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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48

 

Bienvenidos a Londres, 1948, la ciudad en la que los vivos envidian a los muertos.

La segunda guerra mundial ha terminado, los Aliados han sido derrotados y la única vencedora de la contienda es la Muerte Sanguínea, una espantosa plaga creada en los laboratorios secretos de Hitler que provoca la paralización de la sangre en las arterias. La ciudad está en ruinas. Por sus calles vagan manadas de perros salvajes y algunos individuos AB negativos, inexplicablemente inmunes a la enfermedad. Uno de ellos es Hoke, un solitario piloto estadounidense que lucha contra el fascista Hubble y el grupo de enfermos carroñeros que lidera. Se les conoce con el nombre de Camisas Negras y necesitan la sangre de los sanos para sobrevivir. Hoke y sus compañeros tendrán que luchar contra los Camisas Negras en un arriesgado enfrentamiento que los llevará hasta los túneles más profundos del metro, donde el suelo se halla cubierto de huesos y donde ratas empapadas de gasolina se convierten en mortíferos proyectiles en llamas.

48 es una escalofriante novela sobre un pasado que no fue y un futuro que ojalá nunca sea, un mañana en el que una terrible arma biológica está a punto de acabar con el mundo.

James Herbert

'48

ePUB v1.1

AlexAinhoa
07.06.12

Título original:
'48

James Herbert, 10/1999 .

Traducción: Agustín Vergara

Diseño/retoque portada: Foto © Doug Armand/Fototeca Stone

Editor original: AlexAinhoa (v1.0 y v1.1)

ePub base v2.0

A Kitty, que conocía más de una Tyne Street.

Con amor y cariño de todos nosotros…

Capítulo 1

¿Qué diablos había sido eso?

Abrí los ojos y levanté la cabeza un par de centímetros, pero la confusión que reinaba en mi mente me impedía pensar con claridad.

Me quité de encima la colcha que había cogido prestada y, al golpearla con la bota, una botella vacía de cerveza rodó por la alfombra polvorienta; ya hacía tiempo que había aprendido a dormir con las botas puestas. El vidrio chocó contra la mesa redonda que había en el centro de la habitación mientras yo levantaba la cabeza otro par de centímetros. Con todos los músculos en tensión, escuché atentamente. Miré hacia la derecha, miré hacia la izquierda, incluso miré hacia el techo. Los tablones de madera que cubrían las ventanas mantenían la habitación en penumbras, pero la luz matutina entraba por la puerta entreabierta del balcón. Una ligera brisa me trajo el olor de la descomposición.

Seguí escuchando.

Cagney,
que estaba hecho un ovillo en una esquina oscura de la habitación, gruñó con un sonido gutural de advertencia; al perro le gustaban las sombras, pues lo mejor para sobrevivir es pasar inadvertido. Levanté una mano, pidiéndole silencio. Él obedeció, aunque sus ojos siguieron brillando con intensidad.

Me incorporé sobre un codo, y mil cuchillos afilados se clavaron en mi cabeza, castigándome por la falta de sobriedad de la noche anterior. Había más botellas de vidrio marrón esparcidas por el suelo, compañeras vacías de la primera que parecían contradecir mi larga aversión a la cerveza inglesa. Al pasarme el dorso de la mano sobre los labios secos, me raspé la piel contra la barbilla sin afeitar.

Y, entonces, salí de mi letargo. Me levanté de un salto y fui hacia la luz, moviéndome con rapidez, agachado y silencioso, atento a cualquier cambio. Rodeé la mesa redonda y me detuve junto a la puerta del balcón, ocultándome detrás de las tablas de madera medio podrida que cubrían los cristales. A pesar de lo temprano de la hora, el seco calor estival ya entraba por el balcón, trayendo consigo parte de la amargura de la ciudad devastada. Me asomé un instante y me volví a ocultar. Y volví a asomarme, esta vez durante un poco más de tiempo.

Los últimos globos dirigibles de la barrera aérea se alzaban inmóviles, como centinelas hinchados, sobre el maltrecho paisaje de la ciudad. Mucho más cerca, tres estatuas grises y sucias inclinaban la cabeza avergonzadas sobre sendos pedestales con las palabras «Verdad», «Caridad» y «Justicia».

Excepto por los vehículos abandonados, la amplia avenida flanqueada por árboles que se extendía detrás de las estatuas parecía desierta.

¿Y entonces?

Yo había elegido este refugio porque la habitación del balcón permitía ver a cualquiera que intentara acercarse por la entrada principal. Además, el edificio ofrecía multitud de oportunidades para jugar al escondite. Era un laberinto de salas, vestíbulos y pasillos, y eso era exactamente lo que necesitaba.

Pero alguien debía de haber descubierto mi refugio, pues el perro no habría gruñido sin motivo. Puede que sólo fueran un par de ratas merodeando por el pasillo, apenas temerosas ya de los humanos. O un gato, o quizá otro perro, pero, realmente, no creía que ése fuera el caso. Mi instinto me decía que no lo era, y yo había aprendido a confiar en mi instinto, y en
Cagney.

No desperdicié ni un solo segundo más.

La moto estaba donde la había dejado la noche anterior, arrugando la alfombra bajo las ruedas. La moto era otra cosa en la que podía confiar: una Matchless G3L monocilíndrica pintada de color beige para la guerra en el desierto, sólo que ésta en concreto nunca había llegado a África. Era una superviviente, como también lo éramos el perro y yo.

Actué con rapidez. Cogí mi cazadora de aviador del suelo y me la puse mientras andaba. El peso adicional que tenía el forro no me hacía sentir precisamente más ligero. De soslayo, vi que
Cagney
se había levantado y me esperaba expectante, listo para la acción. Apenas tardé unos segundos en levantar la pata de cabra y montarme en la moto. Pisé la palanca de arranque con fuerza, pero sin brusquedad, tratando a la moto como se hace cuando se las «conoce» bien, cuando se ama cada una de sus piezas. El motor rugió lleno de vida; le había dedicado muchos mimos a esa belleza.

Las ruedas derraparon sobre la alfombra y salí disparado hacia la puerta de la habitación, que, justo en ese momento, empezaba a abrirse.

Golpeé la puerta con fuerza, y alguien gritó al otro lado. Un enjambre de manos se abalanzó sobre mí, pero la Matchless ya iba demasiado rápido y las manos sólo encontraron vacío. Os aseguro que el aroma que despedían esos hombres no era nada agradable. El que estaba más atrás se puso delante de la moto, agitando los brazos como un guardia de tráfico demente. Yo incliné la moto bruscamente y levanté una bota. No sé si le di en la entrepierna o en la cadera, pero, en cualquier caso, él se dobló por la cintura y empezó a dar vueltas como una peonza; su sonoro quejido me proporcionó un sincero placer. Aunque el placer duró poco, porque la inclinación de la moto la hizo derrapar, con lo que la gran alfombra que cubría prácticamente todo el suelo se llenó de gruesas olas. El polvo que se había acumulado durante años llenó el aire mientras yo luchaba por controlar la moto.

Pero no lo conseguí. La Matchless resbaló bajo mi peso, y tuve que soltarla para que no me aplastara una pierna si ambos caíamos al mismo tiempo. Rodé para acompañar la caída, encogiendo un hombro al tiempo que relajaba el resto del cuerpo, tal y como me habían enseñado a nacerlo. Un segundo después, estaba en cuclillas, listo para la acción. La moto resbaló hasta estrellarse contra la elegante cómoda que había en el centro de la sala, arruinando paneles pintados y tallas doradas.

Uno de los intrusos avanzó hacia mí, con la cara deformada por el odio y la mugre, y un fusil ametrallador MI apretado contra el pecho, mientras sus dos compañeros atendían sus heridas junto a la puerta que yo acababa de destrozar.
Cagney
apareció en el umbral de la puerta y se detuvo un momento para ver cómo marchaban las cosas.

El Camisa Negra me tenía a tiro, pero, una de dos, o estaba demasiado débil para disparar o tenía órdenes de no hacerlo. Me imaginé que lo más probable era que fuese lo segundo; después de todo este tiempo, yo ya sabía que su jefe, Hubble, me quería vivo, pues necesitaba que mi sangre estuviera caliente y fluida. Lo que Hubble quería hacer conmigo era una locura, una auténtica locura. Aunque, claro, a estas alturas sólo sobrevivían los locos. Los locos y yo. ¿Y quién ha dicho que yo esté cuerdo?

Pues que te jodan, Hubble. A ti y a todos tus malditos secuaces. El día que consigas atraparme vivo, el infierno estará más frío que el culo de un pingüino.

Pero, al observar el brillo que había en mis ojos, el secuaz de Hubble pareció cambiar de opinión y apuntó el fusil en mi dirección.

Aun así, sus movimientos eran torpes, como si tuviera que pensar cada uno de ellos antes de llevarlo a cabo. Tal vez no fuera sólo el golpe lo que lo aturdía, sino también los efectos de la Muerte Lenta. Tenía la tez oscurecida alrededor de los ojos, unos hematomas en la piel que ya nunca desaparecerían y las puntas de los dedos ennegrecidas, como si la sangre se hubiera coagulado en cada una de las extremidades de su cuerpo; pero eso no lo hacía inofensivo, tan sólo un poco más lento.

Yo tenía mi Colt automático de calibre 45 en la funda que había cosido al forro de la cazadora. Puede que él hubiera desenfundado primero, pero yo era más rápido, así que hice lo único que podía hacer.

Me lancé hacia adelante y rodé bajo el cañón de su metralleta, con la barbilla pegada al pecho y las piernas flexionadas. En cuanto mi espalda chocó contra el suelo, lancé las dos piernas hacia arriba y lo golpeé en el estómago. Él dobló las rodillas y empezó a caer sobre mí, y yo volví a golpearlo para que no me cayera encima. El Camisa Negra gimió sin aire y cayó al suelo a mi lado. Yo ya estaba encima de él antes de que pudiera recuperar el aliento, pero, en vez de intentar quitarle la metralleta de las manos, como esperaba él, la empujé contra su cuerpo. El cañón de la metralleta chocó contra su mandíbula con un crujido, y el Camisa Negra relajó durante un instante los dedos. Con un rápido movimiento, le arranqué el arma de las manos y le estrellé la culata contra la sien. Con un ruido seco, su cabeza giró hacia la derecha y su cuerpo quedó inerte.

Tiré la metralleta al suelo y corrí hacia la Matchless. Al ver que las cosas no marchaban demasiado mal,
Cagney
se alejó de la puerta correteando y se reunió conmigo, ladrando con aprobación al pasar junto al Camisa Negra. Haciendo caso omiso de sus lametones, aparté la moto de la cómoda destrozada. Me irritaba que los Camisas Negras hubieran descubierto mi refugio, y haber perdido así mi regia guarida. Pronto vendrían más en mi búsqueda y registrarían cada habitación, cada pasillo, hasta el último rincón.

Levanté la moto y pasé una pierna por encima del sillín. Oí voces provenientes de la habitación del balcón, y supuse que el excéntrico ejército de Hubble habría realizado un movimiento de pinza, avanzando por dos flancos. ¿Cómo diablos me habrían encontrado? Yo podría haber estado escondido en cualquier sitio de la ciudad. ¡Mierda de suerte! Debían de haberme seguido. O tal vez alguien me hubiera visto entrar. Con una mezcla de ira y temor, pisé la palanca de arranque, pero esta vez la moto no arrancó. Las voces cada vez estaban más cerca, y los Camisas Negras de la habitación, excepto el que acababa de golpear con la culata del fusil, se estaban levantando y me observaban con odio y precaución. Volví a intentarlo, maldiciendo al mismo tiempo que lo hacía, y el motor se puso en marcha ruidosamente; fue como oír música celestial.

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