Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Atravesó el pasillo y encendió la luz de su despacho. El territorio seguro donde había resuelto tres casos y abandonado otros dos. El lugar adonde no había llegado la prohibición de fumar y donde todos los casos antiguos que constituían los dominios del Departamento Q estaban tranquilamente sobre el escritorio, agrupados en tres montones ordenados según el sistema infalible de Carl.
Frenó en seco ante la visión de un escritorio irreconocible y brillante. Ni una pelusa. Ni una mota de polvo. Ni un folio escrito con letra prieta sobre el que plantar los pies cansados y después arrojar a la papelera. Ningún expediente. Era como si la tierra se lo hubiera tragado todo.
—¡ROSE! —gritó con tanta energía como pudo.
Y su voz resonó en vano por los pasillos.
Estaba solo en el mundo, como en el cuento. Era el último hombre vivo, un gallo sin gallinero. El rey que daría su reino por un caballo.
Agarró el teléfono y marcó el número de Lis, de la Brigada de Homicidios.
Tardaron veinticinco segundos en responder.
—Secretariado del Departamento A —dijo una voz. Era la señora Sørensen, la compañera más hostil de Carl. Ilse, la loba de las SS en persona.
—Señora Sørensen, soy Carl Mørck —se presentó con voz suave—. Aquí abajo estoy más solo que la una. ¿Qué pasa? ¿Sabes por un casual dónde están Assad y Rose?
Antes de que pasara un milisegundo había colgado. Bruja.
Se levantó y puso rumbo al habitáculo de Rose, algo más adelante en el pasillo. Tal vez encontrara allí la respuesta al misterio de los expedientes desaparecidos. Una idea de lo más lógica hasta el embarazoso segundo en que se dio cuenta de que en la pared del pasillo, entre los despachos de Assad y Rose, había por lo menos diez planchas de aglomerado de corcho en las que estaban pegados todos los casos que dos semanas antes ocupaban su escritorio.
Una escalera de tijera, de madera de alerce amarillo brillante, señalaba dónde habían pegado el último caso. Era un caso que habían tenido que abandonar. El segundo caso consecutivo sin resolver.
Carl dio un paso atrás para poder hacerse una idea general de aquel infierno de papel. ¿Qué diablos hacían sus casos en la pared? Rose y Assad ¿se habían vuelto completamente locos? Igual era la razón por la que aquellos idiotas se habían esfumado.
Claro, no les quedó otro remedio.
En la segunda planta la situación era igual. No había nadie. Hasta el asiento de la señora Sørensen tras la mesa estaba vacío. El despacho del inspector jefe de Homicidios, el del subinspector, el comedor, la sala de reuniones. Todo estaba abandonado.
¿Qué cojones…?, pensó. ¿Había habido amenaza de bomba? ¿O era porque la reforma de la Policía había llegado tan lejos que habían puesto al personal en la calle y estaban vendiendo los edificios? El nuevo supuesto ministro de Justicia ¿se había vuelto tarumba? ¿Es que era capaz de cualquier cosa con tal de salir en los medios?
Se rascó la nuca, levantó el auricular y llamó al cuerpo de guardia.
—Soy Carl Mørck. ¿Dónde coño está todo el mundo?
—La mayoría están en el patio del Panteón.
¿En el patio del Panteón? Joder, si todavía faltaban seis meses para el 19 de setiembre.
—¿Por qué? Si aún falta medio año para el aniversario de la deportación de policías daneses a Buchenwald. ¿Qué están haciendo, entonces?
—La directora de la Policía quería hablar a un par de departamentos sobre los ajustes de la reforma. Discúlpanos, Carl. Creíamos que lo sabías.
—Pero si acabo de hablar con la señora Sørensen.
—Seguramente habrá derivado los teléfonos a su móvil, ya verás.
Carl sacudió la cabeza. Estaban todos como cabras. Seguro que para cuando volviera al patio el Ministerio de Justicia habría vuelto a cambiar todo el montaje.
Se quedó mirando la blanda y tentadora butaca del inspector jefe de Homicidios. Allí al menos podría echar una cabezadita sin que lo viera nadie.
Diez minutos más tarde lo despertó la mano del subinspector en el hombro y se encontró los risueños ojos como canicas de Assad bailando a diez centímetros de su rostro.
Y se acabó la paz.
—Venga, Assad —dijo, levantándose de la butaca—. Vamos al sótano a quitar los papeles de las paredes a toda pastilla, ¿entendido? ¿Dónde está Rose?
Assad sacudió la cabeza.
—No podemos hacer eso.
Carl se puso en pie y se metió los faldones de la camisa en los pantalones. ¿De qué hablaba Assad? Pues claro que podían hacerlo. ¿No era acaso él quien tomaba las decisiones?
—Hala, vamos. Y tráete a Rose. ¡YA!
—El sótano está condenado —le advirtió el subinspector, Lars Bjørn—. El amianto del aislamiento de las tuberías se está desprendiendo. Han estado los de la Inspección de Trabajo y no hay más que hablar.
Assad asintió con la cabeza.
—Sí; hemos tenido que subir nuestras cosas, y no estamos muy cómodos en este cuarto. Pero te hemos encontrado una buena silla —añadió, como si fuera a servirle de consuelo—. Sí, estamos los dos solos. Rose no quería estar aquí arriba y ha alargado el fin de semana, pero va a venir más tarde.
Fue como si le dieran una patada en sus partes nobles.
Se quedó mirando fijamente las velas hasta que se consumieron y la envolvió la oscuridad. Muchas veces antes la había dejado sola, pero nunca en el aniversario de su boda.
Aspiró hondo y se levantó. Últimamente ya no se quedaba esperando junto a la ventana. Ya no escribía el nombre de su marido en el vaho de su aliento sobre el cristal.
Cuando se conocieron no faltaron las advertencias. Su amiga no lo veía claro, y su madre lo dijo sin rodeos. Era demasiado viejo para ella. En su mirada había un destello de maldad. Era un hombre en quien no se podía confiar. Un hombre insondable.
Por eso llevaba tanto tiempo sin ver a su amiga y a su madre. Y por eso aumentaba su desesperación ahora que la necesidad de contacto era mayor que nunca. ¿Con quién iba a hablar? Si no tenía a nadie.
Miró las estancias vacías y bien ordenadas y apretó los labios mientras las lágrimas se acumulaban en sus ojos.
Entonces oyó al niño moverse y se repuso. Se secó la punta de la nariz con el dedo índice e hizo dos aspiraciones profundas.
Si su marido la engañaba, que no se hiciera ilusiones.
La vida debía tener más que ofrecer.
Su marido entró al dormitorio con tal sigilo que solo lo delataba su sombra en la pared. Ancho de hombros y con los brazos abiertos. Después se tumbó y la atrajo hacia sí en silencio. Cálido y desnudo.
Ella esperaba palabras dulces, pero también disculpas bien meditadas. Tal vez temía percibir el débil perfume de otra mujer y el titubeo de la mala conciencia. Sin embargo, él la asió, la volteó con fuerza y le arrancó la ropa apasionadamente. El brillo de la luna iluminaba su rostro, y eso la excitó. Atrás quedaban el tiempo de espera, la frustración, las preocupaciones y las dudas.
Hacía medio año que no se ponía así.
Gracias a Dios que sucedió.
—Voy a pasar algún tiempo fuera, cariño —le dijo de improviso mientras desayunaban, acariciando la mejilla del pequeño. Con aire distraído, como si sus palabras carecieran de importancia.
Ella frunció el ceño y puso los labios en punta para reprimir por un momento la pregunta inevitable; luego dejó el tenedor en el plato y se quedó con la mirada absorta en los huevos revueltos y las lonchas de beicon. La noche había sido larga. Aún la sentía en su interior, en forma de leve molestia en la pelvis, pero también recordaba las caricias finales y las miradas tiernas, que hasta ahora la habían hecho olvidar todo lo demás. Hasta ahora. Porque en aquel momento el sol pálido de marzo penetraba en la estancia como un invitado inoportuno e iluminaba con claridad los hechos: su marido iba a marcharse. Otra vez.
—¿Por qué no puedes contarme qué haces? Soy tu mujer. No voy a decírselo a nadie —le expuso.
Permaneció con cuchillo y tenedor en el aire. Su mirada se había oscurecido.
—No, lo digo en serio —continuó ella—. ¿Cuánto tiempo va a pasar hasta que vuelvas a estar como esta noche? ¿Ya estamos otra vez? No tengo ni idea de lo que haces, y apenas estás presente cuando paras por casa.
Él la miró de una manera excesivamente directa.
—¿No has sabido desde el principio que no podía hablar de mi trabajo?
—Ya, pero…
—Pues déjalo estar.
Dejó cuchillo y tenedor en el plato y se volvió hacia su hijo con algo parecido a una sonrisa.
Ella respiraba hondo, con calma, pero en su interior le embargaba la desesperación. Porque era cierto. Mucho antes de la boda él la hizo comprender que no podía hablar de sus misiones. A lo mejor sugirió que tenía que ver con servicios de inteligencia, ya no se acordaba. Pero por lo que ella sabía la gente de los servicios de inteligencia llevaba una vida bastante normal, aparte de su trabajo, y la vida que llevaban ellos no era nada normal. A no ser que la gente de los servicios de inteligencia empleara también el tiempo en misiones más alternativas como la infidelidad, porque ella sospechaba que podía tratarse de eso.
Recogió los platos y estuvo pensando en presentarle su ultimátum de inmediato. En arriesgarse a la furia de su marido, que temía, pero de cuyo alcance aún no sabía nada.
—¿Cuándo volveré a verte? —preguntó.
Él la miró sonriendo.
—Espero estar de vuelta para el miércoles que viene. Este tipo de trabajos suele llevarme unos ocho o diez días.
—Vale. O sea que vas a llegar justo a tiempo para el torneo de bolos —observó, sarcástica.
Él se levantó y colocó su corpachón tras ella, juntando las manos bajo sus pechos. Sentir la cabeza de él contra su hombro siempre le había dado escalofríos de placer. Esta vez se contrajo.
—Sí —dijo él—. Seguro que vuelvo a tiempo para el torneo. Así que dentro de poco tú y yo vamos a refrescar las sensaciones de anoche. ¿Te parece bien?
Cuando partió y el ruido del coche se fue alejando, ella se quedó un buen rato con los brazos cruzados y la mirada perdida. Una cosa era una vida en soledad. Otra era no saber por qué tenía que pagar aquel precio. Las posibilidades de descubrir a un marido como el suyo en algún tipo de engaño eran mínimas, ya lo sabía, aunque nunca lo había intentado. Su terreno de caza era extenso, y era un hombre precavido, como lo corroboraba su vida en común. Planes de pensiones, seguros, comprobar dos veces puertas y ventanas, maletas y equipaje, la mesa siempre ordenada, nunca había un papel casual o facturas en sus bolsillos o cajones. Era un hombre que no dejaba muchas huellas. Ni su olor permanecía más de unos minutos cuando salía de una habitación. Y así ¿cómo iba a descubrir un asunto de faldas, a menos que contratase a un detective para que lo siguiera? ¿Y de dónde iba a sacar el dinero para eso?
Sacó hacia delante el labio inferior y sopló con lentitud aire caliente hacia su rostro. Era el movimiento que hacía siempre antes de tomar una decisión importante. Antes de saltar el mayor obstáculo en clase de hípica, antes de elegir el vestido de confirmación. Incluso antes de decirle que sí a su marido, y antes de salir a la calle para ver si la vida era diferente allí fuera, bajo la luz tenue.
Las cosas como son: al bonachón del sargento David Bell le encantaba holgazanear y quedarse mirando romper las olas contra los salientes de las rocas. En John O’Groats, en el punto más alto de la costa de Escocia, donde el sol brillaba la mitad del tiempo pero lucía el doble de hermoso. Allí había nacido David y allí iba a morir cuando llegara su hora.
David estaba hecho para la mar brava, no cabía duda. Entonces, ¿por qué tenía que pasar el tiempo de mala manera a dieciséis millas al sur, en Wick, en el despacho de la comisaría de Bankhead Road? No, aquella perezosa ciudad portuaria no le decía nada, nunca lo había ocultado.
Por eso su jefe lo enviaba siempre a él cuando había follón en los pueblos del norte. Entonces David llegaba con su coche patrulla y amenazaba a los chavales sobreexcitados con llamar a un comisario de Inverness, y así volvía la calma. Por aquellos lares no querían que forasteros de la gran ciudad anduvieran por sus patios traseros, preferían una meada de caballo en su cerveza
Orkney Skull Splitter
. Tenían más que suficiente con los que pasaban por allí para coger el transbordador a las Islas Orcadas.
Cuando los ánimos se calmaban lo esperaban las olas, y si el sargento Bell podía pasar el tiempo en algo, era contemplándolas.
De no ser por la famosa calma de David Bell, habrían mandado la botella a tomar por saco. Pero como el sargento estaba allí con el uniforme recién planchado, el pelo ondeando al viento y la gorra sobre la roca, ya tenían a quién entregársela.
Y eso hicieron.
La botella se había enganchado en las redes del arrastrero y brillaba un poco, pese a que el tiempo transcurrido la había dejado bastante mate, y el grumete del pesquero
Brew Dog
vio enseguida que no era una botella corriente.
—¡Vuelve a echarla al mar, Seamus! —gritó el patrón cuando vio el papel que contenía—. Esas botellas traen mala suerte. Lo llamamos la «peste de la botella». El diablo está en la tinta, esperando a que lo liberen. ¿No has oído esas historias?
Pero el joven Seamus no conocía aquellas historias y decidió dársela a David Bell.
Cuando el sargento volvió a la comisaría de Wick, uno de los borrachos locales había arrasado dos de los despachos, y los compañeros estaban hartos de tener que reducir a aquel imbécil. Por eso arrojó Bell la chaqueta y la botella de Seamus salió del bolsillo. Y por eso la recogió y la puso en el alféizar interior de la ventana, para poder concentrarse en seguir a horcajadas sobre el pecho de aquel borracho estúpido y cortarle un poco la respiración. Pero, como suele ocurrir cuando le aprietas las tuercas a un auténtico descendiente de los vikingos de Caithness, puedes encontrarte con la horma de tu zapato. El borrachín le asestó tal patada en los huevos a David Bell que todo recuerdo de la botella se difuminó en el intenso destello azulado que emitió su atormentado sistema nervioso.
Por eso pasó la botella muchísimo tiempo olvidada en el extremo soleado del alféizar. Nadie reparó en ella y nadie se preocupó de que al papel de su interior no le convinieran la luz del sol y el agua de condensación que se había extendido dentro de la botella.