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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (7 page)

Se volvió y enfiló hacia su despacho y la cómoda silla que lo esperaba. Había avanzado dos metros cuando la acerada voz de Rose lo apuñaló.

—Vuélvete, Carl.

Este se volvió lentamente y vio que ella señalaba hacia atrás, hacia su obra de arte.

—Si crees que tengo las uñas feas, no pienso hacer nada al respecto, ¿lo pillas? Y aparte de eso, ¿ves esa palabra en la parte de arriba?

—Sí, Rose. De hecho, es una de las pocas cosas que veo con seguridad. Pone bastante claro «socorro».

Entonces ella dirigió su dedo admonitorio decorado de negro hacia él.

—Bien. Esa va a ser precisamente la primera palabra que vas a pensar en chillar como se te ocurra quitar uno solo de esos papeles. ¿Está claro?

Carl pasó de la mirada rebelde de ella e hizo señas a Assad para que lo siguiera.

Ya iba siendo hora de enseñar quién mandaba allí.

7

Cuando se miraba al espejo, le parecía que merecía una vida mejor. Apodos como Piel de Melocotón y La Bella Durmiente de la escuela de Thyregod seguían siendo parte de la imagen que tenía de sí misma. Cuando se desnudaba todavía se quedaba agradablemente sorprendida al ver su cuerpo. Pero no le bastaba con ser la única que tuviera esa impresión, no era suficiente, de ninguna manera.

La distancia entre ellos se había hecho demasiado grande. Él ya no pasaba tiempo con ella.

Cuando llegara a casa iba a decirle que no volviera a abandonarla, y que debía haber otro tipo de trabajos posibles. Quería conocerlo de verdad y saber lo que hacía, e insistir en que deseaba verlo despertar junto a ella todas las mañanas.

Eso iba a decirle.

En otros tiempos solía haber allí un pequeño basurero correspondiente al hospital psiquiátrico de Toftebakken. Ahora habían desaparecido los colchones de virutas podridos y las patas de cama oxidadas, y en su lugar había surgido un oasis con amplias vistas al fiordo y las viviendas señoriales más selectas de la ciudad.

Le encantaba dejar que su mirada se desenfocara más allá del puerto deportivo y los setos hacia la diversidad del fiordo azul.

En un lugar así y en un estado como aquel es fácil sentirse indefensa ante las contingencias de la vida. Seguramente por eso dijo que sí cuando el joven bajó de su bici y propuso que tomaran un café. Vivían en el mismo barrio, y varias veces se habían saludado con la cabeza en el súper. Ahora estaban allí.

Consultó el reloj. No tenía que ir a buscar a su hijo hasta pasadas dos horas, así que tenía tiempo, y tampoco iba a caerse el mundo por tomar un café.

Pero en eso estaba terriblemente equivocada.

Aquella noche estuvo meciéndose en su silla como una anciana. Apretando con los brazos el diafragma y tratando de calmar las contracciones musculares. Lo que había hecho era del todo inconcebible. ¿Tan desesperada estaba? Era como si el atractivo joven la hubiese hipnotizado. A los diez minutos, había apagado el móvil y estaba hablando de sí misma. Y él la escuchaba.

—Mia, qué nombre más bonito —le dijo.

Hacía tanto tiempo que no oía su nombre que le sonó extraño. Su marido no lo empleaba nunca. Jamás lo hizo.

Aquel chico actuaba con naturalidad. Le hizo preguntas y respondió sin rodeos a las de ella. Era soldado, se llamaba Kenneth, tenía una mirada amable, y sin que pareciera inadecuado puso su mano sobre la de ella en presencia de otros veinte clientes. Se la apretó suavemente sobre la mesa y la mantuvo apretada.

Y ella no hizo nada por evitarlo.

Después se fue corriendo a la guardería, con la sensación de que la presencia de él la acompañaba.

Ahora ni el tiempo transcurrido ni la oscuridad lograban que su respiración volviera a su ritmo natural. No dejaba de morderse el labio. El móvil apagado la miraba acusador desde la mesa baja. Había terminado en una isla desde la que no veía ninguna perspectiva. Ni nadie a quien pedir consejo. Nadie a quien pedir perdón.

¿Cómo iba a seguir adelante?

La mañana la sorprendió aún vestida y desconcertada. La víspera, mientras hablaba con Kenneth, su marido la había llamado al móvil. Lo había comprobado. Iba a pedirle explicaciones por las tres llamadas perdidas. La llamaría para preguntar por qué no había respondido, y cuando ella inventara alguna historia temía que él fuera a descubrirla, por muy plausible que sonara. Él era más listo y mayor que ella, y tenía más experiencia en la vida. Iba a darse cuenta del engaño, y por eso todo su cuerpo temblaba.

Tenía por costumbre llamar a las ocho menos tres, justo antes de que ella saliera con Benjamin, lo sentara en la bici y su pusiera a pedalear. Hoy iba a cambiar de plan y saldría un par de minutos antes. Para poder hablar con él, pero sin que la estresara. Si no, iba a perder el control.

Ya había tomado al niño en brazos cuando el móvil traidor —aquella pequeña puerta, siempre disponible, que daba al mundo— se puso a zumbar y a girar sobre la mesa.

—¡Hola, cielo! —saludó con voz controlada mientras sentía el pulso martilleando sus tímpanos.

—He intentado llamarte varias veces. ¿Por qué no me has llamado?

—Iba a hacerlo ahora mismo —le salió sin querer. Vaya, ya la había pillado.

—Pero si estás a punto de salir de casa con Benjamin, lo sé. Son las ocho menos un minuto. Te conozco.

Ella contuvo la respiración y depositó con cuidado al niño en el suelo.

—Está algo pocho hoy. Ya sabes, en la guardería prefieren que no vayan cuando tienen mocos verdes. Creo que tiene unas décimas —explicó, respirando con lentitud mientras todo su cuerpo pedía oxígeno a gritos.

—Vaya.

A ella no le gustó el silencio que siguió. ¿Esperaba él que ella dijera algo? ¿Había algo que se le había olvidado? Trató de centrarse en cualquier cosa. En algo que estuviera al otro lado de las ventanas. En la puerta entreabierta del jardín de enfrente. En las ramas desnudas. En la gente que iba al trabajo.

—Ayer llamé varias veces. ¿Has oído lo que te he dicho? —le preguntó.

—Ah, sí. Perdona, cariño, pero es que se me murió el móvil. Creo que tendremos que cambiar de batería pronto.

—Si la cargué el martes.

—Por eso te digo, es que se ha gastado muy pronto esta vez. En dos días estaba a cero, es bastante raro.

—¿Y la has recargado tú? ¿Sabías cómo hacerlo?

—Claro —repuso, y se permitió una risa despreocupada. Le costó—. Está tirado, piensa que te he visto hacerlo muchas veces.

—Creía que no sabías dónde estaba el cargador.

—Sí, hombre.

Las manos de Mia temblaron. Él sabía que pasaba algo. Dentro de nada iba a preguntarle dónde había cogido el maldito cargador, y no tenía ni idea de dónde solía estar.

Piensa, piensa rápido, pensó, acelerada.

—Claro que… —y elevó el tono de voz—. Oh, no, Benjamin. ¡No, no hagas eso!

Dio al niño un empujón con el pie, para que reaccionara. Después le dirigió una mirada centelleante y volvió a empujarlo.

Cuando llegó la pregunta: «Pues ¿dónde estaba?», el niño rompió a llorar por fin.

—Hablaremos luego —dijo con tono de preocupación—. Benjamin se ha dado un golpe.

Apagó el móvil, se puso en cuclillas y le quitó el pelele al niño mientras lo besaba en la mejilla y canturreaba palabras tranquilizadoras.

—Tranquilo, Benjamin. Perdona, perdona, perdona. Mamá te ha empujado sin querer. ¿No quieres un pastelito?

Y el niño se sorbió las lágrimas, la perdonó y asintió con mirada triste. Su madre le dio un cuento ilustrado mientras se iba dando cuenta poco a poco del alcance de la catástrofe: su casa medía trescientos metros cuadrados, y el cargador del móvil podía estar en cualquier hueco del tamaño de un puño.

Una hora más tarde no había un cajón, ni un mueble, ni una estantería de la planta baja sin registrar.

Una duda la atravesó: ¿y si solo tenían un cargador? ¿Y si se lo había llevado él? ¿Tenía un móvil de la misma marca que el de ella? Ni siquiera lo sabía.

Dio de comer al pequeño con gesto de preocupación, y reconoció lo que sucedía. Su marido se había llevado el cargador.

Sacudió la cabeza y limpió con la cuchara los labios del niño. No, cuando comprabas un teléfono móvil te daban siempre un cargador. Por supuesto. Y por eso, seguro que había en alguna parte una caja para su móvil con su manual de instrucciones, y probablemente también un cargador sin usar. Debía de estar en alguna parte, pero no allí, en la planta baja.

Miró hacia la escalera al primer piso.

Había sitios de la casa adonde no iba casi nunca. De ninguna manera porque él se lo tuviera prohibido, pero así era. Él, por su parte, tampoco entraba nunca en su sala de costura. Ambos tenían sus intereses, sus oasis y sus horas para cada uno; pero él más que ella.

Tomó al niño en brazos, subió la escalera y se colocó ante la puerta del despacho de él. Y si encontraba la caja con el cargador del móvil en uno de sus cajones o armarios, ¿cómo iba a explicar que había andado revolviendo en ellos?

Empujó la puerta.

Al contrario que su propio cuarto, que estaba enfrente, aquel carecía de energía. Le faltaba esa irradiación de color y pensamiento creativo que ella cultivaba. Allí solo había superficies beis y grises, nada más.

Abrió de par en par todos los armarios empotrados y observó el interior casi vacío. Si hubieran sido sus propios armarios, habrían estado rebosantes de diarios húmedos de llanto y chismes acumulados a lo largo de cientos de días felices pasados con sus amigas.

En la estantería había unos cuantos libros apilados. Libros relacionados con el trabajo de su marido. Sobre tipos de armas y trabajo policial, cosas de ese estilo. Después había un montón de libros sobre sectas religiosas. Sobre los Testigos de Jehová, los Niños de Dios, los mormones y muchas otras sectas de las que nunca había oído hablar. Qué raro, pensó un segundo; después se puso de puntillas para ver lo que había en las estanterías superiores.

Tampoco allí había nada especial.

Entonces tomó al niño en brazos y, con la mano libre, fue abriendo los cajones del escritorio uno a uno. Aparte de una piedra de afilar como la que usaba su padre para afilar la navaja de pescador, no había nada que llamara la atención. Solo papel, sellos de goma y un par de cajas sin abrir de disquetes de ordenador de los que nadie usaba ya.

Cerró la puerta con sus emociones congeladas. En aquel momento, ni se conocía a sí misma ni conocía a su marido. Era aterrador y surrealista. No se parecía a nada que hubiera experimentado hasta entonces.

Notó que la cabeza del pequeño caía sobre su hombro y sintió una respiración acompasada en el cuello.

—Oh, ¿te has dormido, corazón? —susurró, mientras lo acomodaba en la cuna. Ahora tenía que procurar no perder el control. Todo debía seguir como de costumbre.

De modo que llamó por teléfono a la guardería.

—Benjamin está tan mocoso que no me atrevo a llevároslo. Solo quería decir eso, perdona que llame tan tarde —se excusó mecánicamente, y olvidó decir gracias cuando le desearon una pronta recuperación.

Luego se volvió hacia el pasillo y se quedó mirando a la puerta estrecha que había entre el despacho de su marido y el dormitorio. Una vez lo ayudó a subir hasta allí un montón de sus cajas de mudanza. La diferencia que había entre los dos era el lastre que llevaban. Ella llegó con un par de muebles de Ikea de su cuarto de la residencia de estudiantes, mientras que él se llevó todo lo que había acumulado durante los veinte años correspondientes a la diferencia de edad entre ambos. Por eso había en las habitaciones muebles de todas épocas, y por eso estaba el espacio tras la puerta lleno de cajas de cartón cuyo contenido ignoraba por completo.

El alma se le cayó a los pies en cuanto abrió la puerta y miró dentro. El espacio medía menos de metro y medio de ancho, pero era lo bastante grande para que cupieran cuatro cajas a lo ancho y otras cuatro a lo alto. Las cajas llegaban justo hasta la ventana Velux. Habría por lo menos unas cincuenta.

Mayormente cosas de mis padres y de mis abuelos, fue lo que le dijo él. Ya las echaría a la basura a su debido tiempo. No tenía ningún hermano con quien poder hablar de ello.

Miró el muro de cajas de cartón y renunció enseguida. No tenía sentido guardar allí el embalaje de un móvil. Era un espacio en el que parecía que el pasado se hubiera cerrado sobre sí mismo.

Claro que… pensó mientras fijaba la mirada en varios abrigos de cuellos enormes que estaban tirados en un montón sobre las cajas de atrás. ¿No había un bulto en la mitad? ¿Podría haber algo escondido debajo?

Extendió el brazo por encima de las cajas, pero no llegaba. Entonces se subió a la montaña de cajas, se apoyó en las rodillas y avanzó a gatas un par de pasos. Apartó los abrigos y comprobó decepcionada que no había nada debajo. Entonces una rodilla se le hundió en la tapa de una caja.

Mierda, pensó. Ahora él sabría que había estado allí.

Retrocedió un poco, ajustó la tapa y comprobó que no se había producido daño alguno.

Fue allí donde aparecieron los recortes de periódico. No eran tan antiguos, desde luego nada que los padres de su marido hubieran guardado. Era un poco raro que su marido coleccionara aquellos recortes, pero tal vez reflejaran un trabajo o un interés que había olvidado ya.

—Menos mal —murmuró. ¿Por qué le interesarían tanto los artículos sobre los Testigos de Jehová?

Echó un vistazo a los recortes. El material no era tan homogéneo como pudiera pensarse. Entre artículos sobre diversas sectas, había también recortes sobre cotizaciones de Bolsa, análisis bursátiles, identificación por ADN y hasta recortes de hacía quince años sobre casas de veraneo y segundas residencias en venta en Hornsherred. Probablemente nada que fuera a necesitar ya. Puede que algún día le preguntara si no había que vaciar aquel cuarto. Así podrían tener un armario de los que te cuelas dentro. ¿Quién no quería tener uno así?

Se dejó caer hasta el suelo mientras una sensación de alivio la inundaba. Una nueva idea le rondaba la cabeza.

Después, por si acaso, deslizó la mirada una vez más por el paisaje de cajas de cartón y no le pareció que la abolladura de la caja del medio se notara mucho. No, seguro que él no se daría cuenta.

Después cerró la puerta.

La idea era comprar un cargador. Aquí y ahora. Cogería del dinero que había ahorrado para gastos de la casa, él desconocía su existencia. Después iría en bici a la tienda Sonofon de Algade y compraría el cargador. Cuando volviera a casa lo rayaría con arena del arenero de Benjamin, para que pareciera viejo y gastado, lo dejaría en la cesta junto a la entrada donde estaban los gorros y guantes de Benjamin y señalaría allí la próxima vez que le preguntara su marido.

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