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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (11 page)

Carl asintió en silencio.

—Tú no conoces a Assad, pero estoy seguro de que no te ha traído aquí solo para hablar del menú de la cantina e invitarte a tomar un té de menta con un antiguo compañero.

—Ya me ha hablado del mensaje en la botella. Creo que he captado lo más importante. ¿Puedo verlo?

Anda que…

Laursen se sentó y Carl sacó con cuidado el mensaje de la carpeta mientras Assad entraba con aire desenfadado llevando una bandeja de latón labrado y sobre ella tres tazas minúsculas.

El aroma a menta se asentó entre los reunidos.

—Seguro que te gusta este té —declaró Assad mientras servía—. Es muy bueno, también para aquí.

Tiró un poco de la entrepierna y les dirigió una mirada cómplice. No había equivocación posible.

Laursen encendió otro flexo y acercó la pantalla al documento.

—¿Quién lo ha restaurado? ¿Lo sabemos?

—Sí, un laboratorio de Edimburgo, en Escocia —informó Assad. Encontró el informe de la investigación antes de que Carl se pusiera a pensar en dónde lo había dejado—. El análisis está, o sea, aquí.

Assad lo puso delante de Laursen.

—Muy bien —dijo Laursen al rato—. Es Gilliam Douglas quien ha llevado la investigación, por lo que veo.

—¿Lo conoces?

Laursen miró a Carl con la misma expresión que pondría una niña de cinco años si le hubieran preguntado si sabía quién era Britney Spears. No era una mirada especialmente respetuosa, pero despertaba la curiosidad. ¿Quién diablos sería aquel Gilliam Douglas, aparte de ser un tipo nacido en el lado equivocado de la frontera con Inglaterra?

—Creo que no hay nada que añadir —dijo Laursen, levantando la taza de menta con dos dedazos—. Nuestros compañeros de Escocia han hecho lo que ha estado en su mano para preservar el papel y hacer visible el texto mediante diversos tratamientos lumínicos y químicos. Han encontrado restos insignificantes de tinta, pero por lo visto no han tomado ninguna decisión respecto a la procedencia del papel. De hecho, han dejado para nosotros el grueso de la investigación. ¿Lo han analizado en la Policía Científica, en Vanløse?

—Bueno, yo no sabía que las investigaciones periciales estuvieran sin terminar —dijo Carl de mala gana. Así que era por su culpa.

—Lo pone aquí.

Laursen señaló la última línea del informe.

¿Por qué diablos no lo habían visto? ¡Mierda!

—Ya me lo dijo Rose, entonces. Pero ella no creía que fuera necesario saber de dónde venía el papel —argumentó Assad.

—Bueno, pues en eso estaba sin duda muy equivocada. Déjame ver un poco.

Laursen se levantó y metió las yemas de los dedos en el bolsillo del pantalón. No era cosa fácil con aquellos muslos bien entrenados embutidos en unos vaqueros tan estrechos.

Carl había visto muchas veces la clase de lupa que sacó. Un cuadradito que se desplegaba para poder apoyarlo en el objeto a observar. Parecía la parte inferior de un pequeño microscopio. Una herramienta corriente para coleccionistas de sellos y demás chiflados, pero que en la versión profesional, con las mejores lentes Zeiss, era algo del todo necesario para un perito como Laursen.

Colocó la lupa sobre el documento y gruñó un poco para sí mientras recorría las líneas con la lente. De manera sistemática, de lado a lado, línea a línea.

—¿Ves más letras con ese trasto de cristal? —preguntó Assad.

Laursen sacudió la cabeza, pero no dijo nada.

Cuando iba por la mitad del mensaje, Carl comenzó a sentir el cosquilleo de las ganas de fumar.

—Tengo que salir a hacer un recado, ¿vale? —informó.

Apenas reaccionaron.

Se sentó junto a una de las mesas del pasillo y se quedó mirando toda aquella maquinaria inactiva. Escáneres, fotocopiadoras y esas cosas. Era de lo más irritante. La próxima vez debía dejar que Rose terminara su trabajo y que no se marchara dejando las cosas a medio hacer. Mal liderazgo.

Fue en aquel triste momento de autocrítica cuando oyó unos ruidos sordos procedentes de las escaleras, algo parecido a una pelota de baloncesto rodando escalera abajo a cámara lenta, seguido de un ruido como de una carretilla con las ruedas deshinchadas. La persona que se le acercó parecía una abuela bien pertrechada de botellas desembarcando de los transbordadores de Suecia. Tanto los toscos zapatos de tacón como la falda escocesa plisada, tan llamativa como el carro de la compra que arrastraba tras de sí, parecían más de los años cincuenta que los mismos años cincuenta. Y por detrás de aquel mamarracho apareció el clon del rostro de Rose con la permanente rubio platino más encantadora que pudiera imaginarse. Era como estar en una película de Doris Day y no saber encontrar la salida de emergencia.

Cuando sucede algo así y el cigarrillo no tiene filtro, uno se quema.

—¡Mierda puta! —gritó, y arrojó la colilla a los pies de la pintoresca figura.

—Yrsa Knudsen —se presentó, extendiendo un par de dedos alargados con las uñas pintadas de rojo intenso.

Carl jamás hubiera creído que dos gemelas pudieran parecerse tanto y aun así ser tan diferentes, siendo ramas del mismo tronco.

Carl se había propuesto llevar la iniciativa desde el primer instante, pero se oyó respondiendo, cuando ella le preguntó dónde estaba su despacho, que lo encontraría al otro lado de los papeles que ondeaban en aquella pared. Se le olvidó lo que debía haber dicho. O sea, quién era y qué cargo tenía, seguido de una serie de advertencias, entre ellas que lo que las dos hermanas estaban haciendo era absolutamente antirreglamentario y debían ponerle fin lo antes posible.

—Supongo que me llamarás para darme indicaciones en cuanto me haya instalado. ¿Qué tal dentro de una hora? —Fue la despedida de ella.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Assad cuando Carl volvió a entrar en el despacho.

Carl le dirigió una mirada torva.

—¿Que qué era? Pues era un problema. ¡Tu problema! Dentro de una hora pon a Yrsa al corriente de los casos. ¿Entendido?

—¿Era Yrsa la que acaba de pasar?

Carl cerró los ojos como señal de confirmación.

—¿Lo has entendido? Dale las instrucciones necesarias.

Después se volvió hacia Laursen, que casi había terminado de inspeccionar el documento.

—¿Encuentras algo, Laursen?

El perito reconvertido en hamburguesero asintió en silencio y señaló con el dedo algo casi invisible que había depositado sobre un pedacito de plástico.

Carl miró los objetos de cerca. Pues sí, había efectivamente una astilla del grosor de un pelo, y al lado algo redondo, delgado y plano, y además casi transparente.

—Eso es una astilla de madera —hizo saber Laursen, señalándola con el dedo—. Creo que es parte del útil de escritura con que se escribió el mensaje, porque estaba en la misma dirección que el trazo correspondiente y bien hundida en el papel. Lo otro es una escama de pez.

Se irguió de su incómoda postura e hizo varios movimientos rotatorios con los hombros.

—Vamos a aclarar el misterio, Carl. Pero hay que mandarlo a Vanløse, ¿vale? Me extrañaría que no pudieran averiguar la clase de madera con relativa rapidez, pero para identificar el tipo de pescado, partiendo de escamas, deben examinarlas expertos marítimos.

—Todo esto es muy interesante para seguir —dijo Assad—. Tenemos un compañero muy diestro, Carl.

«¿Diestro?» ¿Había dicho eso?

Carl se rascó la mejilla.

—¿Qué más puedes decir sobre esto, Laursen? ¿Hay algo más?

—Sí, no puedo ver si el que lo ha escrito era zurdo o diestro, no suele ocurrir cuando el papel es tan poroso. Casi siempre suele verse por cómo suben las letras. Por eso, debemos concluir que el mensaje se ha escrito en circunstancias difíciles. Puede que sobre una mala base, o puede que con las manos atadas. Puede que sea sin más una persona no acostumbrada a escribir. Pero apostaría a que el papel se ha utilizado para envolver pescado. Por lo que veo, hay restos de mucosidad, seguramente mucosidad de pescado. Porque ahora sabemos que la botella estaba herméticamente cerrada, así que los restos de pescado no entraron mientras flotaba en el agua. En cuanto a estas sombras del papel, no estoy seguro. Puede que no sea nada, es posible que el papel estuviera manchado, pero lo más probable es que las manchas se deban al tiempo que ha pasado en la botella.

—¡Interesante! Y, por lo demás, ¿qué te parece el mensaje en sí? ¿Vale la pena seguir insistiendo, o es solo una gamberrada?

—¡Una gamberrada! —Laursen levantó el labio superior y dejó al descubierto dos paletas ligeramente cruzadas. Aquello no significaba que fuera a reírse, sino más bien que había que escucharle—. Las depresiones que veo en ese papel muestran una escritura temblorosa. La punta de la astilla que ves ahí ha abierto un surco delgado y profundo hasta que se ha roto. En algunos sitios se ve tan claro que parece el surco de un disco de vinilo.

Sacudió la cabeza.

—No, Carl, me parece que no es una gamberrada. Parece estar escrito por alguien a quien le temblaba la mano. Tal vez debido a su situación, pero también puede que la persona estuviera aterrorizada. A primera vista, yo diría que esto es algo serio. Claro que nunca se sabe.

Entonces intervino Assad.

—Cuando ves tan de cerca las letras y los surcos, ¿puedes ver más letras, entonces?

—Sí, un par, pero solo hasta donde se rompe la punta del útil de escritura.

Assad le pasó una copia del enorme mensaje de la pared.

—¿Podrías escribir aquí las letras que crees que faltan? —solicitó.

Laursen asintió en silencio y volvió a colocar la lupa sobre el mensaje original. Después de escrutar un rato las primeras líneas, dijo:

—Bueno, es lo que me parece, pero no pondría la mano en el fuego.

Después añadió cifras y letras, de modo que las primeras líneas del mensaje decían:

SOCORRO

.l .6 .e fev.ero de 1996 ..s ..que.traron … l.evar.n d. l. pa.ada .. a.tov.s de. autropv… en Bal… u. — .l. ombr… d. 1,8 …, b… pelo .or.o

Estuvieron un rato observando el resultado hasta que Carl rompió el silencio.

—¡1996! O sea que la botella pasó seis años en el mar hasta que la rescataron.

Laursen asintió con la cabeza.

—Sí. Estoy bastante seguro respecto al año, aunque los nueves estaban escritos al revés.

—Así que esa es la causa de que tus colegas escoceses no pudieran descifrarlo.

Laursen se alzó de hombros. Lo más seguro es que fuera así.

Assad, junto a él, tenía el ceño fruncido.

—¿Qué pasa, Assad? —inquirió.

—Es, o sea, lo que pensaba yo. Vaya mierda —dijo, señalando varias palabras.

Carl observó el mensaje con detenimiento.

—Si no desciframos más letras del final del mensaje, va a ser muy, muy difícil —continuó Assad.

Carl cayó en la cuenta de lo que quería decir Assad. De todas las personas del mundo, había sido el primero en darse cuenta del problema. Un hombre que llevaba unos pocos años en el país. Era sencillamente increíble.

Tenía que poner «febrero», «secuestraron», «parada de autobús».

La persona que había redactado el mensaje de la botella no sabía escribir.

11

No se percibía actividad alguna en el despacho de Rose, cosa que era muy buena señal. Si Yrsa seguía comportándose así iba a mandarla a casa antes de tres días y Rose tendría que volver.

Es que les hacía falta el dinero, había dicho Yrsa.

Como en los archivos no había ninguna información sobre un secuestro en febrero de 1996, Carl sacó la carpeta de los casos de incendios y telefoneó al comisario Antonsen, de Rødovre. Prefería hablar con una rata curtida en el campo que con una rata de despacho como Yding. La razón por la que aquel insustancial no había escrito nada en el viejo informe policial acerca de la situación económica de la empresa que ardió en Rødovre se le escapaba. En opinión de Carl, aquello era negligencia en el cumplimiento del deber. Además, la compañía de gas había declarado que la casa tenía cortado el suministro, así que ¿qué hizo que la explosión fuera tan violenta? Mientras flotaran en el aire preguntas como aquella, existía la posibilidad de que el puto incendio que investigaban fuera provocado, y en ese caso no podía dejarse NADA al azar.

—Vayaaa —dijo Antonsen cuando le pasaron la llamada de Carl—. O sea que tengo el honor de hablar con Carl Mørck, especialista en desempolvar casos antiguos.

Rio ahogadamente.

—¿Has resuelto el asesinato del Hombre de Grauballe?

—Claro, y el de Erik V —repuso Carl—. Y pronto habremos resuelto uno de vuestros antiguos casos, creo.

Antonsen soltó una carcajada.

—Sí, ya sé a qué te refieres, hablé ayer con Marcus Jacobsen —le dijo—. Me parece que quieres saber algo sobre el incendio que hubo aquí en 1995. ¿No has leído el informe?

Carl reprimió un par de juramentos, que seguro que el curtido de Antonsen habría sabido corresponder con finura.

—Sí. Y ese informe es una auténtica chapuza. ¿Lo hizo uno de los tuyos?

—Tonterías, Carl. Yding hizo un trabajo concienzudo. ¿Qué necesitas saber?

—Información sobre la empresa que ardió en el incendio, cuestión a la que esa supuesta concienzuda investigación no hace el menor caso.

—Sí, ya pensaba que sería algo así. Pero tenemos algo en alguna parte. Un par de años más tarde se hizo una auditoría de la empresa que concluyó con una denuncia policial. No obstante, la cosa quedó en nada, aunque gracias a ello supimos más acerca de la empresa. ¿Te la mando por fax o tengo que acercarme de rodillas al trono y depositarla allí?

Carl soltó una carcajada. Raras veces encontrabas a alguien que pudiera devolver tus insultos con tal eficacia y suavidad.

—No, ya voy yo para allá, Anton. Tú haz café.

—Vaya… —concluyó Antonsen, y colgó; nada de «hasta ahora».

Carl se quedó un rato con la vista fija en la pantalla plana en la que aparecía el bucle interminable del canal de noticias sobre la absurda muerte a tiros de Mustafá Hsownay, otra víctima inocente de la guerra entre bandas. Parece ser que la Policía había dado permiso para que el cortejo fúnebre atravesara las calles de Copenhague. Aquello provocaría, sin duda, que a más de uno se le atragantaran las fresas con nata con los colores nacionales.

De pronto se oyó un gruñido procedente de la puerta.

—¿No vais a darme algo que hacer?

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