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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (4 page)

Sí, Marcus Jacobsen estaba bastante presionado.

—De acuerdo: si nos haces subir aquí, la consecuencia va a ser que desmantelas el Departamento Q en este instante.

—No me tientes, Carl.

—Y pierdes la partida de ocho millones al año. ¿No eran ocho millones lo que correspondía al Departamento Q? Es increíble que pueda costar tanto dinero llenar el depósito del viejo cacharro que conducimos; y claro, está también el sueldo de Rose, el de Assad y el mío. Ocho millones. Imagínate.

El inspector jefe de Homicidios dio un suspiro. Estaba atado de pies y manos. Sin aquella asignación, su departamento iba a tener un déficit anual de por lo menos cinco millones. Redistribución creativa. Casi como el convenio de compensación municipal. Una especie de robo legal.

—Se aceptan propuestas de solución —declaró por fin.

—¿Dónde quieres que nos metamos aquí arriba? —preguntó Carl—. ¿En el retrete? ¿En el alféizar interior, donde estaba sentado Assad ayer? ¿O tal vez aquí, en tu despacho?

—Hay sitio en el pasillo —sugirió Marcus Jacobsen un tanto incómodo, era evidente—. Bueno, ya encontraremos otro sitio. En realidad, esa ha sido la intención desde el principio, Carl.

—De acuerdo, buena solución, me parece bien. Pero queremos tres escritorios nuevos —exigió. Se levantó espontáneamente y tendió la mano. Aquello era un trato.

El inspector jefe de Homicidios se retiró un poco.

—Un momento —dudó—. Esa oferta tiene gato encerrado.

—¿Gato encerrado? Vais a tener tres escritorios más, y cuando vengan de la Inspección de Trabajo mandaré a Rose aquí arriba a que haga de florero entre las sillas vacías.

—Esto va a salir mal, Carl —repuso el jefe. Hizo una pausa. Parecía haber picado el anzuelo—. Pero el tiempo dirá, como suele decir mi anciana madre. Siéntate un momento, Carl, tenemos un caso que quiero que veas. ¿Te acuerdas de los compañeros de la policía escocesa a los que ayudamos hace tres o cuatro años?

Carl asintió en silencio, con reservas. ¿Iban a obligar al Departamento Q a convivir con gaitas chirriantes y embutido de intestinos con puré de nabo? Si de él dependía, no. Bastante tenía con que vinieran noruegos de vez en cuando. Pero ¿escoceses?

—Les enviamos unas pruebas de ADN de un escocés que estaba preso en Vestre, ya te acordarás. Fue un caso de Bak. Gracias a eso resolvieron un asesinato, y ahora quieren devolvernos el favor. Uno de la Policía Científica de Edimburgo, un tal Gilliam Douglas, nos ha enviado este paquete. Contiene un mensaje que encontraron en una botella. Han pedido consejo a un lingüista, y este les ha dicho que debe de proceder de Dinamarca.

Cogió del suelo una caja de cartón marrón.

—Tienen curiosidad por conocer los detalles si nos enteramos de algo. Así que toma.

Le tendió la caja y le hizo señas de que se largara con ella.

—¿Qué hago con esto? —preguntó Carl—. ¿Lo llevo a Correos?

Jacobsen sonrió.

—Muy gracioso, Carl. Pero resulta que en Correos no son especialistas en descubrir misterios, sino más bien en crearlos.

—En el sótano andamos agobiados de trabajo —se defendió Carl.

—Claro, Carl, no lo dudo. Pero échale un vistazo, no es más que un caso menor. Además, cumple todos los requisitos para el Departamento Q: es un caso antiguo, está sin resolver y nadie quiere hincarle el diente.

Otro de esos casos que me impiden plantar los pinreles en el cajón del escritorio, pensó Carl mientras sopesaba la caja bajando las escaleras.

Claro que…

Una hora aproximada de siesta no iba a hacer que cambiaran las relaciones de amistad entre Dinamarca y Escocia.

—Para mañana habré terminado con todo, Rose me está ayudando —aseguró Assad, mientras calculaba a cuál de los montones del sistema de Carl correspondía el caso que tenía en la mano.

Carl gruñó. La caja escocesa estaba sobre el escritorio, frente a él. Los malos augurios solían cumplirse, y el aura que irradiaba aquella caja de cartón con su cinta adhesiva de la aduana, desde luego, no presagiaba nada bueno.

—¿Es un caso nuevo, o sea? —preguntó Assad, interesado, con la mirada fija en el cuadrado marrón—. ¿Quién ha abierto el paquete?

Carl señaló hacia arriba con el pulgar.

—¡Rose, ven un momento! —gritó hacia el pasillo.

Rose tardó cinco minutos en aparecer. Era el tiempo exacto que, según ella, señalaba quién decidía lo que había que hacer, y sobre todo cuándo. Uno se acostumbraba.

—¿Qué te parece si te doy tu primer caso para ti sola, Rose? —preguntó Carl, empujando suavemente el paquete hacia ella.

No le veía los ojos, ocultos bajo el flequillo negro punki, pero desde luego no estaba contenta.

—Seguro que es algo de porno infantil o tráfico sexual, ¿verdad, Carl? Algo de lo que no quieres ocuparte tú. Así que no, gracias. Si no tienes energía para eso, deja que nuestro camellero se dé una vuelta por la pista de circo. Yo tengo otras cosas que hacer.

Carl sonrió. Nada de palabrotas ni patadas al marco de la puerta. La chica parecía estar casi de buen humor. Volvió a empujar el paquete hacia ella.

—Es un mensaje que ha estado en una botella. Todavía no lo he visto. Podríamos abrirlo juntos.

Rose arrugó la nariz. El escepticismo era su fiel compañero.

Carl quitó la tapa de la caja, apartó los cachivaches de poliespán, sacó la carpeta de cartón y la depositó en la mesa. Después rebuscó entre el poliespán y encontró también una bolsa de plástico.

—¿Qué lleva dentro? —preguntó Rose.

—Supongo que los cascos de la botella.

—¿La han roto?

—No, simplemente la han desmontado. Hay instrucciones de uso en la carpeta donde se explica cómo reconstruirla. Un juego de niños para una mujer con manos tan diestras como las tuyas.

Ella le sacó la lengua y sopesó la bolsa en la mano.

—No pesa mucho. ¿De qué tamaño era?

Carl empujó el expediente hacia ella.

—Lee.

Rose dejó la caja de cartón sobre la mesa y desapareció por el pasillo. Entonces volvió la paz. Quedaba una hora de trabajo; después Carl iría en tren hasta Allerød, compraría una botella de whisky y se doparía y doparía a Hardy con un vaso con hielo y un vaso con pajita, respectivamente. Seguro que iba a ser una noche tranquila.

Cerró los ojos; no llevaba ni diez segundos dormitando cuando vio ante sí a Assad.

—He descubierto algo, Carl. Ven a ver. Está en la pared, justo ahí fuera.

Algo extraño sucedía con el nervio del equilibrio cuando uno estaba completamente fuera del mundo circundante unos pocos segundos, observó Carl mientras se apoyaba aturdido en la pared del pasillo y Assad señalaba orgulloso uno de los expedientes colgados.

Carl se apresuró a volver a la realidad.

—¿Te importa repetirlo, Assad? Perdona, es que estaba pensando en otra cosa.

—Decía si no creías que el inspector jefe de Homicidios, entonces, debería fijarse un poco en ese caso, ahora que hay todos esos incendios en Copenhague.

Carl comprobó que sus piernas estaban firmes y se acercó al expediente de la pared sobre el que Assad había puesto el dedo. Era un caso de hacía catorce años. Se trataba de un incendio con resultado de muerte, posiblemente un incendio provocado, en las cercanías de Damhussøen. El caso estaba relacionado con el descubrimiento de un cuerpo humano que estaba tan desfigurado por el fuego que no pudo establecerse el momento del fallecimiento, ni el sexo ni el ADN. Y la cosa se complicó al no haber personas desaparecidas que coincidieran con el cadáver. Al final se archivó el caso. Carl lo recordaba perfectamente. Fue uno de los casos de Antonsen.

—¿Por qué crees que tiene algo que ver con los devastadores incendios de ahora, Assad?

—¿Devastadores?

—Sí, destructivos.

—Pues ¡por esto! —dijo Assad, señalando una fotografía con detalles del esqueleto—. Mira esa especie de estrechamiento en la falange del dedo pequeño. También aquí pone algo de eso.

Bajó el expediente del tablón de anuncios y buscó la hoja del informe.

—Lo describen aquí. «Como si hubiera llevado un anillo durante muchos años», pone. Hay una especie de estrechamiento en todo el perímetro.

—¿Y…?

—En el dedo pequeño, Carl.

—Ya. ¿Y…?

—Cuando estuve en el Departamento A, había un cadáver al que le faltaba el dedo pequeño en el primer incendio.

—Vale. Se dice dedo meñique. Se llama así, Assad.

—Sí, y en el siguiente incendio había un estrechamiento en el dedo pequeño del hombre que encontraron. Igual que aquí.

Carl notó que sus cejas se arqueaban bastante.

—Creo que deberías subir al segundo piso y contar al inspector jefe lo que acabas de decirme.

Assad sonrió, radiante.

—No lo habría visto si no fuera porque la foto estaba colgada delante de mis narices todo el tiempo. Curioso, ¿verdad?

Era como si la impenetrable coraza de arrogancia punkinegra que protegía a Rose se hubiera resquebrajado un tanto con la nueva tarea. Al menos no empezó echándole el documento sobre la mesa, sino que primero apartó los ceniceros, y después colocó el mensaje con cuidado, casi con veneración, sobre el escritorio de Carl.

—No se entiende mucho —indicó—. Debe de estar escrito con sangre, y la sangre se ha humedecido lentamente por el agua de condensación y se ha corrido al papel. Además, las letras están bastante mal escritas. Pero se lee bien el encabezamiento. Mira qué claro está. Pone «SOCORRO».

Carl se inclinó hacia delante de mala gana y vio los restos de letras. Puede que el papel hubiera sido blanco alguna vez, pero ahora estaba marrón. En varios sitios faltaban algunos pedazos del borde, probablemente habrían desaparecido cuando desplegaron el mensaje después de su viaje por el mar.

—¿Qué investigaciones se han hecho? ¿Pone algo de eso? ¿Dónde encontraron la botella? ¿Y cuándo?

—La encontraron cerca de las Islas Orcadas. Apareció en una red de pesca. Pone que en 2002.

—¿En 2002? Desde luego, se lo han tomado con calma para hacérnosla llegar.

—La botella se quedó olvidada en el alféizar de una ventana. Seguramente por eso se ha formado tanta agua de condensación. Ha estado expuesta al sol.

—Borrachines de escoceses… —rezongó Carl.

—Hay también unas muestras de ADN bastante inservibles. Y varias fotos ultravioleta. Han intentado dejar el mensaje en las mejores condiciones posibles. ¡Mira! Aquí hay un intento de reconstrucción del texto del mensaje. Y ya se entiende algo.

Carl vio la fotocopia y tuvo que tragarse lo de los escoceses borrachines. Porque si se comparaba el mensaje original con el intento —elaborado, iluminado y acondicionado— de reconstruir lo que podía haber estado escrito, el resultado era impresionante.

Observó el papel. A lo largo de los años, es probable que mucha gente haya estado fascinada con la idea de enviar un mensaje en una botella para que alguien la pesque y lea el texto en las antípodas. Pensando que tal vez así se desplieguen ante ellos nuevas e inesperadas aventuras.

Pero se dio cuenta de que no era el caso de aquel mensaje embotellado. Aquello era de lo más serio. Nada de travesuras infantiles, ningún
boy scout
que había hecho una excursión emocionante, nada de armonía y cielos límpidos. Aquel mensaje era sin duda lo que parecía.

Un desesperado grito de socorro.

5

En cuanto la dejó en casa, su vida cotidiana quedó atrás. Cubrió los veinte kilómetros que separaban Roskilde de la casita remota que estaba a mitad de camino entre la casa donde vivían y la casa del fiordo. Sacó la furgoneta del granero marcha atrás y después aparcó el Mercedes en el interior. Cerró con llave, se dio una ducha rápida y se tiñó el pelo, se cambió de ropa, estuvo diez minutos frente al espejo preparándose, encontró en los armarios lo que buscaba y después salió con el equipaje a la Peugeot Partner azul claro que usaba para sus viajes. No tenía rasgos distintivos: ni demasiado grande ni demasiado pequeña, la matrícula no demasiado sucia, pero de todos modos era difícil de leer. Un vehículo que pasaba desapercibido, registrado bajo el nombre que adoptó cuando se hizo con la casita. Como debía ser, teniendo en cuenta su finalidad.

Habiendo llegado a ese punto, estaba perfectamente preparado. Tras mucho buscar en internet y en los registros públicos cuyos códigos había conseguido a lo largo de los años, lograba la información deseada sobre posibles víctimas potenciales. Tenía un montón de dinero en efectivo. En las estaciones de servicio y en los peajes de los puentes siempre empleaba billetes medianos, nunca miraba a las cámaras y trataba de colocarse muy lejos de donde pudiera surgir algo inesperado.

Esta vez su territorio de caza iba a ser el centro de Jutlandia. Había una gran concentración de sectas religiosas, y ya habían pasado un par de años desde la última vez que actuó en la zona. Sí, sembraba la muerte con sumo cuidado.

Pasó un buen tiempo haciendo sus observaciones, pero casi siempre en tandas de un par de días. La primera vez estuvo viviendo en Haderslev, en casa de una mujer, y las siguientes, en casa de otra en un pueblecito llamado Lønne. Por tanto, el riesgo de que lo reconocieran en la lejana región de Viborg era minúsculo.

Tenía para elegir a cinco familias. Dos que pertenecían a los Testigos de Jehová, una a la Iglesia Evangelista, otra a los Guardianes de la Virtud y otra a la Iglesia Madre. Tal como estaban las cosas, se sentía inclinado hacia esta última.

Llegó a Viborg a eso de las ocho de la tarde, tal vez algo temprano para su cometido, sobre todo en una ciudad de ese tamaño, pero nunca se sabía qué podía pasar.

Los requisitos que debían cumplir los bares donde buscaba a las mujeres que se adaptaban al papel de anfitriona eran siempre los mismos. El sitio no debía ser demasiado pequeño, no debía estar en una zona en la que todos se conocieran, no debía tener demasiados parroquianos fijos ni ser cutre, para poder atraer a una mujer solitaria con cierta clase y una edad comprendida entre los treinta y cinco y los cincuenta y cinco.

El primero de la ronda, Julles Bar, era demasiado pequeño y siniestro, lleno de mesas y máquinas tragaperras. El siguiente estaba algo mejor. Una pequeña pista de baile, una variedad de clientes adecuada, aparte de un gay que enseguida se sentó a una distancia de milímetros en la banqueta junto a la suya. Si no encontraba una mujer allí, el gay, pese a su rechazo cortés, lo recordaría sin duda, y no era conveniente.

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