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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (17 page)

—Has andado en mi ordenador —dijo con voz controlada, aunque su rostro mostraba una palidez amenazadora—. Has buscado información sobre mi hermano. Has dejado más de cincuenta huellas de elefante en mis archivos. ¿No podías haberte hecho el favor, ya puestos, de investigar en qué trabajo en el ayuntamiento? ¿No ha sido algo estúpido e irrespetuoso no hacerlo?

Mientras tanto, él pensó que tendría que utilizar la ducha, aunque ella protestara. Que la familia de Stanghede no iba a dejar a sus niños en manos de un hombre sin afeitar y apestando a sexo.

Pero cuando ella siguió hablando se vio obligado a movilizar todos sus sentidos.

—Soy la experta en informática, con E mayúscula, del ayuntamiento de Viborg. Soy la encargada de la seguridad de los ordenadores y de las soluciones informáticas. Y claro, por eso sé lo que has hecho. Para mí es un juego de niños ver los registros del navegador desde mi portátil, ¿qué te pensabas?

Lo miró a los ojos. Con total tranquilidad. Había superado su primera crisis. Le quedaban cartuchos que la ponían muy por encima de la autocompasión, el llanto y la histeria.

—Has encontrado mis claves bajo la carpeta del escritorio —informó—. Pero las has encontrado porque las dejé ahí a propósito. Te he acechado estos últimos días para ver qué hacías. Un hombre que dice tan poco sobre sí mismo es siempre raro. Muy extraño. Verás, a los hombres les suele encantar hablar sobre todo de sí mismos, ¡pero igual no lo sabías!

Sonrió con ironía cuando se dio cuenta de su estado de alerta.

—Este hombre ¿por qué no me avasalla con datos sobre sí mismo?, me preguntaba. La verdad es que me parecía interesante.

Él relajó el entrecejo.

—Y ahora ¿crees que sabes todo acerca de mí porque no he dicho nada de mis asuntos privados y he sentido curiosidad por los tuyos?

—Curiosidad; sí, ya lo creo. Entiendo que quieras ver mi perfil para las citas de internet, pero ¿por qué quieres saber nada de mi hermano?

—Creía que era tu ex. A lo mejor descubría qué fue lo que salió mal.

Ella no picó. No le importaban sus motivos. Había metido la pata hasta el fondo, no cabía la menor duda.

—Aunque debo decir en tu favor que no has vaciado mi cuenta por internet —admitió a continuación.

Él trató de sonreír, indulgente, ante aquella salida. En realidad esa expresión debería haber sido su mímica inicial antes de ducharse, pero no fue así.

—Pero ¿sabes?, me parece que somos tal para cual —continuó Isabel—. También yo he husmeado en tus cosas. Y ¿qué encontré en los bolsillos y en la bolsa? Nada. Ni carné de conducir, ni tarjeta de la Seguridad Social, ni tarjeta de crédito, ni cartera ni llaves del coche. Pero ¿sabes qué, amiguito? Así como las mujeres siempre dejan sus claves en sitios fáciles de encontrar, los hombres dejan con la misma seguridad las llaves del coche sobre la rueda delantera si no quieren llevarlas encima. Vaya bolita de bolos más chula tienes en tu llavero. ¿Juegas a bolos? No me lo habías dicho. Lleva un «1» impreso. ¿Tan bueno eres?

Él empezó a transpirar lentamente. Hacía mucho tiempo que no perdía el control de aquella manera. No había nada peor que eso.

—Tranquilo, hombre. He vuelto a dejar las llaves en su sitio. También tu carné de conducir. Y el permiso de circulación del coche y tus tarjetas de crédito. Todo, tranquilo. Está todo donde lo encontré en el coche. Bien escondido bajo las esterillas de goma.

Miró al cuello de ella. No era delgado, así que habría que agarrar bien. Harían falta un par de minutos, pero tenía tiempo de sobra.

—Es cierto que soy una persona muy retraída —dijo, avanzando un paso mientras le colocaba con cuidado la mano en el hombro—. Escúchame bien, Isabel. Estoy muy enamorado de ti, de verdad, pero no he podido actuar con franqueza, ¿sabes? Verás, es que estoy casado, tengo hijos, y la situación se me estaba yendo de las manos. Por eso tengo que dejarte, ¿no lo entiendes?

Ella alzó la cabeza, orgullosa. Herida, pero no vencida. Estaba seguro de que ya habría conocido a hombres casados que mentían. Tan seguro como de que ahora iba a tener que encargarse de ser el último hombre de su vida que pudiera engañarla.

Isabel apartó su mano.

—No sé por qué nunca me has dicho tu verdadero nombre, y tampoco sé por qué todo lo que me has contado era mentira. Intentas convencerme de que era porque estabas casado, pero ¿sabes qué? Tampoco me lo creo.

Después se retiró un poco, como si le hubiera leído la mente. Como si estuviera dispuesta a coger un arma ya preparada.

Cuando tienes la sensación de estar en una placa de hielo a la deriva junto a un oso polar babeante, hay que sopesar las posibilidades. En aquel momento veía cuatro.

Saltar al agua y nadar.

Saltar a alguno de los otros témpanos.

Analizar la situación y ver si el oso estaba hambriento o saciado.

Y, finalmente, matar al oso.

Todas las posibilidades tenían sus evidentes ventajas e inconvenientes, y en aquel momento no le cabía la menor duda de que la cuarta posibilidad era la única viable. La mujer que tenía ante sí estaba herida, y dispuesta a defenderse con todos sus medios. Seguramente porque él había conseguido que se enamorase. Debería haberse dado cuenta antes. Porque la experiencia le decía que en tales situaciones las mujeres se vuelven fácilmente irracionales, lo que muchas veces tiene consecuencias funestas.

En aquel momento no era capaz de ver los daños que ella podía causarle, y por eso tenía que deshacerse de ella. Meter el cadáver en la furgoneta. Quitarla de en medio como había hecho antes con otras. Romper su disco duro, pasar la aspiradora para borrar las huellas de su estancia allí.

Miró en la profundidad de sus bonitos ojos verdes, preguntándose cuánto tiempo tardarían en perder el brillo.

—He enviado un mensaje a mi hermano diciendo que te había conocido —dijo ella—. Tiene el número de tu matrícula, tu número de carné de conducir, tu nombre, tu número de registro civil y la dirección que aparece en el permiso de circulación. En su quehacer diario no trabaja con esas pequeñeces, pero es curioso por naturaleza. Así que si resulta que me has robado de alguna manera, te encontrará. ¿De acuerdo?

Se quedó paralizado un instante. Por supuesto que no llevaba encima papeles o tarjetas que pudieran desvelar su verdadera identidad. La parálisis se debía a que nunca hasta entonces le había ocurrido que alguien pudiera vincularlo con nada, y desde luego no con la Policía. Por un instante, no comprendió cómo había llegado a esa situación. ¿Qué había dejado de hacer, en qué había fallado? ¿Era la respuesta algo tan sencillo como que no le había preguntado qué hacía en el ayuntamiento? Pues parecía que sí.

Y ahora estaba en apuros.

—Perdona, Isabel —dijo bajando la voz—. Me he pasado, ya lo sé. Perdona. Pero es que estoy loco por ti, es por eso. No pienses en lo que te dije anoche. Es que no sabía qué hacer. ¿Debía decirte que tenía mujer e hijos, o soltarte una mentira? Mi vida doméstica iba a irse al carajo si me enamoraba perdidamente de ti, y estaba a punto. Pero me sentía tentado. Tan tentado que debía saberlo todo respecto a ti. No podía resistirme, ¿no lo entiendes?

Ella lo miró desdeñosa mientras él sopesaba qué hacer en la placa de hielo. Seguramente el oso no se abalanzaría sobre él sin motivo. Si se marchaba de allí y no volvía a aparecer por aquellos parajes, ella no iba a molestar a su hermano pidiéndole información sobre él, ¿por qué habría de hacerlo? Si, por el contrario, la mataba o la secuestraba, habría motivo para una investigación. Incluso una limpieza muy minuciosa no podría hacer desaparecer el último vello púbico, el último resto de semen, una huella dactilar. Obtendrían un perfil de él a pesar de que no lo encontrasen en los registros. Podría prender fuego a la casa, pero tal vez llegaran los bomberos a tiempo, alguien podría haberlo visto marchar. Era demasiado aventurado. Y ahora un agente de la policía, Karsten Jønsson, tenía el número de matrícula de la furgoneta. Así que también tenía una descripción de su vehículo. Era posible también que Isabel hubiera proporcionado a su hermano de la pasma detalles de su persona.

Miró al frente mientras ella inspeccionaba sus movimientos. Aunque era experto en cambiar sus rasgos y siempre actuaba con alguna forma de disfraz, era posible que el mensaje contuviera una descripción exacta de su altura y corpulencia, color de ojos e incluso detalles más íntimos. En suma, no podía saber qué le habría contado a su hermano en aquel mensaje, y aquello daba un giro radical a la situación.

La miró a los ojos implacables, y le chocó que no fuera un oso polar. Era un basilisco. Serpiente, gallo y dragón a la vez. Y si mirabas a los ojos a un basilisco te volvías de piedra. Si te cruzabas en su camino, te morías por efecto del veneno de la serpiente. Nadie podía cacarear su versión de la verdad a los cuatro vientos como el basilisco. Nadie. Y solo su propio reflejo podía matar a aquel animal, ya lo sabía.

Por eso dijo:

—Digas lo que digas, siempre pensaré en ti, Isabel. Eres tan guapa y tan fantástica, que me gustaría haberte conocido cuando era más joven. Ahora es demasiado tarde. Lo siento y te pido perdón. No era mi intención herirte. Eres una persona maravillosa. Perdona.

Y le acarició suavemente la mejilla. En apariencia funcionó. Al menos, los labios de ella se estremecieron un poco.

—Creo que debes irte ahora. No quiero verte más. —Fue lo que dijo Isabel, pero no hablaba en serio.

La tristeza por que todo hubiera terminado la acompañaría para siempre. No iba a tener muchas experiencias como aquella a su edad.

Entonces saltó de su placa de hielo a otra placa de hielo. Ni el basilisco ni el oso polar lo seguirían.

Ella lo dejó marchar; aún no eran las siete.

16

Como siempre, llamó a su mujer hacia las ocho. Evitó hacer preguntas conflictivas y habló sin parar de vivencias que no había tenido y de sentimientos hacia ella que en aquellos momentos no albergaba. A la salida de Viborg se detuvo junto a un supermercado y se lavó rápidamente cara, axilas y entrepierna en los servicios para los clientes antes de partir para Hald Ege y después a Stanghede, donde lo esperaban Samuel y Magdalena.

Nada iba a detenerlo ahora. Hacía buen tiempo. Llegaría a su destino, como muy tarde, antes de oscurecer.

La familia lo recibió con olor a bollos recién horneados y grandes expectativas. Samuel había estado entrenándose por la mañana a pesar de su rodilla mala, y a Magdalena le brillaban los ojos y su espesa cabellera estaba cuidadosamente cepillada.

Estaban de lo más preparados.

—¿Os parece que pase antes por el hospital para que le miren la rodilla a Samuel? Tenemos tiempo.

Engulló el último pedazo de bollo y consultó el reloj. Eran las diez menos cuarto, y sabía que se opondrían.

Los discípulos de la Iglesia Madre no frecuentaban hospitales a menos que fuera necesario.

—Gracias, pero no, solo es una torcedura.

Rakel le pasó una taza de café y señaló la leche sobre la mesa. No tenía más que servirse.

—Bueno, y ¿dónde es ese encuentro de kárate? —preguntó Joshua—. Igual me paso por allí más tarde si tengo tiempo.

—Tonterías, Joshua —intervino Rakel, dándole una manotada—. Sabes muy bien cuándo tienes tiempo y cuándo no tienes tiempo.

Probablemente nunca, por lo que veía.

—En el polideportivo de Vinderup —respondió, no obstante, al hombre de la casa—. Es el club Bujutsukan quien lo organiza. Puede que haya información en internet.

No la había, pero por otra parte estaba seguro de que no tenían internet en la casa. Era uno más de los inventos sacrílegos que rechazaba la Iglesia Madre.

Se tapó el rostro con la mano.

—Perdonad, qué tonto soy. Por supuesto que no tenéis internet. Perdón. La verdad es que es algo diabólico.

Intentó parecer compungido, y observó que el café era descafeinado. En aquella casa no había nada políticamente incorrecto.

—Pero eso, es en el polideportivo de Vinderup —concluyó.

Los despidieron. Toda la familia en fila ante la casa, que a partir de entonces nunca más conocería la paz y armonía de tiempos pasados. Personas sonrientes que pronto aprenderían con dolor que la maldad del mundo no se deja controlar con misas semanales y la renuncia a los goces de los nuevos tiempos.

Y no le daban lástima. Fueron ellos quienes eligieron el camino que deseaban hollar, y que se cruzaba con el suyo.

Miró a los dos niños sentados junto a él en el asiento delantero y devolvió el saludo a la familia.

—¿Vais cómodos? —preguntó mientras pasaban junto a franjas de terrenos yermos cubiertos de rastrojos de maíz marrón oscuro. Metió la mano en el bolsillo lateral de la puerta. Sí, su arma estaba debidamente preparada. Poca gente sospecharía que aquel cachivache era lo que era. Tenía la misma forma que el asa de un maletín.

Les sonrió cuando hicieron un gesto afirmativo. Iban cómodos, sus pensamientos volaban. No estaban acostumbrados a grandes fluctuaciones en su tranquila y limitada vida cotidiana. Les esperaba el gran acontecimiento del año.

No, aquello lo solventaría sin dificultad.

—Iremos por Finderup, es un camino muy bonito —aseguró, ofreciéndoles una chocolatina. Lo tenían prohibido, sí, pero era también una forma de crear una sensación de complicidad entre ellos. Y la complicidad producía confianza. Y la confianza proporcionaba tranquilidad en el trabajo.

—Ah, bueno —dijo cuando vio que vacilaban—. También tengo algo de fruta. ¿Preferís una clementina?

—Creo que prefiero el chocolate —sentenció Magdalena con una sonrisa irresistible que dejó al descubierto su aparato dental. No cabía duda de que era la misma chica que tenía secretos ocultos bajo el césped del jardín.

A continuación puso por las nubes el paisaje del páramo y les dijo que estaba deseando mudarse para siempre a la región. Y cuando llegaron al cruce de Finderup reinaba el ambiente que él quería: distendido, lleno de confianza y camaradería. Allí tomó la desviación.

—Eh, me parece que te has desviado demasiado pronto —dijo Samuel, acercándose al parabrisas—. La desviación para Holstebro era la siguiente.

—Sí, ya lo sé. Pero ayer, cuando andaba por aquí en busca de una casa, encontré este atajo a la carretera nacional 16.

Volvió a desviarse doscientos metros más allá del monumento a Erik Klipping.

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