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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (13 page)

Sacó la bolsa transparente y la puso a la altura de los ojos de Laursen.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó.

Laursen asintió en silencio y señaló un fragmento algo mayor que los demás que había en el fondo de la bolsa.

—Acabo de hablar con Gilliam Douglas, el perito de Escocia, y me ha recomendado que busque el mayor pedazo del culo de la botella y que haga un análisis de ADN de la sangre que haya. Es ese pedazo. Se ve la sangre.

Carl estuvo a punto de pedirle prestada la lupa, pero lo veía bien. No había mucha sangre, y parecía completamente reseca.

—¿No lo han analizado ellos o qué?

—No; dice que solo se ocuparon del mensaje en sí. Pero dice también que no esperemos demasiado.

—¿Y eso…?

—Es que hay poca muestra para analizar y seguramente ha pasado mucho tiempo. Además, las condiciones de la botella y la permanencia en agua salada pueden haber dañado el genoma que había. O el calor, el frío y puede que un poco de salitre. La luz cambiante. Todo parece indicar que no queda rastro de ADN.

—¿El ADN se transforma mientras se descompone?

—No, no se transforma. Se descompone, sin más. Y con todos los factores desfavorables que hay, no hace falta más.

Carl observó la manchita del pedazo de vidrio.

—Y si encuentran algo de ADN útil, ¿qué? ¿Qué conseguiríamos así? No tenemos que identificar ningún cadáver, puesto que no hay tal. Tampoco tenemos que comparar el material genético con familiares, porque ¿quiénes son? No tenemos ni idea de quién ha escrito el mensaje, así que ¿para qué?

—Tal vez pudiera concretarse el color de piel, de ojos y de pelo. ¿No es algo?

Carl asintió en silencio. Claro que había que probarlo. La gente del departamento de Genética Forense del Instituto Forense era algo fantástico, ya lo sabía. Él mismo había asistido a una conferencia del subdirector del departamento. Si alguien podía precisar si la víctima era un groenlandés pelirrojo de Thule, cojo y ceceante, eran ellos.

—Llévatelo, adelante —dijo Carl. Después dio a Laursen una palmada en el hombro—. Un día de estos tengo que subir a tomar un entrecot.

Laursen sonrió.

—Pues tendrás que traerlo de casa.

12

Su nombre de pila era Lisa, pero se hacía llamar Rakel. Vivió siete años con un hombre que no la dejaba embarazada. Semanas y meses infecundos pasados en cabañas de adobe, primero en Zimbawe y después en Liberia. Clases llenas de escolares con sonrisas de marfil enmarcadas en sus infantiles rostros morenos, pero también cientos de horas interminables negociando con los representantes locales del NDPL y, al final, con los guerrilleros de Charles Taylor. De suplicar ayuda para la paz. No corrían tiempos para los que hubiera podido estar preparada una maestra recién salida de una escuela privada de Magisterio. Eran demasiadas las trampas y las aviesas intenciones; pero así podía ser también África.

Cuando la violó un grupo de soldados del NPFL que pasaban casualmente por allí, su novio no quiso intervenir. Dejó que se las arreglara sola.

Por eso habían terminado.

Esa misma noche se postró en la terraza sobre sus rodillas magulladas, estrujando sus manos llenas de sangre, y por primera vez en su vida impía notó que llegaba el Reino de los Cielos.

—Perdóname, y no permitas que esto tenga consecuencias —rogó bajo la inmensidad de la noche africana—. No permitas que tenga consecuencias, y haz que encuentre una nueva vida. Una vida en paz con un hombre bueno y con muchos niños. Te lo ruego, Dios mío.

A la mañana siguiente empezó a sangrar del útero mientras hacía la maleta, y supo que Dios la había escuchado. Sus pecados estaban perdonados.

Fue la gente de una comunidad recién fundada en la ciudad de Danané, en la vecina Costa de Marfil, quien acudió en su auxilio. Aparecieron de repente en la carretera A—701, y sus rostros amables le ofrecieron cobijo después de haber caminado entre refugiados por la carretera que llevaba a Baobli, y después más allá de la frontera. Eran gentes que habían conocido grandes desdichas y sabían que las heridas necesitan tiempo para curar. A partir de aquel momento la vida adquirió un nuevo sentido para ella. Dios la había escuchado, y le había mostrado en qué dirección debía encauzar su vida.

Al año siguiente estaba de vuelta en Dinamarca. Purificada del Diablo y de todas sus obras, y preparada para encontrar al hombre que la fecundara.

Se llamaba Jens, pero a partir de entonces se llamó Joshua. El cuerpo de Rakel era de lo más tentador para un hombre que había vivido solo en el establecimiento de maquinaria agrícola que heredó de sus padres, y Jens encontró los caminos del Señor entre las piernas de su mujer.

La comunidad de la zona de Viborg pronto se amplió con dos discípulos, y diez meses más tarde Rakel dio a luz su primer hijo.

A partir de entonces, la Madre de Dios le otorgó nueva vida y fue clemente con ella. Josef, de dieciocho años; Samuel, de dieciséis; Miriam, de catorce; Magdalena, de doce, y Sarah, de diez, fueron el resultado. A intervalos regulares de vientitrés meses.

Sí, la verdad es que la Madre de Dios cuidaba de los suyos.

Había coincidido varias veces en la Iglesia Madre con el hombre que acababa de llegar, y él siempre la miraba a ella y a sus hijos con expresión amable cuando se abandonaban a sus cánticos de alabanza. De su boca solo brotaban palabras dichosas. Parecía sincero, cordial y serio. Un hombre bastante guapo, que seguro que atraería a una buena mujer a la comunidad.

Aquello saldría bien, pensaron en la comunidad. Joshua lo llamaba un hombre valiente.

Cuando aquella noche el hombre acudió por cuarta vez a la iglesia, Rakel tuvo la certeza de que sería para quedarse. Le ofrecieron una habitación en la granja, pero declinó la oferta, agradecido, y les explicó que ya tenía dónde pasar la noche, y además estaba atareado buscando una casa donde quedarse a vivir. Pero iba a estar unos días por los alrededores y con mucho gusto los visitaría, si pasaba por allí.

Así que tenía pensado comprarse una casa, y eso era algo de lo que sin duda se hablaba en la comunidad, sobre todo las mujeres. El joven tenía manos fuertes y una buena furgoneta, y podría ser muy útil para sus compañeros de la comunidad. Parecía un hombre de éxito, y además vestía bien y era cortés. Tal vez un futuro sacerdote. Tal vez un misionero.

Le mostrarían una hospitalidad especial.

No habían pasado veinticuatro horas y allí estaba llamando a su puerta. Era un mal momento, por desgracia, porque Rakel no se encontraba bien, sentía palpitaciones en las sienes como preludio de la menstruación. Lo único que deseaba era que sus hijos estuvieran en sus cuartos y Joshua se ocupara de sus cosas.

Pero Joshua abrió la puerta de entrada y llevó al visitante hasta la mesa de roble de la cocina.

—Piensa que a lo mejor no tenemos tantas oportunidades —susurró, y pidió a su mujer que se levantara del sofá—. Solo un cuarto de hora, Rakel; después podrás tumbarte.

Pensando en la comunidad y en lo bien que le vendría la incorporación de sangre joven, se levantó con la mano en el vientre y entró en la cocina, convencida de que la Madre de Dios había escogido cuidadosamente aquel instante para ponerla a prueba. Debía pensar que el dolor no era más que una caricia de la mano del Señor. Que la náusea no era más que la arena ardiente del desierto. Ella era una discípula y nada físico iba a interponerse ante ese hecho.

De eso era de lo que se trataba.

Y por eso avanzó al encuentro de él con una sonrisa en su rostro pálido y le rogó que se sentara y aceptara los regalos del Señor.

Había estado en Levring y Elsborg para ver pequeñas propiedades rurales, les dijo el joven tras el vaho de la taza de café, y pasado mañana o el lunes iría a Ravnstrup y Resen, donde también había un par de casas interesantes.

—¡Santo Cristo! —exclamó Joshua dirigiendo a su mujer una mirada de disculpa, porque a ella no le gustaba nada que tomara en vano el nombre del hijo de la Madre de Dios. Después continuó—. ¿En Resen? No estará por casualidad camino de la plantación de Sjørup. Es la casa de Theodor Bondesen, ¿verdad? En ese caso, me encargaré de que pagues un precio justo. Lleva vacía por lo menos ocho meses. ¿Qué digo? Más.

Un extraño espasmo cruzó el rostro del hombre. Joshua no lo advirtió, claro, pero su mujer sí. Era un espasmo que no debería haberse producido.

—¿Camino de Sjørup? —inquirió el hombre, mientras su mirada vagaba por la estancia, en busca de un apoyo—. No lo sé. Pero podré decírtelo el lunes, cuando haya visto la casa.

Entonces sonrió.

—¿Dónde tenéis a los hijos? ¿Haciendo los deberes?

Rakel asintió con la cabeza. El hombre no parecía muy comunicativo. ¿Se habría hecho una idea equivocada de él?

—¿Dónde vives ahora? —lo apremió—. ¿En Viborg, en la ciudad?

—Sí, un antiguo colega vive en el centro. Trabajamos juntos hace unos años. Ahora tiene una pensión de invalidez.

—Vaya. ¿Otro que se ha dejado la vida trabajando? —preguntó Rakel mientras captaba la mirada de él.

Esta vez el hombre le dirigió una mirada cálida. Le costó algo de tiempo, pero puede que fuera reservado, sin más. No tenía por qué ser un rasgo negativo.

—¿Dejado la vida trabajando? No, no fue por eso. Ojalá hubiera sido por eso, si se me permite decirlo. No, mi amigo Charles perdió un brazo en un accidente de tráfico.

Mostró con el canto de la mano dónde tuvieron que amputárselo, y ella se sintió mal. Malos recuerdos. Él leyó la mirada de ella y bajó la suya.

—Sí, fue un accidente feo, pero se las arregla.

Entonces alzó de pronto la cabeza.

—¡Por cierto! Pasado mañana hay un encuentro de kárate en Vinderup. Había pensado preguntarle a Samuel si quería acompañarme a verlo. Pero igual es demasiado pronto para su rodilla lesionada. ¿Qué tal está? ¿Se rompió algo al caer por la escalera?

Rakel sonrió y miró a su marido. Aquella era la clase de compasión y solicitud que preconizaba su iglesia. «Toma la mano del prójimo y acaríciala con suavidad», como decía su sacerdote siempre.

—No —respondió el marido—. Tiene la rodilla muy hinchada, pero dentro de pocas semanas estará como nuevo. Dices que en Vinderup, ¿eh? ¿Hay un encuentro? Vaya, vaya.

Se acarició la barbilla. Seguro que profundizaría en aquello al cabo de un rato.

—Pero podemos preguntarle a Samuel. ¿Qué te parece, Rakel?

Ella hizo un gesto afirmativo. Sí, si podían volver antes del descanso sería perfecto. Igual podría llevarse a todos los niños si querían, ¿no?

El rostro de él adquirió de pronto un aire de disculpa.

—Bueno, lo haría con sumo gusto, pero por desgracia solo podemos ir tres pasajeros en el asiento delantero de la furgoneta, y está prohibido llevar a nadie en la parte de atrás. Pero puedo llevarme a dos. Y a lo mejor los demás tienen más suerte la próxima vez. ¿Qué tal Magdalena? ¿No le gustaría el plan? Parece ser una chica despierta. Y está bastante unida a Samuel, ¿no?

Rakel sonrió, y su marido también. Había sido muy amable por su parte. Era casi como si en aquel momento se hubiera establecido entre ellos un contacto especial. Como si él supiera cuán cerca del corazón de ella habían estado siempre aquellos dos niños. Samuel y Magdalena. Entre sus cinco hijos, los que más se parecían a ella.

—Pues entonces, de acuerdo, ¿no, Joshua?

—De acuerdo, sí.

Joshua sonrió. Con tal de que las aguas bajaran tranquilas, era fácil de contentar.

Palmeó la mano que su huésped había extendido sobre la mesa. Estaba extrañamente fría.

—Estoy segura de que Samuel y Magdalena estarán también de acuerdo —exclamó—. ¿A qué hora tienen que estar preparados?

El hombre puso los labios en punta y calculó el tiempo del trayecto.

—Bueno, como el encuentro empieza a las once, ¿qué tal si aparezco a las diez?

Cuando se marchó, una paz divina se extendió por la casa. Después de tomar su café retiró las tazas de la mesa y las fregó con la mayor naturalidad. Les dedicó una sonrisa y les agradeció su hospitalidad. Finalmente se despidió.

El dolor de vientre seguía allí, pero la náusea había desaparecido.

Qué maravilloso era el amor al prójimo. Tal vez el más hermoso regalo de Dios a la humanidad.

13

—No me ha ido muy bien, Carl —advirtió Assad.

Carl no tenía ni idea de qué estaba hablando. Un reportaje de dos minutos en el canal de noticias sobre subvenciones medioambientales de miles de millones, y de pronto se encontró en lo más profundo del país de los sueños.

—¿Qué es lo que no te ha ido bien? —se oyó decir desde muy lejos.

—He buscado por todas partes y puedo decir con toda seguridad que no se ha denunciado ningún intento de secuestro en ningún momento. No mientras ha existido algo que se llama Lautrupvang en Ballerup.

Carl se frotó los ojos. No, no le había ido bien, tenía razón Assad. Si es que el mensaje de la botella iba en serio, claro.

Assad estaba ante él con su gastado cuchillo patatero hundido en un tarro de plástico con caracteres árabes y lleno de una sustancia indeterminada. Después le mostró una sonrisa expectante, cortó un pedazo y se lo metió en la boca. Sobre su cabeza zumbaba alerta el viejo moscón de siempre.

Carl alzó la vista. Tal vez debiera emplear un poco de energía para aplastarla, pensó.

Giró la cabeza con indolencia en busca de un arma asesina apropiada y la encontró justo ante sí sobre la mesa. Un frasco desgastado de tippex, de un plástico duro contra el que no hay mosca que aguante el impacto.

Solo hay que apuntar como es debido, pensó durante un breve segundo, antes de arrojar con fuerza el frasco y observar que la tapa no estaba bien enroscada.

El ruido al estrellarse contra la pared hizo que Assad mirase desconcertado la masa blanca que se deslizaba sin prisa hacia el suelo.

El moscón había desaparecido.

—Es muy raro —murmuró Assad, sin dejar de masticar—. Antes estaba pensando, o sea, en mi cabeza, y creía que Lautrupvang era un sitio donde vivía gente, pero resulta que no hay más que oficinas e industria.

—¿Y…? —preguntó Carl, mientras cavilaba a qué puñetas olía la masa de color beis de su tarro. ¿Era vainilla?

—Sí, despachos e industria, ya sabes —continuó Assad—. ¿Qué hacía allí el que dice que lo secuestraron?

—Trabajaría allí, ¿no? —propuso Carl.

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