas abarquilladas.
Media hora de humor, Daffy, Scooby Doo
. Revistas que excitaban y desafiaban, y que nada exigían a cambio. Solía encontrarlas en la basura de los vecinos cuando salía sigiloso por la ventana después de anochecer, cosa que hacía a menudo.
Luego pasaba la noche riendo con una risa ahogada bajo el edredón.
Fue en aquel período de su vida cuando empezó a ocuparse de que todas las puertas estuvieran entreabiertas, para saber dónde se encontraban los diversos miembros de la familia. Fue entonces cuando aprendió a asegurarse de que no había moros en la costa para poder volver con sus trofeos sin peligro.
Fue entonces cuando aprendió a escuchar como los murciélagos cuando salen de caza.
Desde el momento en que dejó a su mujer en la sala hasta que la vio salir furtivamente por la puerta del jardín con el niño en brazos apenas transcurrieron dos minutos. Más o menos lo que había esperado.
No era tonta. Desde luego, era joven e ingenua, y fácil de calar, pero tonta no era. Por eso sabía que él sospechaba algo, y por eso también tenía miedo. Lo leía en su cara y lo oía en el tono de su voz.
Y ahora quería huir.
Iba a actuar tan pronto como se sintiera a salvo de él. Era solo cuestión de tiempo, lo sabía. Por eso estaba ahora junto a la ventana de la primera planta golpeando el piso de madera con el pie, y no paró hasta que ella casi alcanzó el seto.
Así de fácil era conocer sus intenciones, y aquello dolía, pese a que hacía tiempo que se había acostumbrado a que la gente lo defraudara. Te acostumbrabas, eso era todo.
Miró a la mujer y al niño. Se le escapaba una vida. Dentro de poco habrían pasado por el agujero.
El seto estaba bien crecido, así que esperó un momento para bajar las escaleras en dos saltos y salir al jardín.
Aquella mujer guapa con vestido rojo y el niño en brazos llamaba la atención, así que era facilísimo seguirla, aunque ya había avanzado un buen trecho por la carretera para cuando él logró atravesar el seto.
Cuando llegó a la calle principal la mujer torció por una lateral y después volvió a adentrarse en la frondosa paz del barrio de villas.
No esperaba que sucediera eso.
Estúpida mujer, pensó. ¿Me pones los cuernos en mi propio territorio?
El verano que cumplió once años, la comunidad de su padre alquiló una tienda de campaña y la plantó en la feria de ganado. «Si esos diablos rojos pueden hacerlo», sentenció, «también podemos hacerlo las iglesias libres».
Trabajaron duro toda la mañana para terminar a tiempo. Era un trabajo pesado, pero otros niños los ayudaron, también obligados. Cuando terminaron de colocar el suelo de la tienda, su padre dio una palmada en la cabeza a todos los demás niños.
Sus hijos se quedaron sin palmada; eso sí, los puso a desplegar sillas.
Y había muchas.
Se abrió al público la plaza del mercado. Cuatro focos amarillos iluminaban la entrada a la tienda, y una estrella mensajera colgaba del mástil central. «Abraza a Jesús, ábrele tu corazón», ponía en el lateral de la tienda.
Apareció la comunidad en pleno y todos aplaudieron la organización; eso fue todo. A pesar de los folletos de colores que Eva y él habían repartido a todo quisqui, no se presentó nadie que no perteneciera a la comunidad.
Su padre solía descargar su cabreo y frustración en su madre cuando nadie lo veía.
—Salid otra vez, críos —dijo entre dientes—, y esta vez hacedlo como Dios manda.
Se perdieron en la esquina de la feria de ganado, justo al lado de los puestos de baratijas. Eva se quedó prendada de los conejos, pero él siguió adelante. Era la única forma de ayudar a su madre.
«Cojan un folleto», mendigaban sus ojos mientras la gente pasaba de lado. Si lo cogían, tal vez su madre se librara de la paliza cuando llegaran a casa. Tal vez no pasara toda la noche llorando.
Y anduvo buscando un rostro amable que pareciera querer compartir con otros su religiosidad. Tratando de escuchar una voz que encerrase la dulzura que predicaba Jesucristo.
Entonces oyó a unos niños riendo. No eran las risas que oía cuando pasaba junto a una escuela a la hora del recreo o cuando se atrevía a ver algo de televisión infantil frente a la tienda de electrodomésticos. No, reían como si las cuerdas vocales fueran a desgarrarse y todo el mundo debiera dirigir sus miradas hacia ellos. Él nunca había reído así bajo el edredón, y aquello lo atrajo.
Su voz interior ya podía susurrar cuanto quisiera sobre la ira y la penitencia. No pudo pasar de largo.
Un pequeño grupo se había reunido delante del puesto. Niños y adultos entremezclados. En una banderola de lona blanca alguien había escrito con torpes letras rojas «BIDEOS APASIONANTES A MITAZ DE PRECIO SOLO OY», y sobre la mesa hecha con tablones había un televisor, el más pequeño que había visto en su vida.
En la pantalla se veía uno de esos vídeos de imagen centelleante en blanco y negro, los niños reían y pronto rio él también. Rio hasta que le dolió el diafragma y la parte de su alma que por primera vez había salido al mundo en todo su esplendor.
—Desde luego, no hay nadie como Chaplin —dijo uno de los adultos.
Y todos reían con aquel hombre que hacía piruetas y boxeaba en la pantalla. Reían cuando hacía girar su bastón y alzaba su sombrero negro. Reían cuando hacía muecas a todas aquellas señoras gordas y señores con enormes ojeras. También él rio, y sintió calambres en el vientre y una sensación maravillosa, incontrolada e inesperada, y nadie le dio un pescozón ni se fijó en él por ello.